viernes, 31 de agosto de 2012

EDITORIAL


 
Aldo Roque Difilippo
 
 -¡Adiós patrón! ¿Cómo anda?
-¿Qué hacés acá?
-Acá andamos. La quedé –me contestó sonriendo, sentado en un costado del patio que el sol de agosto no lograba calentar. Que  tampoco lograba secar ropa, frazadas y colchones colgados por todos lados de uno de los patios internos de la Cárcel de Mercedes.
Entramos como lo habíamos hecho otras veces, ahora acompañando una delegación de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. El trato fue: -Fotos si, pero no le pueden hacer entrevistas a los presos.
Por lo tanto  los grabadores quedaron apagados en los bolsillos de los periodistas. Si bien esta vez no nos revisaron, los ojos de los uniformados –muchos ojos y en todos los rincones- siguieron nuestros pasos en esta recorrida. El muchacho –casi adolescente- que me tildó de “patrón” era el mismo que hasta hacía algunas semanas me daba los buenos días  cuando dejaba estacionada mi moto, y que al regresar yo devolvía ese gesto con algunas monedas que me habían sobrado. Incluso cuando no tenía monedas la frase era “vaya tranquilo, nomás” en esa familiaridad de dos personas que se ven seguido, que quizá intercambian algún comentario sobre el tiempo o el partido del domingo, que hasta pueden saberse mutuamente los nombres pero que no profundizan ni les interesa conocer  sus historias o peripecias personales. Yo en mi condición de conductor aceptando que el otro agradecerá las monedas por esos 5 o 10 minutos en los cuales vigiló mi moto. Él, en su condición de cuidacoches, asumiendo que su responsabilidad es recibirme con una sonrisa, y algún comentario para ganarse esas monedas. Y ahí queda todo. 
Por uno de los policías supe que “cayó” cuando fue detenido con algunos gramos de pasta base encima, y en su mirada de  adulto prematuro (aunque sus ojos se parecen mucho a los mis hijos o sus amigos) ví cierta resignación, cierto “qué se le va a hacer. Me tocó”.
Supuse y creo no exagerar, que ya lo habían golpeado, ya lo habían esposado, ya había llorado solo en un rincón, ya había  sufrido lo que yo con un par de décadas de vida de ventaja no había sufrido ni me  había imaginado.
Y me quedé pensando en eso, viendo como goteaba la ropa de todas las cuerdas que atravesaban ese patio húmedo, descascarado y mugriento. Me lo imaginé bajo la lluvia de los días previos, o durmiendo en ese colchón mohoso, tirado sobre el piso de hormigón tan o más húmedo que el patio, expectante ya que  en cualquier momento las cloacas pueden rebalsarse nuevamente y la materia fecal y todo lo imaginable entrará a la pieza pudriendo todo lo que toquen.
Me quedé mirándolo y el simplemente se limitó a sonreír.
Hacía menos de un año que habíamos entrado a la Cárcel de Mercedes acompañando a una delegación de autoridades, similar a esta, pero la experiencia fue más dura. Hacía alrededor de una semana que veníamos soportando una seguidilla de lluvias y el ambiente dentro de la cárcel estaba impregnado de humedad. Todo está más roto, más desgastado, más sucio.  Hoy cada vez son más jóvenes.
Casi el 63% tiene menos de 29 años, el 61% apenas si completó la Escuela Primaria, y el 75% no tiene ninguna profesión. Pero esos son números fríos.
En un rincón, un recipiente plástico contiene restos del guiso de la noche anterior. Una baba gelatinosa lo cubre al punto que ni las hormigas han venido por el.  Contra una pared, dos cables mal empatillados y conectados a una resistencia casera, incorporada a un ladrillo, calientan un tarro con agua. Otro muchachito, indiferente a los visitantes hace rollitos de papel de diario que convertirá en una manualidad: un cuadro con la imagen del Che Guevara.
Otro más atrás, nos mira desconfiado detrás de una cortina raída y mugrienta. Otro, más extrovertido, nos dice por lo bajo: -Maestro, ¿no sale un diez? – Ante la mirada severa del uniformado que sigue mis pasos, casi en una marcación “hombre a hombre” de final de campeonato. Miro hacia arriba y veo a otro muchachito (casi tan adolescente como los que se amontonan en los pabellones), uniformado y con un arma, mirando todo con una indiferencia de anciano. Está sentado en una silla destartalada en una caseta sin vidrios y lo imagino intentando cumplir con sus horas de reglamento en plena madrugada bajo la lluvia o soportando el viento que se cuela por todos lados. Seguramente renegando de su suerte, tanto como los que abajo -tras las rejas- reniegan de la suya.
 

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