Si alguien tiene una
abuela que sepa cómo curarlo, por favor que me lo diga
Vilma Bada
Volviendo de madrugada de Montevideo, hace ya dos días, la lluvia finita
empapaba mi equipaje. El paraguas me estorbaba y trayendo de tiro uno de esos
carritos porta-maletas caminaba buscando energías en mi exhausta humanidad. El
carrito pesaba mucho, aunque las calles por las que caminé eran llanas, hube de
hacer camino extra por un desvío en el recorrido del ómnibus, a causa,
naturalmente, de la misma lluvia que ahora me jugaba a ¿adiviná de dónde
vengo?" por las cuatro costas del paraguas.
La calle desierta, las laxas luces públicas perdonando a las sombras con sus
conos ámbar entre esquina y esquina y los contenedores para la basura durmiendo
despanzurrados, tremendamente iluminados.
Ya había caminado unos pasos más hacia la penumbra entre esquinas, cuando
registré con la conciencia, el objeto cúbico, que acababa de ver por entre la
lluvia.
Dejé el carrito de pie, esperándome empapado y volví hasta el contenedor. A su
lado, algo separada, descansaba una caja de madera equilátera en bastante buen
estado. Pensé que sería muy útil para guardar herramientas, o cachivaches de
esos que siempre andan desordenándole la casa a uno y me acerqué un poco más
para levantarla.
Me la traje en peso durante las dos cuadras que me restaban por caminar,
mojándome por haber tenido que guardar el paraguas para poder cargar con ella.
La estoy mirando ahora, parada al lado del cajón de frutas que solía hacerme
algún servicio, y comparándola. Resultó ser una mesita de luz, con sus patitas
rabonas algo apolilladas y sin su tablita del fondo. Madera color roble, bien
lustrada. Tan fea, por lo cuadrado de sus caras iguales como un hielo fuera de
su whisky. Sin embargo, salió triunfante de la comparación y reemplazó al cajón
de frutas.
La limpié, comprobé que un viejo vidrio que tenía le calzaba
perfectamente.
La uso, desde ese día, a casi toda ella, menos a su cajoncito. No he podido
curarlo porque ha seguido lloviendo, y como es sabido por todo el mundo, que
los mates nuevos y los cajones de las mesitas de luz usadas, han de ser curados
antes de aprovecharlos, estoy esperando que salga el sol para ello.
En rigor de verdad, el curado de los mates es más fácil y más común y, hasta
donde sé, no requieren de su exposición al sol, a menos que se quiera
reutilizar la yerba que una vez fue maravilla de infusión.
Pero en rigor de comparaciones, los cajones, no se curan por nuevos, sino,
justamente por usados.
Hace años que perdí a mi abuela, así que no tengo a quién preguntarle como
ejecutar tan complicada operación. Navegué Internet, buscando tutoriales,
encontré otros miles de consejos, pero ninguno mencionaba la exposición al sol,
dato único, al respecto, sobre el que no tengo la menor duda y sobre el cual
habla la tradición largamente.
Veo cómo algunos se estarán encogiendo de hombros y desestimando mi actitud
respetuosa hacia lo que alguna vez fue, o pudo haber contenido, el tesoro de
alguien más. Pero con sólo imaginarse lo que uno mismo guarda, atesorado u
omiso en su propio cajoncito, el asunto mueve a escalofrío.
Pensar por un minuto, en cartas de amor, hebillas rotas, objetos intimistas y
placenteros, dinero, nidos de ratones, relojes exhaustivos, anteojos con la
graduación exacta para abrir las puertas de los libros, momentos de búsqueda
inútil de algún objeto perdido, lágrimas derramadas al borde de la cama, la luz
indiscreta del velador que se colaba al interior por
que en el apuro nos quedó
mal cerrado, un trapito que alguna vez fue una prenda regia, insultos al
trabajo o al despertador que en vano cayeron ahí adentro, la linterna por si se
corta la luz de noche y hay que levantarse igual, la propia manija del cajón
desprendida hace tiempo por quererlo abrir los días en que la humedad lo
hinchaba, la condena a velarnos el sueño, la furia con se lo cierra después de
la frustración, sus sombras propias de su posición, en fin, los fantasmas...
¡No! Sin curarlo, un cajón de mesa de
luz usado, no se puede volver a usar. Habrá que esperar a que salga el sol.
Sólo así, se le irá yendo lentamente la impronta de su pasado y se acomodará de
nuevo, para lucir su función en el dormitorio de alguien más. Y sólo así, se le
podrá abrir y cerrar con confianza, sin que se escape el ánima esencial de su
utilidad: el secreto cómplice.
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