Un dibujo rescatado de las cárceles del horror. |
Testimonios del horror
El libro “Maternidad en prisión política” recoge el testimonio de 35 de las cerca de 80 presas políticas que tuvieron sus hijos en cautiverio. Jóvenes mujeres que fueron encarceladas cuando tenían algunos meses de gestación y que igualmente fueron salvajemente torturadas por militares y por civiles ya que algunos médicos y enfermeras se sumaron a estas prácticas aberrantes. Una mujer al ser detenida gritó “¡Soy epiléptica!” pensando que con eso se salvaría de ser torturada. Un enfermero del servicio de emergencia del cual ella era socia, le suministró a los torturadores los medicamentos necesarios para que la epilepsia no le impidiera sentir lo que le depararía la sesión de tortura.
Estos son algunos relatos de cómo vivían y lo que padecieron esas mujeres y sus pequeños hijos.
“Me tocó una partera que era una desgraciada, dijo: “¿Y ustedes por qué no gritan? ¿Por qué se hacen las valientes? Con ironía le contesté: “¡Ay! no leí en ninguna parte que era mejor gritar, pero si quiere grito”.
“Imaginate qué confianza podías tener si en el IMES una pediatra nos reunió a todas y nos dijo: Atiendo a estos niños porque no tengo más remedio”.
“El parto se demoraba, el médico ordenó que me dieran Valium. No me revisó nunca. Por suerte después vino otro que preguntó: ¿No la revisó otro médico?
-No la revisó, le dio Valium
-¡Valium!
En la sala de partos puteaba al otro médico: ¡Hijo de puta, torturador, algún día las vas a pagar!”
“Llegué al Hospital Militar, lugar conocido, haciendo trabajo de parto (…) Me llevaron a la sala de partos cuando ya tenía la dilatación completa. En la camilla estuve rodeada por soldados armados con metralletas que pretendían meterse a la sala de parto, pero el doctor los dejó detrás de una puerta de vidrio, desde donde me vigilaban”.
“Después del nacimiento de mi hija, me llevaron al cuartel de Durazno. Mi hija y yo volvemos a una celda (…) Me vuelven a interrogar, “el sótano” quedaba muy cerca de la celda y se oían los gritos de los torturados”.
“Del infierno del 300 Carlos me trasladaron al 5° de Artillería. Al ingresar nos sacan fotos y pasábamos a un médico. ¡Muy sensible él, con su juramente hipocrático bien presente! A una compañera que no podía mover los brazos le dijo: ¿La colgaron?
-Si.
-Bueno, se le va a pasar”.
“Al principio, la comida era espantosa, ¡no te puedo decir lo que era la comida!
Había un cocinero, pero la comida venía sucia, con gusanos, con pelos, costaba comerla, realmente”.
“En una de esas recorridas de militares para las que nos hacían formar, el director le dijo a una soldado: “Avísele a la reclusa que tiene una beba que la prepare, que la vista bien”.
Y allá estaba yo al fondo de la celda tratando de que no nos vieran, pero se acercó el director y C, que tendría cinco o seis meses, estira la mano a la gorra y él levanta la mano como para pegarle, yo grito: ¡Es una beba!
-Si, es una beba, trate de que no sea una tupita en el futuro”.
“Ese torturador me había interrogado en el FUSNA, era integrante del elenco de OCOA (Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas).
Me había dicho. ¡Parece mentira que una cristiana haya hecho estas cosas!
-¿Por qué? ¿Usted se cree cristiano?
-Por supuesto.
Lo volví a ver en el penal como encargado de las reclusas, me preguntaba: -¿Está por caminar ya? Es muy chica.
-¿Usted cómo sabe?
-Ah, porque tengo a un hijo de esta edad y no camina.
Un día trajo al hijo: -Este es mi hijo, ¿viste? Igual que yo.
-¿Por qué lo trae acá?
-Este no camina. ¡Mirá ésta como camina!
Era la superposición de dos mundos, porque ahí estaba él, como un padre común y silvestre, comparando, pensando: este niño que nació en un hogar y esta otra que nació en la cárcel, vive entre mujeres, no puede salir, ¡cómo camina y cómo está!”.
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