De cómo la necesidad de recaudar monedas agudizó el ingenio de algunos acólitos del señor feudal
Angel Juárez Masares
Había una vez en una pequeña comarca un Señor feudal que reinaba sobre su pueblo desde un coqueto y antiguo palacio, donde al parecer todo era paz, concordia, y armonía.
Sin embargo, dura era la tarea del Señor, sobre todo en tiempos de cambio porque -como hemos anunciado- el noble decidió retirarse, y para ello debería dejar las arcas de palacio -por lo menos- con la misma cantidad de monedas de oro que tenían.
Recordemos que las celebraciones bicentenarias las habían dejado exhaustas (aunque en realidad casi todo lo pagó el Rey Joseph “El Feo” pero la ocasión venía bárbara para “blanquear” algunas cositas).
El asunto es que el Señor sentóse a pensar debajo de un nogal, y tuvo la fortuna que (cual Newton) cayóle una nuez en la testa (que estaba sin su yelmo Euskadi). El golpe, si bien leve, fue suficiente para despertar una idea genial: daría la orden al Caballero Tito Tivio –a la sazón encargado de ordenar el tránsito de Carruajes variopintos (como diría Sari) para que no dejara pasar ninguna infracción a las normas establecidas (asunto que a su antecesor, el Sr. Oveja, no le importaba demasiado).
Así fue que de pronto la aldea se vio conmovida. Envalentonados por el “poder” que ahora detentaban, los siervos salieron a las calles (algunos recibían monedas extras, y otros zanahorias).
¡A ver usted! –espetáronle a la viejita que vendía pasteles empujando su carro porque ni burro tenía- esa rueda no tiene grasa, ruido molesto: dos monedas.
¡Cómo que tiene que descargar esa agua en el Convento!... ¡Acá no se puede parar…caballo caga lacalle! (Fe de erratas: la calle)
¡Y no me importa si es agua bendita!: tres monedas.
¡Ese carro lleva cuatro aldeanos, pero es para dos!
¡Y no me importa si tres están enfermos y el otro ya es cadáver!: cuatro monedas.
Y así fueron recogiendo las monedas que faltaban, y que la gente pagaba con placer, ¡porque eran tan educados y gentiles los siervos!...
Claro que nada importaba que los carruajes de Palacio corrieran desenfrenadamente por el pueblo atropellando gatos, perros, viejas, y de paso algún niño, total, había tantos. Sobre todo los carruajes IX y el VII para los que no había tierra suelta que los detuviera.
Tampoco se cobraban monedas a quienes en la madrugada del día de guardar, pasaban frente a los siervos “a matacaballo” y empinando el codo, allá cerca del lago, donde habían desfilado los Caballeros festejando los dos siglos de la liberación morisca.
Moraleja:
Si quereis conocer a los siervitos, dales un carguito; pero si les tirais una monedita, te darán hasta la hermanita.
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