sábado, 28 de junio de 2014

El disparo que acabó con Europa



Regreso a Sarajevo en el centenario del asesinato del archiduque de Austria.



Enric  González/Sarajevo



La historia del mundo descarriló aquí, en esta pequeña esquina de una ciudad remota. Un joven tuberculoso disparó contra un archiduque y Europa, la vieja Europa, cayó herida de muerte. El día 28 de junio se cumplen 100 años del atentado de Sarajevo, detonante de la Primera Guerra Mundial y de las gigantescas catástrofes del siglo XX. De ese conflicto surgieron la revolución soviética, la humillación alemana que condujo al nazismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría. ¿Podía haberse evitado todo eso? Quizá sí, pese al belicismo dominante y a la decadencia de los imperios austríaco, otomano y ruso. Incluso el atentado podía haber quedado en nada: el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austrohúngara, murió por una extraordinaria cadena de errores y casualidades. Las cosas podrían no haber sido así. Pero lo fueron. Y aún pagamos las consecuencias.

El lugar donde empezó el mundo de hoy, Sarajevo, era en 1914 una ciudad provinciana y de aspecto apacible. Sigue siéndolo. El aspecto, sin embargo, siempre ha resultado engañoso. Entonces hervía de nacionalismo. También ahora. Hace sólo 20 años, constituía una temeridad acercarse a esta esquina junto al río Miljaka: los francotiradores serbios la mantenían encañonada de forma permanente. Los turistas que estas semanas se congregan en la esquina para saborear una dosis de historia muy, muy simplificada («aquí mataron al emperador de Europa y comenzó la Gran Guerra», explica una guía japonesa antes de pasar a otro asunto) pueden llevarse a casa una idea errónea tras tomar unos cafés turcos en la apacible Carsija, el bazar otomano, comprar unos souvenirs hechos con vainas de artillería utilizadas durante el asedio (1992-1996) o pasear por las elegantes calles que urbanizaron los austríacos. Pueden pensar que han echado un vistazo al pasado. En realidad, no es pasado. En Sarajevo, como en otros lugares de Europa, la historia se cierne sobre el presente y susurra amenazas.

Empecemos por un principio cualquiera. Un día de otoño de 1908, por ejemplo. El niño Gavrilo Princip, de 14 años, nacido en la aldea de Obljlaj, hijo de un humilde cartero rural, estudia en Sarajevo gracias a un tremendo sacrificio económico de su familia. La noticia de que Austria-Hungría se ha anexionado Bosnia inflama el alma nacionalista de Princip y sus compañeros serbios en el instituto. Viena ya se ocupaba de administrar Bosnia, nominalmente territorio otomano, desde el Tratado de Berlín (1878), pero la anexión fue asumida como un insulto por los serbios. Serbia obtuvo la independencia frente a Estambul en 1867, y desde entonces soñaba con establecer una Gran Serbia (o Yugoslavia, el país de los eslavos del sur, en la terminología más ecuménica) que incluyera a todos los eslavos que habían quedado fuera de sus fronteras, en el mosaico balcánico que el Imperio Otomano iba dejando al descubierto con su retirada. Para el nacionalismo serbio, los croatas católicos y los bosnios musulmanes eran también serbios que aún ignoraban serlo.


Expulsado del instituto por su rebeldía, en 1912 Princip se trasladó a Belgrado. No había en el mundo una ciudad más inflamada. El nacionalismo serbio glorificaba una vieja derrota de 1389 en la que el príncipe Lazar fue vencido por los turcos en el Campo de los Mirlos de Kosovo. También glorificaba, como héroe de ese día (15 de junio en el calendario juliano, equivalente al 28 de junio en el actual calendario gregoriano), a Milos Obilic, que logró infiltrarse en el campo turco y asesinar al sultán Murad, antes de ser descuartizado por sus guardaespaldas. El magnicidio suicida, conviene recordarlo, formaba parte de la tradición nacional serbia. La memoria del héroe Obilic fue invocada durante la terrible noche del 11 de junio de 1903, cuando un grupo de militares asaltó el palacio real (un caserón lóbrego y sin luz eléctrica) y asesinó, destripó y arrojó por la ventana al rey Alejandro Obrenovic de Serbia y a su esposa. El jefe de los conspiradores, Dragutin Dimitrijevic, más conocido como Coronel Apis, obtuvo una posición de privilegio bajo el nuevo rey, Pedro Karajorjevic: jefe de los servicios secretos. Apis utilizó una red de organizaciones clandestinas con nombres de opereta (la Mano Negra, Unión o Muerte) y alta capacidad mortífera para fomentar el expansionismo serbio, con frecuencia al margen del gobierno civil del radical Nicola Pasic.
 
