TEODORA, DE PUTA A EMPERATRIZ
DEL INFIERNO AL
OLIMPO: TEODORA DE BIZANCIO
En la historia hay
seres que nos asombran y Teodora de Bizancio es uno de ellos. No existe
"culebrón", por muy exagerado que sea, que pueda competir con el
alucinante destino de nuestra protagonista.
Ya es mucho que
empezara siendo prostituta y terminase emperatriz, pero es que, además, fue la
mejor como prostituta y una de las grandes gobernantes de toda la Historia como
emperatriz.
En alguna parte de la
costa asiática de Turquía o de las islas cercanas nació, en el siglo VI d.C.,
Teodora, hija de Acacio. Como miles de hombres y mujeres en permanente lucha
contra la miseria y el hambre, ella, sus padres y sus dos hermanas, dejaron la
aldea natal y marcharon hacia la capital del Imperio Bizantino, Constantinopla.
El centro vital de la
capital era el Hipódromo, donde combatían gladiadores, competían cuadrigas y se
exhibían animales exóticos, y a él acudió en busca de trabajo el humilde
Acacio. Lo consiguió como ayudante del cuidador de osos de los Verdes, una de
las dos facciones (la otra eran los Azules), en las que se dividían los
aficionados al circo.
El padre de Teodora
era un excelente trabajador, que realizaba su tarea a total satisfacción de sus
jefes y de los osos, por lo que pronto fue ascendido a cuidador titular,
gracias a lo cual la familia empezó a salir de su miserable situación.
Desgraciadamente, las
alegrías de los pobres suelen durar poco. Acacio murió y su viuda, nuevamente
casada, no consiguió que se otorgara a su segundo marido el puesto del primero,
a pesar de que así lo exigía la costumbre y la tradición.
Ante la certeza de
volver a caer en su antigua y penosa situación, la dolorida madre reunió a sus
tres hijas, adornó sus cabezas con guirnaldas y flores en las manos para que se
las identificara como "suplicantes", irrumpió con ellas en la pista
central del Hipódromo, entre dos carreras, y contó sus desgracias, pidiendo a
gritos ayuda a los jefes de los Verdes, facción para la que trabajó su difunto
y primer marido Acacio.
Curiosamente, no la
obtuvo de aquellos pero sí de los Azules (que la ayudaron para poner en
ridículo a sus rivales), convirtiéndose el padrastro de Teodora en cuidador de
osos de la facción que representaba los intereses del emperador, de la nobleza
y el clero.
Junto con sus
hermanas, la niña Teodora deambulaba por los siniestros subterráneos del
Hipódromo, conociendo y sufriendo desde su primera infancia las más bajas
pasiones humanas.
Para que las niñas muy
pobres pudieran mejorar su situación, no habían más caminos que el teatro o la
prostitución; actividades que, sea dicho de paso, en la Constantinopla de
aquella época, estaban íntimamente ligadas.
Cuando la mayor de las
tres, Comito, llegó a la pubertad, su madre la introdujo en el teatro. Junto a
ella, el público se acostumbró a ver a una niña de unos diez años que
arrastraba el taburete en el que se sentaba la artista durante sus
representaciones. Era Teodora, que de tan humilde manera empezaba a
acostumbrarse a pisar los escenarios.
Pronto, ella misma
empezó a actuar, sin haber alcanzado aún la pubertad. No tocaba la flauta ni el
arpa, tenía una figura esmirriada y decía mal sus textos, pero... enseguida
gustó. ¿Por qué? sencillamente porque Teodora tenía el don de excitar a los
hombres.
Contaba chistes
obscenos, se contorsionaba lúbricamente y, lo más importante, se presentaba en
el escenario cubierta tan solo con un taparrabos. Debía causar sensación, no
hay duda, para que el público se olvidase de su paupérrima actuación como
actriz...
Inteligente y
ambiciosa, llegaba siempre un poco más lejos en sus representaciones para
gustar más excitando mejor.
Un buen día, montó un
número que la propulsó hacia las puertas de la fama.
