viernes, 27 de mayo de 2011

Historias de la cárcel

Un ratito de libertad, de mentira, pero libertad al fin


Ángel Juárez Masares

-¡La pelota se va alta y afuera por un costado de la cancha… throwing para el equipo de Danubio!- dijo el relator desde la radio.
Mi Amigo estiró la mano para tomar el mate; buscó un cigarro en el bolsillo de su camisa “de tartán”, y se quedó mirando el agua que desaparecía de la calabaza mientras sorbía.
-Aquella no era una pelota- musitó con la bombilla casi entre los labios.
Yo estaba acostumbrado a sus silencios. Los respetaba, y los apreciaba. Entre esas pausas uno podía priorizar un sentido; concentrarse en el olor profundo y casi empalagoso de la viruta de pino que alfombraba buena parte del galpón.
O escuchar los niños que jugaban a los fondos de la casa vecina, dónde la más chica oficiaba ahora de maestra, y no era precisamente de las más “buenas”.
Mi Amigo me devolvió el mate y clavó su vista en un punto más allá de mi cabeza. Cualquiera diría en la pared opuesta, donde un lote de tablas de álamo esperaba por una cepillada, pero no. Yo sabía que no estaba mirando las maderas.
-Era un planeta.
En el terreno del fondo uno de los niños no quiso quedar en penitencia, y un “no juego más” dio por terminada la clase.
-Algunos días allá (en el Penal de Libertad) nos dejaban armar un partido. A veces éramos quince contra catorce, pero lo que importaba era ganar. Descalzos, con los harapos de los pantalones arremangados por encima de la rodilla; los que pateaban para el arco de la garita con camisas, los otros con casaca de costillas.
Aquello no era un partido de fútbol, y lo que menos tenía era de “amistoso”, porque cada uno ponía en la carrera hasta el último resto de energía, y los “defensas” todos emulaban al “Peta” Ubiñas poniendo los huevos y el riñón en cada trancazo.
Mi Amigo hace una pausa para pasar la lengua por un cigarro extremadamente fino que acaba de armar. Otro resabio de la cárcel, donde un paquete de tabaco debía durar casi eternamente porque nunca se sabía cuándo habría otro.
-Y no era porque fuéramos malos compañeros. Era porque ganar significaba volver al celdario con eso…con un triunfo…con la sensación de haber dejado de ser un “pichi” por un rato, por lo menos para quienes estábamos dentro de la cancha. Por eso todos jugábamos a muerte. Por eso no importaba la rodilla que sangraba, ni el dolor que vendría en la noche a meterse en cada pedazo del poco músculo que nos quedaba.
Pero el partido también tenía otro beneficio, porque había un momento en que alguien la agarraba picando y la mandaba lejos…por encima del alambrado alto y con tres filas de púas. Entonces no era una pelota…era un planeta…todos hacíamos silencio mientras lo veíamos elevarse. Subía y subía, y parecía que no iba a caer nunca, por eso te digo que era un planeta. Describía una parábola perfecta y comenzaba a descender, y mientras lo hacía volvía a ser pelota. Una pelota rasposa, recosida, y media desinflada que ni picaba entre los cardos y quedaba allí oculta. Algunos suponíamos que de vergüenza por ser pelota de preso.
Mi Amigo ahora pone las manos sobre las rodillas y mira el piso.
Los niños han regresado al fondo del terreno y cantan algo.
-Entonces había que ir a la garita y gritar: ¡soldado, me autoriza a ir a buscar la pelota que está fuera del predio!
El soldado autorizaba, y entonces el que le tocaba ir tenía algunos minutos de libertad, de mentira, pero libertad al fin. Estar fuera de la alambrada, entre los cardos y las chilcas. Por supuesto la pelota “se perdía”, y había que ir de un lado a otro buscándola mientras los de “adentro” gritaban todos juntos: ¡ahí no…más a la derecha…más….no…te pasaste!..-
Desde la radio un comentarista le pide al delantero que le cuente el gol que hizo, pero a ninguno de nosotros nos importa.
Ojalá que no hayan devuelto la pelota que se fue a la tribuna. Que haya caído en medio de otra prisión, y que mañana la pateen “pa´fuera” para que alguien tenga un ratito de libertad, de mentira, pero libertad al fin.


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