viernes, 10 de junio de 2011

Editorial

Los invisibles
Aldo Roque Difilippo
Piense en una joven de 18, 20, o 25 años. Imagínese un rostro. Imagine la vitalidad, la vehemencia de esos 20 años. Imagine que está embarazada. Sus sueños, sus metas en la vida.  Siga imaginando que por la causa que fuere esa joven es detenida, encarcelada sin que intervenga ningún juez y no exista sentencia alguna. Imagine que durante su reclusión es sometida a toda clase de vejámenes, los mas aberrantes (seguramente se quedará corto de imaginación). Imagine que esa muchacha manifieste estar embarazada o que su embarazo sea notorio y difícil de ocultar. Imagine más, que sus captores se ensañan con esa condición, que no solo no les importa sino que aprovechan esa circunstancia como una suerte de aditamento para que el dolor y la humillación sea aun mayor. Imagínela desnuda, de pie en plena noche. Llorando en un calabozo, llorando en el piso de una camioneta rumbo a un lugar incierto donde parirá su hijo reducida a la expresión más infame de la cadena animal.
Si le quedan fuerzas, imagine a su hijo o hija en algún lugar oscuro, maloliente, e imagine a esa mujer y a otras intentando salvaguardar esa vida endeble. Imagine otras mujeres, viejas quizá, del otro lado de la reja preguntando ante la perversidad oficial que no les da nombre, que dice no saber de su paradero, que disfruta viéndolas recorrer cuarteles y oficinas.
Siga imaginando y se quedará corto: esa joven madre, detenida y presa por vaya a saber qué motivos, volverá a ser torturada sin una explicación lógica, como si la tortura tuviese explicación, justificativo o lógica.  Y seguramente se quedará corto porque en el momento de parir el hijo en algún lugar  maloliente o en la misma tortura habrá otros personajes, no precisamente uniformados, pero enfundados en túnicas blancas (aunque no inmaculadas) alguno de los cuales han jurado por Hipócrates que la vida es un valor supremo, pero ahora se esfuerzan por volver un calvario cualquier vida, la de la madre, la del hijo,  la de la abuela del lado exterior de las rejas…
Siga imaginando porque aún no ha terminado. Ese niño, ese animalito para el carcelero, estará un par de años con su madre y luego será derivado a otro lugar, a la casa de un familiar o a donde fuera, no importa, la orden debe ser cumplida sin dilación. Imagínelo tiempo después, sentadito en un banco frío junto a su abuela esperando por ver a su madre, a la que dicen es su madre y que no sabe por qué está ahí. Esperando mientras un uniformado, metralleta en mano, lo mira con desprecio.
Siga imaginando, porque aún queda más. Esa mujer, ayer joven madre, hoy mujer a secas, saldrá un día del presidio (algunas no tuvieron esa suerte), buscará a su hijo, a su compañero, a sus  afectos, e intentará recomponer su historia, pero solo encontrará miradas esquivas en la calle. Se le hará pesado conseguir trabajo. Se le hará duro explicar a ese niño, ahora púber, qué pasó, cómo paso.
No encontrará asistencia o cobertura médica que comprenda sus dolores y sus males, y quizá termine peleándose con el mundo por esa eterna condena de los que algunos llaman “guerra” pero de la que nadie pide perdón, de la que nadie reconoce errores, y mucho menos aquellos que ejercen el poder y pueden solucionar problemas domésticos como el sustento diario o la atención médica.
Si llegó a imaginar todo esto, seguramente, usted y yo nunca podamos dimensionarlo cabalmente. Ésta fue solo la peripecia de unas 80 mujeres que parieron sus hijos en la cárcel. Fue apenas la anécdota de unos 100 hijos que nacieron o crecieron en cautiverio, en las mazmorras de la dictadura cívico militar uruguaya, y que aún hoy nadie reconoce como víctimas. Que continúan siendo los invisibles de esta atroz historia nacional.

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