Apareció en el
escenario con su habitual escasez de ropa y, sin saludo ni palabra alguna, se
dejó caer sobre el piso de piedra, con las piernas entreabiertas y la mirada
perdida en el cielo que servía de techo al improvisado teatro en el que
actuaba. Los espectadores contenían la respiración en espera de lo que iba a
suceder..., y lo que sucedió estuvo lejos de defraudarlos.
Entraron varios
esclavos portando pequeños sacos llenos de granos de cebada y esparcieron su
contenido sobre el cuerpo yacente; especialmente sobre senos, muslos y sexo. Y
ante la sorpresa del público enmudecido, empujados por los esclavos,
irrumpieron seis a siete gansos que, como se puede imaginar, se lanzaron con
furioso entusiasmo a devorar los granos.
Con gestos y
contracciones, Teodora supo transmitir muy bien las supuestas sensaciones que
el picoteo le producía y, pronto salido de su mudez, el auditorio estalló en
rugidos.
A partir de ese día,
Teodora fue invitada de honor en las fiestas llamadas "comunitarias",
que organizaban los jóvenes nobles y los ricos.
Tenía fama en ellas,
la chica, además de bailar y contar chistes, de ser capaz de satisfacer
plenamente a anfitriones e invitados, aunque su número, como pasó en una
ocasión, alcanzara la treintena.
Realizando tales
proezas artísticas y gimnásticas, no puede extrañar que, con apenas 16 años,
Teodora fuera la prostituta mejor pagada y celebrada de Constantinopla.
De sus ingresos tenía
que entregar una generosa cantidad al maestro de danzas de los Azules ( una
especie de impuesto de protección, pero muy legal). Cuando alcanzó el éxito y,
con él, le llegó el dinero, la muchacha buscó independizarse. Convenció a su
íntima amiga Antonina y, en compañía de otras dos chicas, abrió su propia "casa"
que pronto fue una de las más acreditadas de la capital. El mejor burdel del
Imperio, hablando claro.
Sin embargo, y sin que
se entienda el motivo, cuando estaba ganando mucho dinero y afianzando su
nombre, se dejó convencer por el recién nombrado gobernador de la africana
provincia de Pentápolis y se fue con él a tan remoto lugar en calidad de
"amante oficial".
La experiencia se
tradujo en un rotundo fracaso y, fruto de ésta, trajo al mundo una niña que
acabaría por dejar en Pentápolis, y un larguísimo camino de vuelta a
Constantinopla. A pesar de ello, fue en ese camino donde se produjo la
inflexión de su vida.
Dando tumbos de lecho
en lecho, llegó a Alejandría y allí conoció al hombre que, junto a Justiniano,
más influiría en ella.
No era, como cabría
suponer, un rico libidinoso, sino un santo hombre de iglesia llamado Severo,
ex-patriarca de Antioquía, que Roma separó de su alto cargo por defender la
herejía monofisita (que sostenía la existencia de una sola naturaleza, la
divina, en Cristo). Recuérdese que durante los más de 1.000 años que duró el
Imperio Bizantino, la principal preocupación de sus habitantes no fue el
peligro turco o los placeres del lecho ni el Hipódromo, sino las discusiones
teológicas en general y las referidas a las naturalezas de Cristo en
particular.
Severo era hombre de
gran sabiduría, primera autoridad en la Patrística y experto en las Sagradas
Escrituras. De hecho, sus escritos aún perduran.
Hasta ese santo y
eminente personaje llegó Teodora con toda su carga de humanas miserias, y fue
escuchada por él no una, sino muchas veces. Por primera vez la
"ramera" podía hablar con un hombre que no deseaba su cuerpo, y
aprovechó la oportunidad. En él volcó todos sus pecados y humillaciones y
sufrimientos, pero también sus ideales, sus ambiciones y sus sueños.
Mucho y bueno debió de
ver en ella el patriarca, porque pasó horas y horas en su compañía.
Cuando Teodora dejó
Alejandría para continuar su viaje a Constantinopla, se llevaba con ella la
semilla del monofisismo, que arraigaría para siempre en su espíritu.
Tras sufrimientos
indecibles, 3 años después de su marcha, Teodora llegó por fin a
Constantinopla, preparada para encontrarse con su destino.
Su amiga y socia
Antonina había logrado enamorar al joven y victorioso general Belisario, íntimo
amigo del sobrino del nuevo emperador, Justino.
