sábado, 19 de febrero de 2011

Descubriendo la obra de Gustavo Adolfo Bécquer

Ángel Juárez Masares


Dicen que muchas veces el alumno supera al maestro, pero si esa aseveración contiene algo de verdad, también podríamos decir que muchas veces una obra supera al autor.
Tal sería entonces el caso que hoy nos ocupa, porque ciertamente cuando se habla del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (nacido el 17 de febrero de 1836, y fallecido el 22 de diciembre de 1870) inmediatamente la memoria nos lleva hacia sus “Rimas”.
Sin embargo es bueno recordar que manejó la prosa como pocos, imprimiéndole a su obra un singular vuelo poético además de una incomparable dosis de imaginación y creatividad.
Trataremos hoy de sintetizar algunos pasajes de “La creación”, obra en la cual “Brahma es el punto de la circunferencia, de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni tendrá fin.
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, la Maya flotaba a su alrededor como una niebla confusa, pues, absorto en la contemplación de sí mismo, aún no había fecundado sus deseos.”
Más adelante dice que “Brahma hizo brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos que nadan en el rayo de sol que penetra por entre las copas de los árboles.
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres destinados a entonar himnos de gloria a su creador. Los gandnharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó el Edén, con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su santuario en la cúspide.”
Avanzando en la lectura nos encontramos con que estos seres bulliciosos, traviesos, e incorregibles, comenzaron por hacerle gracia a su creador, pero como todos los chiquillos terminaron por fastidiarlo. Brahma entonces se apeó del cisne que –como un corcel de nieve lo paseaba por el cielo- dejó a la turbamulta de gandnharvas en los círculos inferiores y se retiró al fondo de su santuario, cerró la puerta con dos vueltas de llave y se entregó a la alquimia.
Sin embargo el retiro del Señor propició que los chiquillos lograran introducirse al laboratorio donde Brahma tenía diseminadas vasijas y redomas de todos los tamaños y colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas, yacían confundidos con hombres a medio moldear, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos con fórmulas mágicas, y en el medio del aposento en una gigantesca marmita, hervían mil y mil ingredientes sin nombre de cuya sabia combinación habían de resultar creaciones perfectas.
“Pintar la escena que pronto se verificó en aquel momento sería imposible.
Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro, luego se atrevieron a tocarlos, y al final terminaron por no dejar títere con cabeza.
Echaron pergaminos en la lumbre para que sirviera de pasto a las llamas; destaparon redomas, no sin quebrar algunas; removieron las vasijas derramando su contenido, y después de oler, probar, y revolverlo todo, los unos se colgaban de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se subían por las osamentas de los gigantescos animales cuyas formas no habían agradado al Señor. Arrancaron hojas para hacer mitras de papel, se colocaron los compases entre las piernas a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas.
Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.
Allí Mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, y el dolor y la alegría, la fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo; y revolvieron los principios de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, confundiendo en el mismo brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte.
Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, y metiéndola en el líquido, fue a inclinarse en el abismo sin fondo y sopló, y apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado en los polos, que volteaba medio de ganchete con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presurosa, con aspiraciones de dios y flaquezas de barro; un mundo absurdo, disparatado, inconcebible, en fin, nuestro mundo.
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, lo saludaron con una inmensa carcajada que resonó en los ocho círculos del Edén.”
Al final de este alarde de imaginación literaria, Bécquer cuenta que cuando Brahma descubrió lo que había hecho los gandnharvas, se enojó mucho y levantó la mano para destruir aquella deforme creación, pero uno de los más traviesos se arrojó a sus pies implorando: “!Señor, Señor, no nos rompas nuestro juguete!”.
Dice que entonces Brahma accedió, “porque nada hay más temible que las manos de los chiquillos; en ellas, el juguete no puede durar mucho”.

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