viernes, 20 de septiembre de 2013

Cuentito medieval



Soliloquio de un anciano que desde su torre reflexiona sobre algunos aspectos de la vida y fundamenta la teoría del ciclo como único factor de la realidad universal





Escriba Medieval 



Amados Cofrades:
Varias lunas han pasado desde la última vez que deslicé mi pluma sobre el papiro para que la palabra escrita llegara a vuesas mercedes. No ha sido por causa de pereza, y tampoco porque el joven Aldux haya olvidado enviarme los maravedíes prometidos por mi aporte literario. Simplemente he dedicado mi tiempo a hurgar en antiguos pergaminos en busca de las respuestas que el hombre se plantea en relación a la vida y sus razones. Confesaros debo que vano a ha sido el esfuerzo de elevar mi maltrecho esqueleto hasta lo alto de
los estantes que contienen cientos de libros; desanudar mohosos rollos, y desempolvar el verdín de húmedas pieles escritas por antiguos sabios.
He caído en conclusión que la vida solo se trata de una renuncia constante, de la reducción de nuestras aspiraciones, de nuestras esperanzas, de nuestros esfuerzos, y también de nuestra libertad.
Cuando la juventud campea en nuestros cuerpos nos parecen accesibles todos los bienes que otros han poseído: el poder, la riqueza, la gloria, y el amor. Anhela el mancebo la conquista, afila su espada, monta su corcel, y se lanza a galope tras la gloria y la fortuna. Corre esa juventud tras el amor y una vez que lo encuentra creerá que es para siempre; llegará al borde del abismo, y aún se arrojará a él si se lo pide, pero una vez transcurrido cierto tiempo recogerá su espada, sacudirá su capa y montará nuevamente en busca de otro amor, porque el ciclo de los ciclos deberá cumplirse hasta el fin de sus días.
Sin embargo el secreto para continuar a despecho del paso de los años consiste en renovar el entusiasmo, trocar cuando sea necesario el brioso corcel por una mula, la espada cortante por una pluma, y al amor semental por la armonía del alma. ¿Qué es esto renuncia total? No. Se trata de reducir las aspiraciones adecuándolas al ciclo de la vida para evitar convertirnos en bufones de nuestra íntima Corte.
Siempre habrá un lugar en el círculo para nosotros mientras éste no se complete. La sabiduría –amados contertulios- no consiste precisamente en saberlo todo, sino en tener la capacidad de saber en qué momento debemos dejar en libertad al semental en el que cabalgamos siendo jóvenes y subirnos a la mansa mula que nos llevará al final del ciclo de la vida.
Recordad además, que los ojos no pueden ver el otro lado de la montaña, y que cuando ya treparla no podamos nos queda la opción de rodearla, lentamente, al paso de nuestro dócil jumento.
Y allá están, trepan hasta el techo de mi morada. Son los escritos de antiguos alquimistas que murieron procurando trocar el plomo en oro; las conclusiones de astrónomos insomnes que hurgaron en las constelaciones en busca de la génesis del mundo. Están los pergaminos de quienes estudiaron la palabra, de aquellos que extrajeron los corazones de los muertos en busca del misterio de la vida. Están los papiros que cuentan de los hombres que jamás de ocuparon de ésta vida hipotecándola en pos de saber qué hay “en la otra”.
Cuelgan de mis paredes de piedra mágicas fórmulas infalibles para curar enfermedades que terminaron matando a quienes las escribieron, anotaciones matemáticas que aseguran qué día de calendario sobrevendrá el apocalipsis; dibujos que muestran la peste y la guerra cabalgando por los cielos, y complejas claves matemáticas que develan la relación del tamaño del hombre con su entorno cual si fuera éste el “patrón” para medir el Universo.
En definitiva, deseos me aquejaron este tiempo de ausencia de facer  gigante hoguera con toda esa  patraña, y no menos gigante fue el esfuerzo en impedirlo. Verdad es que una noche tuve en mis manos una tea recogida de mi lar, mas, pensé: mejor dejar que vivan en mis muros las palpables pruebas de  mentiras escritas en nombre de una verdad inexistente, pues solo confirman los diferentes estadios que construyen la historia del hombre y el carácter cíclico de su existencia.

Tiempo llegará –no lo dudéis- en que el individuo vuele como el ave, viaje a la estrellas, construya castillos elevados cuyas cumbres se perderán entre las nubes, y se comunique con sus pares al otro lado del planeta. Pero también tiempo llegará –no lo dudéis- en que vuelva a la caverna, que proteja su entrada con el fuego, que, muerto el amor que había inventado copule con instintivo y vano afán de perpetuar la especie, y tiempo llegará –no lo dudéis- en que este mundo que creemos propio sea convertido en polvo por el inevitable ciclo del misterio universal.



Moraleja:
              Puestas en la balanza las palabras, no tienen para todos los hombres igual peso.  Dese modo te ruego no te asombres, si lo que antes has leído resbala por tu seso.



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