Este sobrino, a quien
el emperador había rebautizado Justiniano, era hombre de cultura y ambición
suficientes para desear ocupar el trono cuando su tío, ya sexagenario, muriera.
Desde su regreso,
Teodora convivía con sus antiguas amigas en el burdel que también había sido de
ella, pero no participaba en fiestas ni aceptaba la compañía de hombres. Para
sorpresa de toda la ciudad, pasaba los días hilando en una rueca.
Aceptó, sin embargo,
la invitación de Antonina para conocer a Justiniano, llevado al burdel por su
amigo Belisario. Y ocurrió lo imprevisible.
Justiniano, hombre de
mil amantes, religioso hasta el fanatismo y amigo de todos los placeres,
compendio fiel del bizantino de su época, se enamoró de la prostituta a la que
decenas y decenas de hombres habían poseído.
Aunque hay que
convenir que lo imprevisible ocurría frecuentemente en Constantinopla, porque
Belisario también se enamoró de la no menos prostituta Antonina.
Justiniano pronto hizo
su amante a Teodora y, tras unas semanas de breves encuentros, la instaló en su
lujosa residencia. Para regocijo de todos los que tan íntimamente la habían
"conocido", no pasó mucho tiempo, sin que la antigua prostituta fuera
elevada a la alta dignidad de patricia. Eso suponía, claro está, que Teodora
podía por fin ocupar el palco reservado a las mujeres nobles en el Hipódromo.
Atrás quedaban los tiempos de los subterráneos fétidos, los manoseos de su
cuerpo y la humillación del día en que fue "suplicante".
Pero todo lo
alcanzado, con ser tanto, no era suficiente para Teodora. Quería ser la esposa
de Justiniano, cosa imposible puesto que la ley, en este punto, era tajante:
prostitutas y artistas del teatro no podían casarse con nobles.
Su amante, loco de pasión,
se hubiera saltado la ley, y es de suponer que su complaciente tío y emperador,
hubiese consentido en ello, pero la emperatriz Eufemia, de firmes convicciones
religiosas y morales, estaba decidida a impedirlo. Así pues, Justino, con tal
de no atraerse las furias de su esposa, no dió su consentimiento. No hubo boda,
pero por poco tiempo: Eufemia falleció al poco y por causas naturales, dejando
el camino libre y sin obstáculos.
El mismo año, el
emperador Justino no deroga la ley discriminatoria, sino que la
"interrumpe" el tiempo suficiente para que su sobrino y Teodora
puedan consagrar su unión ante Dios. Tres años más tarde, el emperador decide
compartir la pesada carga del gobierno con Justiniano, asociándole al trono y
coronándole emperador. Teodora ya está al pie del trono.
Cuatro meses más
tarde, fallece Justino y Justiniano asume todas las atribuciones de
"Basileus" a sus 45 años; Teodora, convertida por fin en emperatriz
consorte, tiene entonces 27 primaveras.
Pero la historia no
acaba ahí, aunque parezca que con su ascenso en el exclusivista olimpo de las
testas coronadas, se cumpla su increíble destino.
Teodora quería llegar
al trono, pero no para usufructuarlo, sino para "gobernar".
Cierto que se excedió
en sus venganzas y, junto a su marido, expolió al pueblo con impuestos para
financiar las faraónicas obras que los dos concibieron y realizaron; entre
ellas, el templo de Santa Sofía, el más bello de la cristiandad. Pero cierto
también que las leyes que propició son motivo de admiración aún hoy.
En el "Corpus
Juris Civilis", magna compilación legal de Justiniano, está la mano, el
cerebro y el corazón de Teodora; en especial en el apartado de "la familia
y la propiedad privada".
Por su directa
intervención, los juristas que conformaron el "Corpus" derogaron
-para siempre- la inicua ley que impedía la unión entre artistas y prostitutas
con los hombres, fuesen o no nobles, que libremente desearan desposarlas.
Logró también que se
incluyera la persecución del proxenetismo (antes protegido por la ley) y la
declaración de que la prostitución es "un agravio a la dignidad de las
mujeres".
