Aldo Roque Difilippo
- Buen asado don Mario.
- Se agradece.
- Realmente era cierta su fama de buen asador.
- Se agradece.
- ¿Y hablando de fama: por dónde anda su compañero, el Eduardo?
- Usted sabe lo que se dice de él.
- Mucha cosa en realidad, pero ¿será cierto?
- Vaya uno a saber. Dicen que en estas noches de luna llena el hombre se convierte en un bicho medio humano y medio lanudo.
- He sentido. ¿Pero es verdad?
- Qué se yo. Lo que si sé es que el hombre por timidez o por vergüenza en noches como esta se esconde y no quiere dejarse ver por nadie.
- Es que se ha dicho tanta cosa...
- Historias de tiempos viejos. También uno no es que crea en brujas, pero... Mire como será la cosa que cuando me enteré que usted venía tuve que salir a carnear una oveja y todo este tema de la luna llena me dio un escalofrío terrible. Hasta me pareció sentir como un balido largo, parecido a un lamento, cuando degollé este bicho.
- ¡No embrome!
- Es la verdad. Fui para el potrero del fondo y no le miento si le digo que me golpeaba el pecho cuando enfrenté a este bicho para degollarlo.
- ¡Déjese de joder hombre!
- ¡Es cierto! Aunque lo he hecho infinidad de veces, todo este tema de la luna llena y los lobisones también a mi me dio miedo. Agarré el primer bicho que se me cruzó y lo degollé. ¡Y me miraba con unos ojos!...
La luna llena plateaba de misterio la cara de los paisanos que al costado del fogón seguían tajeando aquella carne que chisporroteaba sobre las brasas.
- Bueno habrá que irse a dormir. Déjele un cuarto al Eduardo por si llega con hambre.
Al amanecer el sol pareció borrar los misterios de la noche y su luz hizo que aquellas historias sólo fueran un recuerdo pintoresco en la mente de los paisanos. Sobre la parrilla, a la espera del último comensal que nunca llegó ni podría llegar, aun chisporroteaba una gorda y rosada pierna humana.
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