Llega la mano negra

En esa Belgrado, mayoritariamente analfabeta, dominada por el culto al ejército y por la efervescencia nacional, Princip, que ya militaba en la organización proserbia Joven Bosnia, se adhirió probablemente a la Mano Negra. No hay certezas, porque la secretísima Mano Negra no guardaba registros de afiliados. Él y otros muchachos de su edad, casi todos menores de 20 años, empezaron a soñar con un atentado suicida que demostrara ante el universo la fuerza de su pasión nacionalista. Eran jóvenes, castos, casi abstemios, y estaban convencidos de encarnar la razón y la justicia frente a la maldad intrínseca del imperio. Se parecían bastante al grupo que el 11 de septiembre de 2001 inauguró en Nueva York, con una matanza, el siglo XXI.

El imperio concedió a Princip y sus amigos una oportunidad magnífica, al anunciar que el archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona, visitaría Sarajevo el 28 de junio de 1914. La elección de la fecha no podía ser mejor, o peor, según el punto de vista. Era el aniversario de la batalla del Campo de los Mirlos y de la heroicidad del asesino suicida Milos Obilic. Y hacía casi exactamente cuatro años desde que, el 15 de junio de 1910, el joven serbio Bogdan Zerajic intentó matar al general austríaco Marijan Veresanin y, tras fracasar, se suicidó de un tiro. Gavrilo Princip acudía a menudo al cementerio para depositar en la tumba de Zerajic unas flores, robadas de alguna cercana.

El imperio austrohúngaro, rígido y protocolario, estaba llegando al final del camino. Viena se había visto obligada a compartir la corona con Budapest, sentía la presión de su joven hermano, el imperio alemán, y apenas podía contener la constante conflictividad de los Balcanes, un territorio que no podía perder si no quería perder con él sus accesos al Mediterráneo. El emperador, Francisco José, llevaba casi 66 años en el trono y era un hombre viejo y cansado. Su familia había sido destruida por una sucesión de tragedias: su esposa Isabel, más conocida como Sissí, murió asesinada en 1898; su hijo Rodolfo se suicidó (o fue suicidado) en Mayerling, en 1889; su hermano Maximiliano fue fusilado en México en 1867; su otro hermano, Carlos Luis, murió en 1896 de tifus por beber agua contaminada del río Jordán. Le quedaba su sobrino Francisco Fernando, hijo mayor de Carlos Luis, designado como heredero. El emperador no soportaba a Francisco Fernando: por haberse casado con una semiplebeya, por su carácter bravucón, por su continuos sarcasmos contra los húngaros y, en último extremo, porque habría preferido como heredero a otro sobrino, Otón, dos años más joven que Francisco Fernando y un poco más inteligente.

Francisco Fernando era meticuloso. Tenía esa virtud. Anotó en sus cuadernos de caza cada una de las piezas cobradas en su vida: exactamente 272.439. Habría que añadir una más, la última, que no tuvo tiempo de anotar. Fue un gato al que disparó desde su coche, ya en Sarajevo.

El heredero sabía que la visita a Sarajevo entrañaba peligros. Pero decidió ir porque allí, en la remota y asilvestrada Bosnia, su esposa Sofía, la semiplebeya, no iba a ser obligada a comer en mesa aparte y a colocarse al final de la comitiva. Llegaron a la capital bosnia el 27 de junio, por separado (él en barco y luego en tren, ella en tren directo desde Viena), y se alojaron en el Hotel Austria, en el arbolado distrito de Ilitza, a las afueras de Sarajevo. Antes de acostarse hicieron una visita privada al bazar otomano, en uno de cuyos comercios coincidieron por casualidad con un atónito Gavrilo Princip. El Hotel Austria fue un hermoso establecimiento. Aún existe. Sus últimos clientes fueron cascos azules de la ONU en los años 90. Ahora, la suite imperial está llena de escombros. El hotel, a la espera de rehabilitación o demolición, pertenece a una sociedad vinculada a Bakir Izetbegovic, hijo de Alija Izetbegovic, presidente bosnio durante el asedio. Bakir es uno de los tres presidentes rotatorios, el correspondiente a la parte musulmana, de la contemporánea y disfuncional Bosnia tripartita.

