Uno de los tantos artículos que se publicaron ante la muerte de El Sabalero:
El agua a los pies
Por Fernando D´addario
Quienes lo conocían –pero no tanto– solían bromear sobre el presunto sentimiento de indefensión que debía sufrir El Sabalero viviendo en Grolingen. De lejos, parecía una tortura autoinfligida para potenciar una melancolía que ya le venía dada en su mapa genético. Pero el tipo, que cumplía con creces las coordenadas indispensables para el más exigente uruguayómetro, decía sentirse a gusto en esa localidad del norte de Holanda porque al igual que en su pueblo, Juan Lacaze, tenía “el agua a los pies”. Agregaba, como si lo empujaran a justificar su extraño aclimatamiento europeo, que el holandés típico era (como se supone que es también el uruguayo típico) “sencillo y austero”. Más de un uruguayófilo porteño (porque está claro que esa devoción acrítica por la cultura oriental sólo se consigue de este lado del charco) hubiese pagado para verlo en acción: hablando en holandés de corrido, cocinando para sus botijas y para su mujer, siguiendo la campaña del Ajax en la Champion League. Había una paradoja en la conexión que El Sabalero establecía con su público rioplatense; sus canciones provocaban en los fans una especie de nostalgia ajena, una sensación de desarraigo –aun para aquel que no salió nunca de su departamento en Buenos Aires– que tal vez él ya había naturalizado hacía tiempo. El sortilegio funcionaba. Será que en ese puñado de letras había bastante más que una distancia física marcada por el exilio. Acaso no nos habíamos dado cuenta de que El Sabalero ya era viejo (y/o sabio) a los 20 años, mucho antes de las derrotas de su generación. Mucho antes de que –sin consultarle nada– la vida confiara su figura pública a los dictados de la añoranza profesional. Recién ahora, que se murió, podemos decir que lo vamos a extrañar en serio.
Diario Página/12 (Argentina)
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