viernes, 23 de septiembre de 2011

Hablando de bueyes perdidos

Una mujer en el pretil
(o el cigarrillo que salvó
una vida)

 

Ángel Juárez Masares


La primera llamada de la central de Jefatura se lanzó a las 10:34 de aquella soleada mañana de setiembre. Pedía móviles de apoyo a bomberos en el estacionamiento del Hospital de Clínicas, donde una mujer sentada en la azotea amenazaba tirarse al vacío. Cuando llegamos, dos médicos y un oficial de policía ya estaban arriba, a prudente distancia, procurando convencerla de que no lo hiciera. Uno de los profesionales se había quitado su túnica blanca y estaba sentado en la cornisa, hablándole.
En la explanada, un numeroso grupo de policías mantenía a raya a los inevitables curiosos, y el personal de bomberos se movía discretamente manipulando una lona que recibiría el cuerpo de la mujer, si esta se lanzaba. De todas maneras, los seis pisos que mediaban entre la eventual suicida y los socorristas no garantizaba el resultado. Móviles policiales, de bomberos y unos camilleros completaban el paisaje. En Avenida Italia el tránsito fluía como todos los días, y no pude evitar pensar si existía una persona en alguna parte a quien  le interesara esa mujer.
Los buitres habíamos formado un semicírculo de cámaras en un lugar privilegiado y aguardábamos. En este caso, con la esperanza que la mujer no se arrojara, o por lo menos que si lo hacía no se matara (porque en ese caso también moría la nota).
Ahora el médico de la cornisa enciende un cigarrillo y se lo ofrece a la mujer, que lo rechaza. La tensión está allá arriba, porque abajo hablamos con los colegas de cualquier cosa, y los únicos que están pendientes del asunto son los camarógrafos y los fotógrafos.
Mala cosa ésta de tomar distancia del sufrimiento del prójimo, pienso mientras le pido a mi compañero que no se distraiga de lo que pasa arriba, y una vez más me justifico con el gastado argumento de los que andamos en estas lides: “actuar profesionalmente implica mantener las emociones alejadas de nuestro trabajo”. Sin embargo,  una cosa es decirlo y otra ponerlo en práctica, porque la imaginación se dispara y veo en esa mujer a todas las que padecen la violencia de algún marido o concubino castigador; o quizá le haya ocurrido lo peor que puede pasarle a un ser humano, es decir, que haya tenido que enterrar un hijo. Pudiera ser que la mujer se haya quedado sola. Tan sola que –aunque no tenga la intención de tirarse- decidió forzar esa situación para llamar la atención, lo que tarde o temprano la llevará al suicidio.
Arriba, el médico ha logrado acercase un poco más. Está tan cerca, que si ambos estiran los brazos se tocarían la punta de los dedos.
Abajo, alguien ríe burlándose de otro por el resultado de un partido de fútbol.
Arriba, el médico la ha convencido que le acepte un cigarrillo.
Abajo, ya no escucho  las chanzas por el tres a cero del domingo. Me concentro en lo que pasa en la azotea; pienso en la campaña antitabaco y en la paradoja que un cancerígeno cigarrillo salve una vida.
Arriba, el doctor estira el brazo en cuya punta imagino el pucho encendido; siento curiosidad por saber la marca y me avergüenzo por lo ridículo del asunto, pero no lo puedo evitar. Me consuelo pensando que medí  bien la distancia entre ambos, escribo “entre ambos”, y me surge “contendientes”… ¿por qué no? ¿Acaso no están compitiendo?...uno para matarse, el otro para evitarlo… ¿tiene derecho a evitarlo doctor?... Ahora la mujer toma el cigarrillo con la punta de los dedos; eso es lo que esperaba el oficial de bomberos a sus espaldas…tres pasos largos, casi tres saltos y la mujer desaparece del pretil.
Abajo, algunos curiosos aplauden, nosotros comenzamos a juntar cables y trípodes, el cigarrillo que enciendo retoma su condición de asesino, los colegas reanudan sus chanzas futboleras, los bomberos recogen sus bártulos, los camilleros ya se fueron (seguro se les acabó el turno), un policía llena un formulario. En un rato no quedará nadie aquí, solo el cuida-coches que luce un gorro de Danubio y tiene puesto un chaleco fluo a las once de la mañana.
Allá adentro, la mujer está dormida. Una buena dosis de sedante la sacará del mundo por unas horas mientras las nurses llenan otras planillas que la convertirán en estadística. Lo que la mujer ignora es que cuando despierte tendrá más problemas de los que tenía cuando subió al techo porque después de eso le “cambiarán la carátula”. Además del concubino le pegará el sistema.
Ahora no… pero algún día quizá volverá a otra azotea, cuando caiga en la cuenta que ni siquiera ha sido capaz de ocupar treinta segundos en el noticiero policial del mediodía.
Llaman del Canal. Un diputado quiere hablar sobre un Proyecto de Ley que –asegura- le afanaron. El auto rueda rumbo al Palacio Legislativo… ya nadie se acuerda de la mujer de la azotea. Tampoco yo.

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