Doménicos Theotocópoulos, conocido como “El
Greco”, nació en Candía, hoy Heraklion, actual Grecia, en 1541, y murió en
Toledo, España el 7 de abril de 1614. Aunque nacido en Creta, isla que en
aquella época pertenecía a la
República de Venecia, El Greco desarrolló su peculiar estilo
y la mayor parte de su trayectoria artística en España. Se formó en su isla
natal como pintor de iconos, antes de trasladarse a Venecia, donde conoció la
obra de Tiziano y Tintoretto, artistas que, junto con Miguel Ángel, fueron los
que más influyeron en su pintura.
A
partir de 1570, tras una estancia de siete años en Roma, El Greco se trasladó a
Toledo por invitación del canónigo Diego de Castilla, quien le encargó un
retablo para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Llevaba diez años en
Toledo cuando Felipe II le encomendó una obra para el monasterio de El
Escorial; pero El martirio de San Mauricio no gustó al soberano español, quien
ya nunca volvió a contar con el artista.
Ello
supuso una decepción enorme para El Greco, ya que aspiraba a convertirse en
pintor de corte, pero no entorpeció su carrera, puesto que era ya un pintor muy
solicitado tanto por los aristócratas como por los eclesiásticos toledanos. No
es de extrañar, por tanto, que su obra sea extraordinariamente fecunda. Se
conocen algunas de sus creaciones anteriores a su llegada a España, lo cual
permite afirmar que El Greco creó su peculiar estilo después de su
establecimiento en Toledo, seguramente influido por el fervoroso ambiente
religioso de la ciudad. Sus figuras alargadas, pintadas con pincelada fluida,
parecen criaturas inmateriales, carentes de solidez física e imbuidas de una
intensa espiritualidad. A ello hay que añadir su paleta originalísima, de
colores fríos, que consigue efectos sorprendentes con los rojos, los azules y
en particular los blancos, de una rara intensidad y nitidez.
Aunque
pintó sobre todo obras religiosas, se le deben también
importantes retratos
(Félix Paravicino, El caballero de la mano en el pecho) y algunos cuadros de
temática diversa. La obra más admirada de El Greco es El entierro del conde de
Orgaz, por el hecho de que el artista se valió de este acontecimiento para
dejar constancia del momento en que le tocó vivir; para ello, dividió el cuadro
en dos planos, uno celestial en la parte superior y otro terrenal en la
inferior, de tal modo que la obra es al mismo tiempo un cuadro religioso y un
retrato de grupo.
El
plano superior, el celestial, no se aparta de sus restantes obras religiosas y
presenta idéntico hondo misticismo y parecida intensidad dramática; la novedad
se encuentra en el plano terrenal, donde los principales personajes del Toledo
de la época, incluidos el propio pintor y su hijo, aparecen reproducidos con
absoluta fidelidad.
De
la conspicua producción religiosa de El Greco cabe destacar El Expolio de
Cristo, El Bautismo de Cristo, La
Adoración de los pastores y diversos Apóstoles, en los que
resulta admirable la expresividad de los rostros y los ademanes.
En
los últimos años de su carrera el artista pintó dos celebrados Paisajes de
Toledo y un cuadro mitológico, Laocoonte, que sorprende por su temática,
inusual en la España
del momento. Sobre un fondo de hermoso paisaje, las figuras de Laocoonte y sus
hijos se retuercen en su lucha contra las serpientes y el artista se sirve
hábilmente de sus contorsiones para dotar a la obra de una composición
admirable.
Máximo
exponente del manierismo pictórico en España, El Greco es también la primera
figura de proyección universal de la pintura española y uno de los grandes
genios de la historia del arte.
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