En contra de lo que
todas las legislaciones establecían, Teodora logra dar fuerza legal al
principio de que los hijos tienen los mismos derechos, incluso ante la herencia,
hayan nacido legítimos o ilegítimos. ¡Hay que tener en cuenta que esta igualdad
se ha logrado en la mayoría de los países durante el siglo XX, y que Teodora la
postuló y llevó a cabo hace nada menos que 1.500 años!
Más allá de las leyes,
realizó una persistente y eficaz campaña para erradicar la prostitución. Nadie
mejor que ella conocía el sufrimiento que engendra. Las prostitutas fueron
invitadas a dejar su oficio en el plazo de 3 meses; de no hacerlo, eran
encerradas en una residencia llamada "Castillo del Arrepentimiento".
En cuanto a las que
elegían casarse, la emperatriz se encargaba personalmente de concederles una
generosa dote.
Por aquellos tiempos,
los hombres apaleaban, engañaban, repudiaban a sus mujeres: hacían cuanto se
les antojaba con ellas. Con Teodora, éstas pudieron tomarse un desquite.
Fémina que llegara
hasta palacio para presentar una queja contra marido, padre o hermano podía
tener la seguridad de que sería escuchada y de que el agravio del cual era
víctima, no quedaría impune.
Evidentemente, las
mujeres bizantinas, fuertes de esa protección imperial, se vengaron y engañaron
a sus maridos descaradamente, a sabiendas de que si éstos se propasasen con
ellas, darían con sus huesos en la cárcel.
Pero los impuestos y
los excesos cometidos por más de un alto funcionario imperial, llevaron al
pueblo a la insurrección. En el año 532, y al grito de "Nika!"
(Victoria), las turbas se hicieron con el control de Constantinopla, matando y
quemando a discreción. Todo parecía perdido para el emperador; tenía un puñado
de soldados fieles pero sus enemigos eran decenas de miles.
Con el palacio
imperial quemado en parte por la chusma, se celebró una tensa reunión entre
Justiniano, los jefes militares fieles y los ministros. La mayoría opinaba que
el monarca debía abandonar la capital y refugiarse en la costa asiática y,
desde allí, intentar la resistencia. A punto de ceder, intervino inopinadamente
Teodora, irrumpiendo en la sala y yendo contra la costumbre de que la
emperatriz interrumpiera una sesión del consejo y, mucho más, que hablase. Pero
Teodora no se paró en formalismos. Con voz clara y firme, mirando cara a cara a
Justiniano, dijo:
-"Sobre si está
bien visto o no que una mujer se presente ante hombres o se atreva a mostrarse
cuando otros vacilan, no creo que sea éste el momento más apropiado, ante la
presente crisis, para discutir un punto de vista u otro. Pero cuando una causa
corre el máximo peligro hay un solo y verdadero camino a seguir: aprovechar lo
máximo posible la situación actual. Creo que en estos momentos la huida es
inapropiada, incluso si lleva consigo la salvación. Una vez que un hombre ha
nacido a la luz es inevitable que tendrá que enfrentarse con la muerte, pero un
emperador no puede soportar el verse convertido en fugitivo. Emperador, si
quieres huir en busca de la salvación, te resultará fácil; tenemos dinero en
abundancia, a la vista está el mar, aquí están los barcos. Sin embargo, en lo
que a mí respecta, aún creo en el viejo proverbio de que la realeza es una
excelente mortaja."
Humillados por una
mujer, los ministros derrotistas enmudecieron y habló el valiente general
Belisario, obteniendo la inmediata aprobación del atónito Justiniano para su
plan represivo.
Según algunos
historiadores, más de 20.000 murieron en esa jornada, pero la sublevación fue
totalmente vencida y salvado el trono bizantino. Y todo gracias, no al insigne
Justiniano, sino a Teodora, la antigua "ramera", que vivió, reinó y
gobernó, junto con su marido, durante 16 años más. Finalmente, en el año 548,
un cáncer de mama acabó con su vida, no sin antes haber casado a su sobrina
predilecta, Sofía, con el sobrino favorito de Justiniano, Justino. A la muerte
del "Basileus", la pareja heredaría el trono.
Cuando fue prostituta,
fue la mejor; cuando emperatriz, superó al gran Justiniano.
¿Hay quien la iguale?
Extraído de Noticias
Literarias
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