De cómo los pueblos deben estar prestos a erradicar una simple enfermedad, antes que la misma se transforme en una plaga
Ángel Juárez Masares
Había una vez en una pequeña comarca, un Señor feudal que reinaba sobre su pueblo desde un coqueto y antiguo palacio.
Muchas son las historias que se han trasmitido a través del tiempo, escritas unas veces, y otras relatadas por los ancianos en largas noches invernales pasadas junto al fuego.
Conocimos así algunos pormenores de “las internas” de palacio, y de algunos episodios que tuvieron consecuencias posteriores, como el caso del llamado “año de los codos” (hoy podría ser “síndrome óseo” por ejemplo).
Ocurre que por entonces el Rey había dispuesto que cada lustro se renovara el mando comarcano, dándole oportunidad de regir el destino del pueblo a otro Señor feudal.
Sin embargo, lo que debía ser celebrado por la plebe y aceptado por los asesores del Señor, fue el detonante para que se desatara la peste. Todos los ocupantes del Palacio comenzaron a sufrir la rara enfermedad que poco a poco les fue dejando los codos hacia fuera de tanto empujar al próximo prójimo (nobleza obliga, esto es de Mario Benedetti).
Así andaban entonces los pobres lacayos caminando por pasillos y habitaciones tratando de conservar sus puestos a fuerza de codazos, a lo que pronto se sumó el “mal del serrucho”, patología consistente en cortar las patas de la silla del más inmediato para evitar cualquier tipo de competencia (acción que podía complementarse con intrigas y chismorreos).
Naturalmente esto fue en detrimento de las funciones que cada uno debía cumplir; pero el pueblo no se enteró porque estaba ocupado en las carreras de piraguas, las cantatas de músicos que venían con sus laúdes de todas partes, y las celebraciones por los doscientos años de la liberación morisca.
Moraleja:
“Una cosa es que te sientes a la puerta de tu casa a ver pasar el cadáver de tu adversario, y otra que seas tú el que proveas al adversario de cadáveres”.
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