viernes, 6 de mayo de 2011



Ángel Juárez Masares
De cómo un Rey llamado Mensajero de la Paz, mandó asesinar un hombre desarmado en nombre de la paz y la justicia





Había una vez en una lejana comarca un Rey que reinaba sobre su pueblo desde un suntuoso y blanco Palacio.
Las tierras sobre las que gobernaba el Señor se extendían desde las eternas nieves del norte hasta playas de doradas arenas, y pantanos donde proliferaban caimanes y aves zancudas.
Sin embargo, los dominios del Soberano no tenían allí sus límites.
Desde cientos de años atrás sus antecesores practicaron la invasión como forma de acentuar su poderío, y los ejércitos habían asolado otras regiones en nombre de la paz y la justicia (de la cual eran portadores por derecho de conquista).
Muchas y variadas fueron las estrategias empleadas para conseguir sus objetivos, pero para no abundar en detalles hoy sólo recordaremos tres: La dádiva, la espada, y la mentira.
La primera consistía en prestar monedas a los pueblos pobres en condiciones tales que fueran imposibles de pagar, y de esa manera apropiarse “in eternis” de sus economías.
La segunda era más simple; dónde había algo que les interesara entraban a sangre y fuego y lo tomaban.
La tercera fue sin duda la más practicada, porque empezó a aplicarse en su propio pueblo, y consistía en hacerles creer que sólo ellos eran los dueños de la paz y la justicia que impulsaba sus acciones.
Lo peor fue que su gente lo creyó.
Así un Rey borracho y tonto mandó aniquilar medio pueblo en busca de armas que sólo estaban en su mente y en su miedo.


Así anduvieron por el mundo las huestes de ese reino, minando con sus monedas de oro la moral de Reyes pobres (y pobres Reyes) de pequeñas regiones, que -a su vez- sometían a sus pueblos pobres (y pobres pueblos) al hambre y la miseria para pagar sus deudas.
Así se supo con el tiempo de sus mentiras, como cuando sus guerreros regresaron derrotados de las tierras de los hombres pequeños con los ojos rasgados, habiendo pregonado por plazas y mesones la victoria.
Así un Rey borracho y tonto mandó aniquilar medio pueblo en busca de armas que sólo estaban en su mente y en su miedo.
Pero como el mundo tiene poca memoria y además la tierra absorbe la sangre, pronto el Rey de las grandes orejas conocido como “El Progre” fue premiado por las grandes aldeas con la orden de Caballero de la Paz, distinción que lo ponía a la altura de la paloma que fue del monte al arca con la rama de olivo.
Así su pobre pueblo salió a festejar en sus lujosos carruajes “tracción a sangre”, cuando el Rey de la sonrisa tan grande como sus orejas mandó matar a otro en nombre de la paz.
Sin embargo a los aldeanos del mundo les han mentido tanto, que ya no creerán en el muerto hasta que vean el cadáver.




Moraleja:
              Si como el pastorcillo que grita: ¡viene el lobo! engañas los aldeanos sin mesura, con celo cuida Rey el trono porque tu cetro quemarán en la basura.

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