El día decisivo comenzó sin incidentes, con una visita a un cuartel. A partir de ahí, sólo la tragedia del asesinato y la posterior hecatombe bélica impiden interpretar la sucesión de acontecimientos como una disparatada comedia cómica. Había seis conspiradores, con pistolas y bombas facilitados en Belgrado por agentes del coronel Apis, apostados cerca del cuartel y a lo largo de la avenida Appel, contigua al río. Ese era el camino que la comitiva imperial (cuyo itinerario había sido publicado por la prensa) debía seguir para llegar al ayuntamiento. El primer aspirante a asesino, Mehmed Mehmedbasic, el único musulmán del grupo, disponía de una bomba pero el archiduque ya había pasado de largo cuando logró sacarla del bolsillo. El segundo, Vaso Cubrilovic, de 16 años, no se atrevió a actuar. El tercero, Nedelko Cabrijnovic, no tuvo en cuenta que había que esperar 10 segundos tras activar el detonador y su bomba, arrojada a toda prisa, rebotó en la capota plegada del suntuoso coche Gräf & Stift en que viajaba el archiduque, rodó por la calle y acabó estallando bajo otro coche. Eran las 10 y 10 de la mañana. Entonces Cabrijnovic quiso suicidarse, según lo previsto. Pero el cianuro no le hizo efecto. Se arrojó al río, pero el río estaba seco. Fue detenido en cuestión de minutos, aún atontado por la costalada contra el lecho del Miljacka.

'¡Es indignante!'

La comitiva llegó al ayuntamiento. Era un edificio alegremente excéntrico, con toques de estilo mozárabe, una de las muchas obras públicas realizadas por los austríacos. Ese edificio fue años más tarde utilizado por los nazis y cubierto con una gigantesca esvástica. Aún más tarde se convirtió en biblioteca. Las fuerzas serbias de Radovan Karadjic lo destruyeron con bombas incendiarias en 1992. Una mañana invernal de 1995 visité las ruinas, cubiertas de nieve: cuesta hacerse idea de tanta desolación, tantos libros quemados, tanta nieve sucia. Ahora ha sido restaurado y es prácticamente idéntico al que acogió en 1914 a un archiduque furioso: «¡Señor alcalde! ¡He venido de visita y me han arrojado una bomba! ¡Es indignante!». Tras el atentado, lo normal habría sido abandonar Sarajevo sin perder un instante. Francisco Fernando, sin embargo, quiso quedarse. Se decidió cambiar la ruta prevista porque el archiduque deseaba acudir al hospital para visitar a los heridos por la bomba.

Entretanto, los otros tres aspirantes a asesinos vagaban cariacontecidos por la avenida Appel, tras ver pasar como un cohete el coche del archiduque camino del ayuntamiento. Habían fracasado. No tendrían otra oportunidad. Gavrilo Princip se acercó a una tienda de comestibles, Schiller, quizá para comer algo. No contaba con la torpeza del protocolo austrohúngaro: el archiduque anunció al alcalde que quería ir al hospital, el alcalde comunicó al gobernador el cambio de recorrido, y el gobernador informó a los jefes de la escolta, pero a nadie se le ocurrió hablar con los chóferes. El conductor del Gräf & Stift enfiló Appel y al llegar a la altura de la tienda Schiller dobló por una callejuela, según el itinerario inicial. El gobernador Oskar Potiorek, que viajaba en el automóvil del archiduque, le ordenó parar y dar marcha atrás para seguir por Appel. Gavrilo Princip se encontró, atónito, con que tenía ante sí el coche detenido y al emperador a metro y medio de distancia. Sacó la pistola. No podía fallar. Y, sin embargo, podía haber fallado, porque volvió la cabeza y cerró los ojos. No sabía dónde apuntaba. La primera bala entró por el cuello de Francisco Fernando. La segunda alcanzó a Sofía, su esposa, en el abdomen. Ambos permanecieron quietos y parecían ilesos. Cuando empezó a brotar la sangre, el archiduque musitó «no es nada, no es nada, no es nada». Fueron sus últimas palabras. Eran las 10.48. Ambos estaban muertos al cabo de unos minutos.

Gavrilo Princip fue detenido y golpeado por la multitud. En los días siguientes se desató en Sarajevo un violento pogromo contra los serbios, precedente de las matanzas étnicas que caracterizaron Bosnia durante el siglo XX.

