sábado, 29 de enero de 2011

De cómo los “Segundos” serán siempre segundos, y de la fatuidad de pretender ser primeros pisando a los de abajo


Ángel Juárez Masares

Había una vez en una pequeña comarca, un Señor feudal que reinaba sobre su pueblo desde un coqueto y antiguo palacio.
Pero como también en los cuentitos medievales el Señor tiene derecho a descansar de las tribulaciones a que es sometido diariamente en la dura tarea de gobernar, retiróse a sus propiedades en la campiña, y dedicóse a corretear alegremente en sus caballitos que tanto amaba (a los que sus palafreneros solían atarles la colita por pura diversión).
Naturalmente la comarca no quedó sin gobierno, pues el Señor dejó a cargo a su Segundo que, como suele ocurrir siempre con todos los segundos, por más que se apresuran jamás llegan a minutos. Es decir, ante cualquier contingencia preocupante, allá salía un chasque hacia el retiro del Señor (porque Nokia aún no había inventado los celulares).
Pero aún en aparente calma, en los intrincados salones de Palacio las intrigas y disputas por pequeñas parcelas de poder movían las pasiones humanas a su antojo.
Conocimos entonces, que la junta de notables que –teóricamente debía controlar los pasos del Señor- se había condolido de un Escriba despedido por el Rey y lo había acogido en su seno. Tratábase de un pobre hombre que se había pasado la vida entera yendo cada día, bajo lluvia, nieve granizo, sol quemante, o la presión en 1008 hectopascales, a recitar en el ágora los bandos que le dictaba el otro Escriba, el del Señor.
Tenía este desgraciado ser la particularidad de caminar, sentarse, e incluso dormir con los codos hacia fuera, porque -según aseguraba el vulgo- le quedaron así de no permitir que nadie se sentara a su lado para cuidar su puesto (hoy la psicología le llama “baja estima”).
Sin embargo, como la vida es prostituta y te cobra igual aunque no la uses, el pobre escriba ahora se flagela a solas en sus tristes aposentos pensando en las alegrías que se negó, y en las que le negaron los Monjes llenándole de miedo sus años infantiles.

Moraleja:
Es mucho más beneficioso y placentero “empinar el codo”, que utilizarlo para desplazar al prójimo.

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