El 21 de octubre de 1982, Gabriel García Márquez, vestido con un "liquiliqui", la vestimenta tradicional del Caribe oriental, recibe el Premio Nobel de Literatura. Su objetividad y profundidad lo convierte en una pieza clave para comprender cómo es la existencia de este continente mítico y surrealista, como decía Alejo Carpentier.
La soledad en América Latina
Gabriel García Márquez
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América Meridional una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación.
Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho y otros como alcatraces sin lenguas cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vilumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos.
Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan condicionado, figuró en mapas numerosos, durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la eterna juventud, el mítico Álvarez Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición veía cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los seiscientos que la emprendieron.
Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tiempo de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro.
Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas el siglo pasado la misióm alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles.
El general Gabriel García Morena gobernó el Ecuador durante dieciséis años como un monarca absoluto y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial.
El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a treinta mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaba envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Navy comprada en París en un depósito de esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuesro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetu que nunca las noticias fantasmales de la América Latina , esa patria inmensa de hombres hacinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego.
Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido guerras y dicisiete golpes de Estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer genocidio de América Latina en nuestro tiempo.
Mientras tanto, veinte millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más que cuantos han nacido en Europa Occidental desde 1970.
Los desaparecidos por motivos de la represión son casi unos ciento veinte mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala.
Numerosas mujeres arrestadas, encintas, dieron a luz en cárceles argentinas, pero aun se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares.
Por no querer que las cosas siguieran así, han muerto cerca de doscientas mil mujeres y hombre en todo el continente, y más de cin mil perecieron entre pequeños y voluntariosos países de la América Central : Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón siescientas mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el diez por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos millones y medio de habitantes, que se considera como el país más civilizado del continente, ha perdido en destierro a uno de cada cinco ciudadanos.
La guerra civil en El Salvador ha cuasado desde 1979 casi un refugiado cada veinte minutos. El país que se pudiera con todos los exiliados y emigrados de América Latina tendría una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de Letras. Una realidad que no es la de papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte.
Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada; hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades que nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos nacionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos.
Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos.
La interpretación de nuetra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios.
Tal vez Europa venerable sería más comprensible si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó trescientos años para construirse su primera muralla y otros trescientos para tener un obispo; que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante veinte siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna.
Aun en el apogeo del Renacimiento, doce mil mercenarios a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kroeger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace cincuenta y tres años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una Patria Grande más human y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos.
La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante los progresos de la navegación, que han reducido las distancias entre nuestras América y Europa, parecen haber aumentado, en cambio, nuestra distancia cultural.
¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura, se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?
¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de poner en sus países, no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?
No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a tres mil leguas de nuetra casa.
Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuetra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios, ni las pestes, ni las hambrunas, ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenáz de la vida sobre la muerte.
Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay setenta y cuatro millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vidas nuevas como para aumentar sierte veces cada año la población de New York.
La mayoría de ellos nace en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina.
En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino a la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día, como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace treinte y dos años es ahora nada más que una simple posibilidad científica.
Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria.
Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
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