Pienso, luego
existo… ¿o existo porque pienso?
Ángel Juárez
Masares
Algunos
hombres necesitamos rodearnos de objetos que nos hagan sentir cómodos en
nuestro hábitat. Objetos que muchas veces carecen de valor material y que –a la
vista de quienes estudian las conductas humanas- adquieren cierto significado
que tiene que ver con la existencia de cada uno. No estoy hablando del
“acumulador compulsivo”; me refiero a la gente común. Metido en un montón de
cosas a la vez, esta semana en mi taller reina el caos. Muchos libros se
bajaron de sus estantes y andan por cualquier lado; la mesa de dibujo está
llena de bosquejos destinados a la papelera, y las hojas aún en blanco
cubiertas de minúsculas astillas de madera de los lápices.
Sin embargo,
nada de eso me perturba. Todo lo contrario. Esta semana recordé la casa de la
abuela, donde había un mueble lleno de copas de cristal que jamás se usaron,
una lámpara de pie que nunca se encendía, y una “araña” de bronce que colgaba
del techo ahorcada por su propia cadena. Recordé la alfombra marrón con
arabescos borrosos por el paso de los pasos, y la mecedora que se adivinaba
bajo una funda blanca. Junto a la ventana, una caja de costura sobre la
“Singer” cerrada como un ataúd, y las cortinas que daban al patio interior
corridas sobre los antiguos vitraux.
Quizá
porque esas imágenes están ahí, en un recoveco de la mente aunque no aparezcan
con frecuencia, es que me gustan los libros tirados, los caballetes abiertos,
los soportes arriba de las sillas, las paletas “sucias”, los pinceles
conviviendo con la pipa y el tabaco, el mate encima de un catálogo de Cézanne.
Hoy me
atrinchero en las cuatro paredes de mi cueva-taller desde donde salgo cuando
quiero, a la mañana me saludan las tunas que viven en los ventanales, y me
escudo “hablando de bueyes perdidos”. Me gusta hablar de bueyes perdidos. Dejar
que el pensamiento vaya y venga a placer, sin ataduras, de un lugar a otro, de
una historia a otra, entreverado, abrazado con la imaginación, pateando irreverente
la mochila de recuerdos como si fuera la vieja pelota de trapo que hoy los
gurises no conocen. Sí…me gusta divagar sin ataduras, pensar que la vida es una
pelota de trapo que cada mañana me espera, ahí, entre las plantas del patio,
donde quedó la tarde anterior, para que la agarre a patadas y sepa que no me
asusta. Me gusta no respetar la sintaxis ni las mas elementales reglas
ortográficas, escribo…escribo recuerdos, pero no lo hago por ego, ¿a quien le
importan “mis” recuerdos? Lo hago por que sé que son comunes a la gente. En
algún lugar habrá alguien que mañana se levante dispuesto a patear la vida
“pa´delante”. Que buscará la de trapo en el jardín para “darle” con ganas,
porque de eso se trata.
Esa
“remera” está sucia, me dijo alguien un día. No
–respondí- está manchada de pintura.
Esos libros
están fuera de lugar, me dijo otra vez. No –respondí- están en “su” lugar.
Ese
caballete está “en el camino”. No –respondí- tú estás en el camino del
caballete.
Esa copa de
vino manchará la mesa. No –respondí- en todo caso la madera volverá a la
madera.
Esa pelota
de trapo romperá las plantas. No –le dije- las plantas no crecen si la pelota
no se mueve. Entonces tomé mis libros y la copa de vino, me puse “la de trapo”
abajo del brazo –como el “Negro” Obdulio en Maracaná- y me fui.
Por eso no
me gustan los armarios llenos de copas de cristal, porque están muertos, ni las
lámparas de pié que no se encienden, ni las mecedoras enfundadas, ni las arañas
de bronce colgando del patíbulo, ni las cortinas corridas sobre los vitraux.
Me gustan
los armarios que no cierran, las copas que se usan, se rompen, y se tiran
después que uno ha bebido en ellas, porque han cumplido su misión. Los libros
con las hojas dobladas, las páginas marcadas, y alguna tapa rota.
Me gustan
las ventanas abiertas, las tunas que espían hacia adentro a ver qué pasa, los
Amigos que se escriben con mayúscula, y las mujeres que usan la vida en lugar
de guardarla para después.
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