sábado, 30 de agosto de 2014

A 481 AÑOS DEL ASESINATO DE ATAHUALPA


Una historia de traiciones y ambición.



El inca Atahualpa nació en Cajamarca en 1500, actual Perú, y murió asesinado el 29 de agosto de 1533. Emperador desde 1525 a 1533, había nacido de la unión del emperador Huayna Cápac y de Túpac Paclla, princesa de Quito. Fue favorecido por su padre, quien, poco antes de morir, en 1525, decidió dejarle el reino de Quito -la parte septentrional del Imperio Inca- en perjuicio de su hermanastro Huáscar, el heredero legítimo, al que correspondió el reino de Cuzco. Aunque inicialmente las relaciones entre ambos reinos fueron pacíficas, la ambición de Atahualpa por ampliar sus dominios condujo al Imperio Inca a una larga y sangrienta guerra civil.
En 1532, informado de la presencia de los españoles en el norte del Perú, Atahualpa intentó sin éxito pactar una tregua con su hermanastro. Huáscar salió al encuentro del ejército quiteño, pero fue vencido en la batalla de Quipaypán y apresado en las orillas del río Apurímac cuando se retiraba hacia Cuzco. Posteriormente, Atahualpa ordenó asesinar a buena parte de los familiares y demás personas de confianza de su enemigo y trasladar al prisionero a su residencia, en la ciudad de Cajamarca.
En ese momento, el emperador inca recibió la noticia de que se aproximaba un reducido grupo de gentes extrañas, razón por la que decidió aplazar su entrada triunfal en Cuzco, la capital del imperio, hasta entrevistarse con los extranjeros. El 15 de noviembre de 1532, los conquistadores españoles llegaron a Cajamarca y Francisco Pizarro, su jefe, concertó una reunión con el soberano inca a través de dos emisarios. Al día siguiente, Atahualpa entró en la gran plaza de la ciudad, con un séquito de unos tres o cuatro mil hombres prácticamente desarmados, para encontrarse con Pizarro, quien, con antelación, había emplazado de forma estratégica sus piezas de artillería y escondido parte de sus efectivos en las edificaciones que rodeaban el lugar.
No fue Pizarro, sin embargo, sino el fraile Vicente de Valverde el que se adelantó para saludar al inca, y le exhortó a aceptar el cristianismo como religión verdadera y a someterse a la autoridad del rey Carlos I de España; Atahualpa, sorprendido e indignado ante la arrogancia de los extranjeros, se negó a ello y, con gesto altivo, arrojó al suelo la Biblia que se le había ofrecido. Pizarro dio entonces la señal de ataque: los soldados emboscados empezaron a disparar y la caballería cargó contra los desconcertados e indefensos indígenas. Al cabo de media hora de matanza, varios centenares de incas yacían muertos en la plaza y su soberano era retenido como rehén por los españoles.
A los pocos días, temeroso de que sus captores pretendieran restablecer en el poder a Huáscar, Atahualpa ordenó desde su cautiverio el asesinato de su hermanastro. Para obtener la libertad, el emperador se comprometió a llenar de oro, plata y piedras preciosas la estancia en la que se hallaba preso, lo que sólo sirvió para aumentar la codicia de los conquistadores.
Unos meses más tarde, Pizarro decidió acusar a Atahualpa de idolatría, fratricidio y traición; fue condenado a la muerte en la hoguera, pena que el inca vio conmutada por la de garrote, al abrazar la fe católica antes de ser ejecutado, el 29 de agosto de 1533. La noticia de su muerte dispersó a los ejércitos incas que rodeaban Cajamarca, lo cual facilitó la conquista del imperio y la ocupación sin apenas resistencia de Cuzco por los españoles, en el mes de noviembre de 1533.


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