Máximo C. Maneiro Vázquez
El 3 de octubre de 1912 nació en Mercedes Máximo C. Maneiro Vázquez (1912-1974). Un autor prolífico e injustamente olvidado en la actualidad. Escribió varias novelas premiadas por el Ministerio de Instrucción Pública, actual Ministerio de Educación y Cultura: “Gleba, la del río” (1950), «El despertar de Mamá Petrona» (1952), «S.A.» (1963), varias obras de Teatro, y libros de poesía.
A cuenta de más, incluimos aquí a modo de recuerdo el primer capítulo de su novela “Gleba, la del río”, donde, como en casi toda su obra, refleja la vida de quienes viven a orillas del río, pescadores, chalaneros, areneros; en una obra cargada no solamente de añoranzas de paisajes y personajes locales, sino fundamentalmente con un alto contenido de compromiso social hacia esos seres desprotegidos.
Gleba, la del río
Capítulo I
Máximo C. Maneiro Vázquez
La tarde aquella “La Fuego” surcaría por primera vez la dormida superficie del río. La emoción contenida durante su construcción, se acrecentaba aún más en los instantes en que la roja quilla iba a peinar en dos ondas el azul oscuro del agua, sobre el que se acostaba un cielo límpido de estío.
Eleuterio Jiménez había creído propio concurrir a la prueba de su lancha, provisto de un equipo completo de marinero. Rejuvenecido, ágil, bajo el fuego quemante de la siesta de aquel día de enero, desde lo alto de la barranca, agitando su gorra blanca de visera de hule, saludó en forma amanerada a don Pedro y a los peones, que se encontraban entregados a los últimos retoques.
Ante la aparición de aquel fantoche de vidriera, los personajes contestaron al saludo y se chancearon por lo bajo, cuidando de no destruir las ilusiones del flamante capitán, que asistía a la recepción de su barco.
Para aquella gente que había nacido, crecido y hasta envejecido en la costa, el río no era más que el río. Formaban todos una sociedad cuyos integrantes estaban saturados de la belleza de los panoramas que crecieron y vivieron conociendo, para los que el río sólo significaba un medio de vida explotable, como para otros lo era la tierra o el mar.
Los diversos personajes poco habían variado en la barriada, eran casi iguales. El progreso no había llegado con su luz eléctrica y sus calles balastadas; se mantenía como tipo de edificación dominante el rancho; y los medios de locomoción automotores, cuando se aventuraban, iban marcando los baches de las huellas de las calles de tierra, entre un concierto de ladridos de cuzcos y gritos de chiquillos alborozados, que salían de las poblaciones al paso del vehículo.
Las generaciones, en el correr de los años, se sucedían como superponiéndose a través de un mismo molde; y así como ellas, los problemas cotidianos se repetían, con un ritmo de corrientes paralelas a las del río.
Los Gómez eran pescadores. Hijos de don Rudesindo Gómez, pescador de oficio, con la misma fisonomía de nariz achatada y ojos renegridos, como hace treinta años los hiciera su padre, gustaban despertar a las barriadas pudientes con sus gritos de oferta de pescado fresco, haciendo sonar al paso, el “chupetear” de sus alpargatas impregnadas de agua, mientras en el balancín que se apoyaba pesadamente sobre sus hombros, se hamacaban los dorados, bogas, zurubíes, armados, bagres, anguilas y pejerreyes, obtenidos en la excursión de varios días en el río.
Los Corrales repartían sus oficios; unos eran balseros; otros, lancheros y boteros, de acuerdo con la suerte que la vida les deparó. Por legítimo derecho de herencia de oficio, dado que eran hijos del conocido botero de otros años, don Pancho Corrales, que les legara la baquía de cruzar el río sirviendo a los paseantes, y como su padre, poseían todos el arte de la charla amena, cuyas narraciones se m marcaban como reales en la mente de los viajeros, junto con la belleza de los panoramas.
Otros eran isleños; se dedicaban al cultivo o al cuidado de las nuevas plantaciones que iban transformando la flora de las islas y regiones costeras. Los montaraces, de paso firme y pecho saliente, abierto por el continuo ejercicio del revolear el hacha, contrataban sus jornadas a los barraqueros que explotaban los montes naturales. Los areneros mostraban, sobre el lento navegar de sus chatas, sus carnes bronceadas y curtidas, destacándose del rojo sílice de las arenas que transportaban, mientras el sol, gozoso, reflejábase en sus palas brillantes y pulidas por el continuo roce de la arena. Los estibadores, los carboneros, los peones de curtiembre, de saladero, en fin, toda una sociedad íntimamente ligada al río, donde no faltaban las lavanderas, haciendo humear sus cigarros de hoja, que, alineándose a lo largo de la costa, formaban corros para ventilar los chismes del pueblo, mientras salpicaban pintorescamente la margen del río, con las variantes de colores de sus vestimentas y tendidos.
Toda una sociedad, cuya descripción llevaría el volcar de páginas y páginas, estaba allí, palpitante de realidad, en la pequeña barriada de la costa.
Pero así como ésta era una sociedad definible, cuyas complejidades fugan en este rápido análisis, también el río era el río, una ancha cinta de agua viboreante, con caprichos y particularidades, casi podríamos decir, con un carácter definido. Manso y entregadizo en las bajantes, en que mostraba aflorando enormes barcos de arena y extensas playas; despiadado en sus crecientes, con las que marcaba etapas en el memorial de aquella gente, que hablaba de ella definiendo años: la del año tal, la del año cual; en la que el río había arrasado todo lo que fuera renovable y débil, no ya sólo en lo material, sino en lo moral, de aquella sociedad humilde y trabajadora.
de «Gleba, la del río», novela, editorial B.U.D.A., Montevideo, 1950.
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