viernes, 17 de junio de 2011

De cómo se hizo justicia al darles a cada caballero de la Junta de notables, un ábaco para que aprendieran a contar



Ángel Juárez Masares
                                                                                                                                                                       
Verdad es que por la época que nos ocupa, la anarquía comenzaba a imperar en el coqueto y antiguo palacio desde donde se supone debía gobernar el Señor feudal, pero no menos cierto es que a esa altura el Amo se había desentendido de sus obligaciones comarcanas, y tenía su pensamiento puesto en uno de los sillones del Palacio de los Tribunos, allá, en la Aldea Grande. Pero esa es otra historia.
Lo que hoy nos ocupa tiene que ver con la Junta de Notables que -como hemos señalado en otras oportunidades- era un grupo de connotados Caballeros de noble enjundia, todos muy conocidos por su rectitud y Don de gentes, que dedicaban largas horas de su descanso a la noble causa de servir al pueblo. Recordemos que además debían dejar las ocupaciones personales que les permitían llevar el sustento a sus familias, para dedicar tiempo a solucionar problemas a las gentes de la Aldea.
Sin embargo estos servidores del pueblo tenían un grave problema. No sabían contar.
Jamás les alcanzaban las monedas con que el pueblo contribuía –a través de sus impuestos- para que todos los meses tuvieran una miserable compensación por sus desvelos.
Fue así que un día el joven Caballero de Maurizania tuvo una brillante idea y dijo:
-¡Démosle a cada uno de nuestros abnegados Notables, un ábaco para que aprendan a contar, y así no solamente podrán cumplir mejor sus funciones, sino que no se equivocarán más cuando presenten los gastos por viajes a otras tierras (que por otra parte no eran demasiado frecuentes, sólo cada vez que había pretextos para hacerlos).
Solía ocurrir que –al no saber contar- los pobres servidores públicos quedaban a merced de inescrupulosos mesoneros que les cobraban carísimo por alojarlos en hediondos cuartuchos, y servirles un plato de garbanzos hervidos. (Que era lo que consumían de acuerdo a sus espartanas costumbres).
-De esa manera -dijo sabiamente el Notable que lanzó la idea- estaremos en condiciones de enfrentar a quienes pretenden arrojar sombras sobre nuestra honestidad ¡Ábacos para todos, sea la consigna!
Puestos de acuerdo sobre la conveniencia de poseer tan moderno elemento, los Notables debían ahora abordar otros dos problemas nada menores; las habladurías del populacho, y el aprendizaje del complejo aparato.
Decidieron entonces desentenderse de la chusma, y dedicarse a estudiar el mecanismo infernal del alucinante contador. Todo fuera por la transparencia.
Preguntaron a los hombres más sabios de la aldea (que los había, pero estaban sin empleo) y estos sugirieron consultar el pergamino llamado “Liber Abaci” del gran Fibbonacci, además de interiorizarse por los dichos de Demónstenes y Heródoto, y los tratados sobre el tema del filósofo romano Boethius, pero como eso los superó, los Notables decidieron llamar a la Dama de Lurdes para que les enseñara a manejar los ábacos.
Cuentan que algunos lustros después, algunos escribas recogieron los versos que los Bardos dedicaron a esa epopeya del saber:

Diez filas de habas diz que tenían
los ábacos medievales,
diez filas a de diez diz que eran
de habichuelas infernales.
Contábanlas los Caballeros
y hacíanlo con cierto miedo,
finalmente y como el Amo
¡contaron usando el dedo!



Moraleja:
               Preferible es para una aldea, treinta y un Notables aprendiendo en un ábaco a contar; que un sólo Señor feudal… que sea experto en digitar.

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