La indefinible frontera entre la justicia
y la venganza
Ángel Juárez Masares
Que un hombre esté en una cárcel durante
12 años y salga sin odios, es algo que nunca entendí, ni entenderé. De todas
maneras ya he relatado muchas historias de mi Amigo y sus recursos para
mantener la cordura durante esos años.
Les recuerdo que el hombre de marras
había “caído” por pertenecer a la “resistencia intelectual” en la última
dictadura uruguaya, y poseer en su biblioteca material “subversivo”. Jamás tuvo
un arma, pero sin duda algún civil de los tantos que “asesoraban” a los
militares allá por años ’70, sabía que “non ay lança que pase todas las
armaduras, nin que tanto traspase commo las escrituras”, cita de los
“Proverbios Morales” de Rabbi Don Sem Tob.
No buscaré hoy en mi memoria historias
de la cárcel, contadas en largas noches de asado y vino, o en los últimos meses
que pasé al lado de su cama de hospital, cuando los dos sabíamos que se estaba
muriendo. Solo quiero recordar que nunca vi a nadie morir con tanta dignidad;
jamás una queja, nunca una alusión al dolor que deformaba su cuerpo.
Hoy quiero hablar de la venganza. “Mal que
se hace a alguien para castigarlo y reparar así una injuria o daño recibido”,
dice mi Pequeño (y desvencijado) Larousse Ilustrado que vive acá, a la derecha
del teclado todopoderoso.
Como entrar en la diversidad de estados
que componen la condición humana sería imposible, primero por su complejidad (y
falta de capacidad para hacerlo), y luego por improcedente en este caso,
trataré de hablar de la venganza desde lo cotidiano, porque además, en lo
cotidiano es donde mas se manifiesta ese sentimiento, tan estrechamente
emparentado con la justicia; palabra que inventamos para “reparar una injuria o
daño recibido”.
Claro que públicamente no nos está
permitido reconocer nuestro deseo de venganza, y por eso lo maquillamos de
justicia. Por eso quizá muchos de ustedes no avalen lo antes dicho ante sus
semejantes, pero seguro también habrá quienes lo aprueben en silencio.
Si vamos al fondo de la historia,
veremos que la famosa “Ley del talión”, se refiere a un principio jurídico de justicia retributiva en el que
la norma imponía un castigo que se
identificaba con el crimen cometido.
Históricamente, constituye el primer
intento por establecer una proporcionalidad entre el daño recibido en un
crimen, y el daño producido por el castigo.
¿Se trataba entonces de poner en
práctica la justicia?, o en realidad se estaba procurando “civilizar la
venganza”.
Tampoco se puede negar que multitud
de ordenamientos jurídicos se han
inspirado en la ley del talión, especialmente en la Edad Antigua y
en la Edad Media.
Aunque pudiera parecer una ley primitiva, el espíritu de esta era proporcionar
la pena en cuanto al delito, y con ello evitar una respuesta desproporcionada
por la venganza. La aplicación de la pena, con barbarie, a lo largo de los
siglos, no implica un defecto de la ley, sino un defecto de los aplicadores.
Mi Amigo nunca quiso matar los hijos de
los arquitectos del terror, y no se permitió albergar el odio, “por una
cuestión de bienestar espiritual”, solía decir, y agregaba, “prefiero dejarle
lugar a otras cosas”. Muchas veces lo escuché decir lo mismo, y aunque no
alcanzara a comprenderlo jamás dudé de su palabra, porque si uno no cree en la
palabra de un Amigo está perdido.
Tiempo después admití que no soy como mi
Amigo muerto, y que si bien por puro egoísmo tampoco le hago lugar al odio, en
alguna parte de mi anida la venganza en su mas puro estado primordial. Está
ahí, como una célula atrofiada que no se reproduce pero vive.
¿Cuanta gente anidará dentro suyo la
venganza? ¿Cuántos se animan a buscarla? ¿Cuántos habrá que lo reconozcan?
Quizá alguien se detenga un momento y la
busque, pero cuidado, que no la disfrace de justicia.
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