Intraducible: (adj.) del latín,
'tradere'...
El 'Diccionario de
intraducibles' retrata 400 palabras imposibles de llevar de un idioma a otro.
Jacques Lezra, coordinador de la edición inglesa, es un madrileño medio sefardí
que se ve a sí mismo como un intraducible andante.
¿Quién no ha pensado con
angustia en los estudiantes de español que llegan desde el inglés, el francés o
el alemán y descubren que sus 'to be', 'être' y 'sein' se desdoblan en una cosa
que se llama 'ser' y otra cosa que se llama 'estar', que no significan nada en
concreto pero que tienen bien delimitadas sus jurisdicciones? Puede ser aún
peor, porque en portugués hay un tercer verbo copulativo, 'ficar', que está más
cerca de estar que de ser. ¿Y qué significa esto de tener un ser y un estar?
¿Nos cambia en algo la vida, la manera de ordenar nuestras ideas?
Los interesados pueden
buscar la respuesta en el 'Vocabulaire européen des philosophies: Dictionnaire
des intraduisibles', un proyecto que arrancó en Francia en 2004 bajo la
dirección de Barbara Cassin y que esta primavera ha aparecido en una nueva
versión en inglés con el título de 'Dictionary of untranslatables'. 400
entradas, 12 idiomas, 150 colaboradores, más de una década de trabajo... Que
nadie espere una simple relación de modismos fotogénicos: 'Zeitgeist',
'saudade' y ese tipo de palabras que a veces usamos para hacernos los
sofisticados.
No: cada intraducible da
pie a un ensayo entre la
Lingüística y la
Filosofía sobre el origen de la palabra y las connotaciones
que las separan de sus traducciones. El caso, por ejemplo, de la española
'vergüenza' que está a mitad de camino entre 'shame' y 'modesty' pero que no es
exactamente ninguna de las dos.
El coordinador de la
edición inglesa se llama Jacques Lezra, nació y creció en Madrid y es profesor
de Literatura Comparada de la
NYU. "En casa hablábamos inglés -mi madre es
norteamericana-, y en el colegio y en la calle, castellano. Los veranos los
pasábamos en Tánger, donde vivían mis abuelos paternos. Soy, por ese lado, de
familia sefardita. Tánger es, y era de forma algo distinta en esos años, un
entorno riquísimo: un hervidero de idiomas, religiones, ideologías, prácticas
sexuales, historias... En casa de mis abuelos se hablaba castellano, árabe,
algo de ladino, inglés, la jaquetía (el idioma de la comunidad judía de
Marruecos, una forma dialectal del ladino) y, sobre todo, el francés. Era el
mundo de Ángel Vázquez, el de 'La vida perra de Juanita Narboni'. Pues esa
especie de bullir de lenguas, de experiencia babélica, de que todo se podía
decir de más de una forma, en más de un idioma, con fines y con consecuencias
distintas, ese estar-en-muchas-lenguas es lo que más me ha marcado. Es lo que
escogería, ese errar de lengua en lengua, como si yo también fuera una palabra
un poco intraducible".
Ya tenemos sujeto. Ahora,
vamos al predicado. Las grandes preguntas que surgen del 'Diccionario de
intraducibles' son las de siempre: ¿condiciona un idioma la manera de vivir de
sus hablantes? El vocabulario, la sintaxis... ¿Hay una reflejo entre las
estructuras laxas del inglés y la tradición liberal-positivista, por poner un
ejemplo? O la sonoridad: vivir en un idioma melodioso como el italiano,
¿convierte a sus hablantes en gente alegre y teatral?
Las palabras no nos hacen libres
En resumen, no: "Esa
idea tiene que ver con un nombre, [el del antropólogo] Franz Boas, y, dentro de
la filosofía del lenguaje, con la llamada hipótesis Whorf-Sapir.
Controvertidísimos los dos. Vamos a exagerar un poco y llevar al absurdo el
argumento: El idioma-mundo del alemán nos ofrece la posibilidad de diferir la
acción, de postergar el verbo, hasta el final de la frase. Eso debería implicar
toda una forma de ver el mundo, un concepto del tiempo propio, un pensamiento y
una experiencia de la posible extensión del momento, del valor añadido de la
descripción y del adjetivo, que son aspectos de la frase que nos mantienen,
trémulos, en el instante o en el sustantivo, sin acceder a la acción. Ésta, la
acción, llegará, como para aclarar las cosas, en el último momento. En resumen,
el alemán sería el idioma del apocalipsis, y las instituciones alemanas,
infinitamente dilatadas, facilitarían el infinito demorar de la decisión. En
cambio, el latín permite una enorme flexibilidad en cuanto a la posición en la
frase de tal o cual vocablo; le correspondería, suponemos, una mayor
flexibilidad social que al árabe o al hebreo».
