viernes, 5 de agosto de 2011

Hablando de bueyes perdidos

El día que casi creo en la existencia de dios

Ángel Juárez Masares

Serían las seis cuando terminamos de cargar las maderas en la vieja Mehari de mi Amigo. Los tirantes sobresalían como un metro y medio de la frágil caja de plástico, y a falta de un trapo rojo colgamos una botella de “Jane” del palo más largo para que oficiara de advertencia.
El “Pato” conservaba secuelas de la tortura física que lo acompañarían hasta la muerte;  no podía levantar los brazos por encima de sus hombros, y menos aún cargar cosas pesadas. Era en esas ocasiones cuando yo hacía las veces de peón.
Hablando de bueyes perdidos llegamos a la casa del destinatario, un hombre que pretendía agrandar un galpón para meter bajo techo “aunque sea la cabina” de su camioneta “Internacional”. Desatamos la carga y el hombre comenzó a bajar las pesadas maderas como si fueran escarbadientes, apilándolas en la vereda. Hecho esto, se fueron al fondo del terreno donde mi Amigo le daría algunas instrucciones acerca de la obra. Yo me quedé enrollando las sogas que habían sujetado las maderas, y entonces lo ví. Estaba sentado en una silla de ruedas en la vereda de la casa de enfrente. Tenía el torso inclinado hacia la derecha; la mirada perdida en un punto del espacio, y un hilo de baba resbalaba por la comisura de su boca. Terminé de guardar las piolas y me senté en la camioneta a observar ese hombre. No se movía. Pasaron algunos gurises para sentarse unos metros más abajo y abrir una “ceibalita”, pero el hombre no se movió. De pronto un golpe de viento agitó un par de veces la bufanda blanca que colgaba de su cuello, y otra ráfaga hizo que resbalara al suelo. Tampoco el hombre se dio por enterado. La prenda quedó allí, a sus pies, como un pequeño perro arrollado y friolento.
Mi Amigo y el hombre venían desde el fondo del terreno. En la vereda encendieron un par de cigarrillos y hablaron otro rato, seguramente de algunos detalles del trabajo. El hombre sacó unos billetes del bolsillo y pagó las maderas; se dieron la mano, y escuché que mi Amigo le decía: -cualquier cosa que se le complique, me llama y le doy una mano.
-¿Viste eso?- le dije cuando hubo ocupado su lugar frente al volante.
El miró al hombre inclinándose un poco y quedó así. La mirada inexpresiva; nada en su rostro dejó traslucir sentimiento o reacción alguna. De pronto se bajó de la camioneta y cruzó la calle, recogió la bufanda-perro y se la enrolló al hombre en su cuello con extremo cuidado.
Volvimos sin hablar. Pero ambos sabíamos quién era, y qué papel había jugado ese inválido en la vida de mi Amigo y en la de otras personas.
El no sacó el tema, y yo sabía que no lo haría, porque mi Amigo había regresado sin odios de 10 años de cárcel (que incluían seis meses en el fondo de un aljibe seco). Por eso había sido capaz de recoger la bufanda y abrigar a quien durante varios meses lo había torturado en el Cuartel General Luna, en el mismo lugar donde hoy –devenido en Terminal de ómnibus- los padres despiden a los hijos cuando se van a Montevideo a estudiar. Donde el enamorado espera a que el ómnibus se pierda calle abajo con la mujer de sus sueños en la ventanilla. Donde los ómnibus estacionan sobre la misma tierra que sirvió de “cancha” para el plantón, el culatazo cobarde, y la capucha humillante. Donde algunas señoras hacían sus compras atentas a las ofertas de carteras y zapatos, sin imaginar que bajo sus pies, en un sótano infame, la picana eléctrica fue herramienta de suplicio.
La carpintería nos recibió con su fragancia de madera de pino, y no pude evitar tomar un puñado de viruta para  meter la nariz en busca de más sensaciones, cosa que solía hacer con frecuencia y que al “Pato” le provocaba una sonrisa.
Aprontamos el mate, y mientras El medía unas tablas y cantaba algo de Serrat, yo no podía dejar de pensar en el hombre de la silla. Sobre todo por un pensamiento que se cruzó fugaz por mi cabeza cuando lo vi en la vereda: “¡Caramba!... ¿será que Dios existe?”…

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