En octubre, ya en plena guerra, 17 conspiradores fueron sometidos a juicio por un tribunal austrohúngaro. A solo tres, Danilo Ilic (delegado de la Mano Negra), el maestro Veljko Cubrilovic (uno de los organizadores) y Mihaijlo Jovanovic (quien había guardado las armas hasta el atentado), se les condenó a muerte y ahorcó en 1915. Gavrilo Princip, que no había cumplido aún 20 años, edad mínima para la ejecución, recibió cadena perpetua y murió de tuberculosis en 1918.


Ultimátum inaceptable

Pero antes de eso se había desatado el forcejeo diplomático que condujo inexorablemente a la guerra. Austria-Hungría, convencida de la responsabilidad serbia, lanzó un ultimátum a Belgrado de contenido inaceptable, a juicio de los embajadores de Francia y Gran Bretaña. ¿Era responsable el gobierno de Belgrado? No, el plan había sido autorizado por los servicios secretos del coronel Apis (ejecutado en 1916 por los serbios en un juicio-farsa). ¿Conocía con antelación el plan el gobierno de Belgrado? Sí. Hay una prueba decisiva: Belgrado informó a Viena de que existía un plan para matar en Sarajevo al archiduque. Ese detalle de la información compartida, conocido décadas después gracias a las memorias de diplomáticos de la época, no fue divulgado en su momento porque comprometía a los serbios y dejaba en ridículo al imperio.

¿Se podía haber evitado la guerra? Tal vez sí. El viejo emperador Francisco José intuía las consecuencias internacionales de una guerra con Serbia. Pero sus generales y su principal aliado, el emperador alemán Guillermo, le convencieron de que, pese al complejo sistema de alianzas, las otras potencias permanecerían al margen o actuarían de forma simbólica. Finalmente, el emperador declaró la guerra a Serbia el 28 de julio de 1914, mientras el presidente de Francia y el zar de Rusia estaban reunidos en San Petersburgo. Francisco José dio el paso definitivo hacia el desastre con una frase cargada de fatalismo: «Si la monarquía debe perecer, que perezca al menos decentemente». Francia, principal prestamista de Serbia, declaró la guerra a Austria-Hungría. Rusia se alineó con sus hermanos eslavos del sur. Alemania acudió en auxilio de Austria-Hungría. Gran Bretaña cumplió sus compromisos con Francia y Rusia, e Italia se sumó a los imperios centrales. La decencia con que pereció Austria-Hungría costó 14 millones de cadáveres.


Donde estaba la tienda de comestibles Schiller hay ahora un pequeño museo que guarda objetos relacionados con el atentado. Casi todos son falsos. Para conmemorar el centenario se han instalado en la fachada dos grandes fotos, una del archiduque, otra de Princip. En Sarajevo, donde apenas quedan serbios (se han trasladado a las montañas de la fantasmagórica República Srbska) y donde florecen las mezquitas y el integrismo islámico, gracias a las donaciones saudíes y de otros países musulmanes, molesta la imagen de Gavrilo Princip. El magnicida de 1914 fue glorificado durante el mandato del mariscal Tito, la era dorada de Yugoslavia, e incluso se dio su nombre al puente contiguo al lugar del atentado. Ya no. Tras las guerras de los años 90, Princip es asociado en Sarajevo con el terrorismo serbio y el recuerdo del imperio austrohúngaro evoca, en cambio, una especie de Unión Europea primigenia. El puente vuelve a llamarse Latino y la tumba de Princip, en el cementerio de San Marcos, está descuidada y sin flores.

«No habrá ceremonias unitarias para conmemorar los 100 años del atentado: Gavrilo Princip es un héroe para los serbios y un terrorista para los bosnio-croatas y los bosnios musulmanes». Quien hace el comentario, con cierta pesadumbre, es serbio. Un serbio muy especial. Se trata del general Jovan Divjak, que dirigió la defensa de Sarajevo entre 1992 y 1996, lo que duró el asedio serbio. En Belgrado le odian. Él, a cargo ahora de una ONG que trabaja por la integración educativa, dice que cumplió con su deber. «Todos tenemos héroes, todos nos sentimos víctimas», comenta, «las cosas no han mejorado desde 1914 y, en especial, desde las guerras de los años 90. Las tres grandes comunidades permanecen separadas. Se aplaude a los criminales de guerra. La administración no funciona. Somos un protectorado y la Unión Europea no sabe qué hacer con nosotros». Divjak hace una pausa. «¿Sabe cómo lograron reconciliarse Francia y Alemania? Utilizando el mismo libro de historia en las escuelas francesas y alemanas. Eso, aquí, de momento es imposible. Y la historia, está demostrado, tiende a repetirse».




Extraído de: http://www.elmundo.es/

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