Y continúa: "En
castellano decimos: 'Se me cayó el vaso', y en inglés, 'I dropped the glass'.
De la expresión castellana se podría concluir que el hispanoparlante tiene poco
sentido de la responsabilidad por la expresión impersonal-reflexiva. Diríamos
que, o bien el idioma le lleva a una posición de irresponsabilidad, o bien
refleja, en la sintaxis, esa misma disposición anímica. El inglés, en cambio,
parecería ofrecernos un sujeto que asume sus acciones, para el cual no caben
ambigüedades, y cuyo idioma-mundo ofrecería instituciones ordenadas, y
jerárquicamente transparentes. El hispanoparlante, armado de sus dos verbos
existenciales, ser y estar, existe en el mundo (temporal, físicamente) de forma
distinta al angloparlante o al germano, que no gozan más que de una: 'He is
stupid' o 'he is silly' pueden ser 'está tonto' o 'es tonto', y el
hispanoparlante consigue así una distinción que los que hablan otros idiomas no
podrán entender...".
Pero no: "Descreo de
este esquema, tanto del esquema filosófico, limitado y contradictorio, como del
antropológico, que me parece en el fondo racista. No existen, que yo sepa,
diferencias psíquicas, institucionales, culturales, sociales o raciales, que se
puedan atribuir a variaciones lingüísticas de este nivel. Pongamos la frase de
Rousseau, 'L'homme est né libre, et partout il est dans les fers', donde el
verbo copulativo 'être', usado por Rousseau dos veces en paralelo, nos lleva en
castellano primero hacia el ser ('El hombre es libre cuando nace, el hombre
nace libre...'), y después hacia el estar ('...el hombre está, se encuentra,
encadenado'). La diferencia no es ninguna tontería pero no expresará, jamás,
una condición ontológica, existencial, caracterológica, que distingue a priori
al hispanoparlante del francófono: un español nace tan libre como un francés, o
nace prisionero, o consigue librarse antes que aquél de los hierros que lo
encadenan, pero por razones circunstanciales, no lingüísticas. Para mí -y creo,
para el grupo de Cassin en general- el relativismo lingüístico (la idea de que
el idioma condiciona la manera de ver el mundo, y que por consiguiente lo que
experimenta, digamos, el transeúnte griego, es un mundo distinto del que
experimenta un marroquí), que puede parecer casi una evidencia, nace en
realidad o bien de presupuestos ideológicos que lo hacen insostenible, o de una
incoherencia, o de los dos. Y se debe abandonar".
¿Y hay alguna explicación
de por qué unos idiomas se hacen más complejos que otros? "Habría mucho
que decir al respecto, empezando por un cuestionamiento del concepto de la
relativa complejidad de los idiomas. Nos acecha la tautología. Los idiomas son
instrumentos: sirven para lo que sirven. No hay un idioma que sea más o menos
filosófico, o complejo, o abstracto, que otro. Es indiscutible, no quisiera
negarlo, que hay idiomas con más palabras que otros, e idiomas con una sintaxis
que puede parecer mucho más flexible o más rígida o menos sistemática. Lo
preocupante de la escala de relativa complejidad es que es impensable fuera del
patrón ideológico que heredamos de la ilustración europea, en el que prima la
complejidad, asociada con ciertas tradiciones y con ciertas preguntas, y con
determinados idiomas -los idiomas clásicos, el alemán, el francés... y muy
poquitos más: hasta el inglés, idioma de mercaderes, no da la talla. Lo que
muestra el 'Diccionario' es que no hay idioma intrínsecamente más o menos
filosófico que otro, y que empezamos a filosofar en el momento en que tomamos
conciencia de este hecho, y abordamos sus consecuencias".
Última pregunta: ¿no es un
poco desalentador ver todas estas precisiones intraducibles y pretender llevar
un texto poético o filosófico de un idioma a otro? "He sido traductor y,
con este proyecto, me he convertido en editor y un poco en superego de
traductores. Y la sensación no es de desánimo, sino casi lo contrario. En el
momento en que abandonamos el mito de la perfecta traducibilidad del idioma -se
dice fácil, pero no lo es, ni por asomo- podemos acogernos a la complejidad de
connotaciones y aprovechar de ella para crear traducciones útiles, bellas,
efectivas, interesantes, controvertidas, polemizantes, adecuadas al momento
histórico... Es decir, que la casi infinita complejidad de las connotaciones y
hasta de las denotaciones, de los conceptos, que a veces manejamos sin pensarlo
demasiado, llega a ser fuente de placeres, de usos y de sentidos insospechados.
Este diccionario es una especie de caja mágica donde, buscando un poco, nos
topamos con lo lingüísticamente inesperado e incontrolable".
Extraído de:
http://www.elmundo.es/
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