Aldo Roque Difilippo
-¡Adiós patrón!
¿Cómo anda?
-¿Qué hacés acá?
-Acá andamos. La quedé –me contestó sonriendo, sentado en
un costado del patio que el sol de agosto no lograba calentar. Que tampoco lograba secar ropa, frazadas y
colchones colgados por todos lados de uno de los patios internos de la Cárcel de Mercedes.
Entramos como lo habíamos hecho otras veces, ahora
acompañando una delegación de la
Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. El trato
fue: -Fotos si, pero no le pueden hacer entrevistas a los presos.
Por lo tanto los
grabadores quedaron apagados en los bolsillos de los periodistas.
Si bien esta vez no nos revisaron, los ojos de los
uniformados –muchos ojos y en todos los rincones- siguieron nuestros pasos en
esta recorrida.
El muchacho –casi adolescente- que me tildó de “patrón”
era el mismo que hasta hacía algunas semanas me daba los buenos días cuando dejaba estacionada mi moto, y que al
regresar yo devolvía ese gesto con algunas monedas que me habían sobrado.
Incluso cuando no tenía monedas la frase era “vaya tranquilo, nomás” en esa
familiaridad de dos personas que se ven seguido, que quizá intercambian algún
comentario sobre el tiempo o el partido del domingo, que hasta pueden saberse
mutuamente los nombres pero que no profundizan ni les interesa conocer sus historias o peripecias personales. Yo en
mi condición de conductor aceptando que el otro agradecerá las monedas por esos
5 o 10 minutos en los cuales vigiló mi moto. Él, en su condición de
cuidacoches, asumiendo que su responsabilidad es recibirme con una sonrisa, y
algún comentario para ganarse esas monedas. Y ahí queda todo.
Por uno de los policías supe que “cayó” cuando fue
detenido con algunos gramos de pasta base encima, y en su mirada de adulto prematuro (aunque sus ojos se parecen
mucho a los mis hijos o sus amigos) ví cierta resignación, cierto “qué se le va
a hacer. Me tocó”.
Supuse y creo no exagerar, que ya lo habían golpeado, ya
lo habían esposado, ya había llorado solo en un rincón, ya había sufrido lo que yo con un par de décadas de
vida de ventaja no había sufrido ni me
había imaginado.
Y me quedé pensando en eso, viendo como goteaba la ropa de
todas las cuerdas que atravesaban ese patio húmedo, descascarado y mugriento.
Me lo imaginé bajo la lluvia de los días previos, o durmiendo en ese colchón
mohoso, tirado sobre el piso de hormigón tan o más húmedo que el patio,
expectante ya que en cualquier momento
las cloacas pueden rebalsarse nuevamente y la materia fecal y todo lo
imaginable entrará a la pieza pudriendo todo lo que toquen.
Me quedé mirándolo y el simplemente se limitó a sonreír.
Hacía menos de un año que habíamos entrado a la Cárcel de Mercedes
acompañando a una delegación de autoridades, similar a esta, pero la
experiencia fue más dura. Hacía alrededor de una semana que veníamos soportando
una seguidilla de lluvias y el ambiente dentro de la cárcel estaba impregnado
de humedad. Todo está más roto, más desgastado, más sucio. Hoy cada vez son más jóvenes.
Casi el 63% tiene menos de 29 años, el 61% apenas si
completó la Escuela
Primaria , y el 75% no tiene ninguna profesión. Pero esos son
números fríos.
En un rincón, un recipiente plástico contiene restos del
guiso de la noche anterior. Una baba gelatinosa lo cubre al punto que ni las
hormigas han venido por el. Contra una
pared, dos cables mal empatillados y conectados a una resistencia casera,
incorporada a un ladrillo, calientan un tarro con agua. Otro muchachito,
indiferente a los visitantes hace rollitos de papel de diario que convertirá en
una manualidad: un cuadro con la imagen del Che Guevara.
Otro más atrás, nos mira desconfiado detrás de una cortina
raída y mugrienta. Otro, más extrovertido, nos dice por lo bajo: -Maestro, ¿no
sale un diez? – Ante la mirada severa del uniformado que sigue mis pasos, casi
en una marcación “hombre a hombre” de final de campeonato. Miro hacia arriba y
veo a otro muchachito (casi tan adolescente como los que se amontonan en los
pabellones), uniformado y con un arma, mirando todo con una indiferencia de
anciano. Está sentado en una silla destartalada en una caseta sin vidrios y lo
imagino intentando cumplir con sus horas de reglamento en plena madrugada bajo
la lluvia o soportando el viento que se cuela por todos lados. Seguramente
renegando de su suerte, tanto como los que abajo -tras las rejas- reniegan de
la suya.
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