Soliloquio de un
anciano que desde su torre reflexiona sobre algunos aspectos de la vida y
fundamenta la teoría del ciclo como único factor de la realidad universal
Escriba
Medieval
Amados Cofrades:
Varias
lunas han pasado desde la última vez que deslicé mi pluma sobre el papiro para
que la palabra escrita llegara a vuesas mercedes. No ha sido por causa de
pereza, y tampoco porque el joven Aldux haya olvidado enviarme los maravedíes
prometidos por mi aporte literario. Simplemente he dedicado mi tiempo a hurgar
en antiguos pergaminos en busca de las respuestas que el hombre se plantea en
relación a la vida y sus razones. Confesaros debo que vano a ha sido el
esfuerzo de elevar mi maltrecho esqueleto hasta lo alto de
los estantes que
contienen cientos de libros; desanudar mohosos rollos, y desempolvar el verdín
de húmedas pieles escritas por antiguos sabios.
He caído en conclusión
que la vida solo se trata de una renuncia constante, de la reducción de
nuestras aspiraciones, de nuestras esperanzas, de nuestros esfuerzos, y también
de nuestra libertad.
Cuando la juventud campea
en nuestros cuerpos nos parecen accesibles todos los bienes que otros han
poseído: el poder, la riqueza, la gloria, y el amor. Anhela el mancebo la
conquista, afila su espada, monta su corcel, y se lanza a galope tras la gloria
y la fortuna. Corre esa juventud tras el amor y una vez que lo encuentra creerá
que es para siempre; llegará al borde del abismo, y aún se arrojará a él si se
lo pide, pero una vez transcurrido cierto tiempo recogerá su espada, sacudirá
su capa y montará nuevamente en busca de otro amor, porque el ciclo de los ciclos
deberá cumplirse hasta el fin de sus días.
Sin embargo el secreto
para continuar a despecho del paso de los años consiste en renovar el
entusiasmo, trocar cuando sea necesario el brioso corcel por una mula, la
espada cortante por una pluma, y al amor semental por la armonía del alma. ¿Qué
es esto renuncia total? No. Se trata de reducir las aspiraciones adecuándolas
al ciclo de la vida para evitar convertirnos en bufones de nuestra íntima
Corte.
Siempre habrá un lugar en
el círculo para nosotros mientras éste no se complete. La sabiduría –amados
contertulios- no consiste precisamente en saberlo todo, sino en tener la
capacidad de saber en qué momento debemos dejar en libertad al semental en el
que cabalgamos siendo jóvenes y subirnos a la mansa mula que nos llevará al
final del ciclo de la vida.
Recordad además, que los
ojos no pueden ver el otro lado de la montaña, y que cuando ya treparla no
podamos nos queda la opción de rodearla, lentamente, al paso de nuestro dócil
jumento.
Y allá están, trepan
hasta el techo de mi morada. Son los escritos de antiguos alquimistas que murieron
procurando trocar el plomo en oro; las conclusiones de astrónomos insomnes que
hurgaron en las constelaciones en busca de la génesis del mundo. Están los
pergaminos de quienes estudiaron la palabra, de aquellos que extrajeron los
corazones de los muertos en busca del misterio de la vida. Están los papiros
que cuentan de los hombres que jamás de ocuparon de ésta vida hipotecándola en
pos de saber qué hay “en la otra”.
Cuelgan de mis paredes de
piedra mágicas fórmulas infalibles para curar enfermedades que terminaron
matando a quienes las escribieron, anotaciones matemáticas que aseguran qué día
de calendario sobrevendrá el apocalipsis; dibujos que muestran la peste y la
guerra cabalgando por los cielos, y complejas claves matemáticas que develan la
relación del tamaño del hombre con su entorno cual si fuera éste el “patrón”
para medir el Universo.
En definitiva, deseos me
aquejaron este tiempo de ausencia de facer
gigante hoguera con toda esa
patraña, y no menos gigante fue el esfuerzo en impedirlo. Verdad es que
una noche tuve en mis manos una tea recogida de mi lar, mas, pensé: mejor dejar
que vivan en mis muros las palpables pruebas de
mentiras escritas en nombre de una verdad inexistente, pues solo
confirman los diferentes estadios que construyen la historia del hombre y el
carácter cíclico de su existencia.
Tiempo llegará –no lo
dudéis- en que el individuo vuele como el ave, viaje a la estrellas, construya
castillos elevados cuyas cumbres se perderán entre las nubes, y se comunique
con sus pares al otro lado del planeta. Pero también tiempo llegará –no lo
dudéis- en que vuelva a la caverna, que proteja su entrada con el fuego, que,
muerto el amor que había inventado copule con instintivo y vano afán de
perpetuar la especie, y tiempo llegará –no lo dudéis- en que este mundo que
creemos propio sea convertido en polvo por el inevitable ciclo del misterio
universal.
Moraleja:
Puestas en la balanza las
palabras, no tienen para todos los hombres igual peso. Dese modo te ruego no te asombres, si lo que
antes has leído resbala por tu seso.
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