viernes, 22 de julio de 2011

De cómo el dolor de muelas del señor fue mas fuerte que los padecimientos del crucificado, y las flechas moriscas en el pecho del héroe
                                                                           

Ángel Juárez Masares



Había una vez en una pequeña y lejana comarca, un Señor feudal que reinaba sobre su pueblo desde un coqueto y antiguo palacio.
Muchas fueron las desventuras y desvelos que sufrir tuvo a manos de sus acólitos, pero esta noche os referiré un episodio muy doméstico que se ha perdido en medio de tanta traición y falacia de que fue objeto.
Cuentan que una vez, el Amo estaba aquejado por un fuerte dolor de muelas que lo despertó a medianoche de tal modo que se vio impelido a llamar a Sir Oliver, su médico personal. Acudió éste presuroso y preparóle varias pócimas para calmar su dolor. Emplastos de corazón de murciélago triturado mezclado con extrañas hierbas y guano de ave zancuda, fueron puestos sobre la mejilla hinchada del Señor, sin que tuvieran efectos positivos. Tampoco lograron aliviarle los buches de agua helada de las pilas bautismales de la abadía, ni el aguardiente más potente de los prostíbulos de la aldea.
Aconsejóle entonces Sir Oliver, que se fuera a la biblioteca de palacio y buscara la ayuda de los libros, para que la lectura de antiguas historias distrajera su mente del dolor.
Así lo hizo el Señor, y sentado a una mesa con cuatro candelas leyó la historia de un hombre que bajaba por una calle empedrada cargando una cruz; vio como el desgraciado era azotado por varios soldados que reían cada vez que caía, y como la turbamulta arrojaba piedras sobre su cabeza que lucía una corona de espinas.
Pero su dolor de muelas era tan inmenso que se salteó varias hojas, y retomó la lectura cuando los mismos soldados que golpeaban al hombre lo clavaban inmisericordes sobre la pesada madera que portaba. También entonces pudo ver en su mente la sangre brotando de las manos y el crujido de los huesos rotos de los pies del infeliz.
Pero como su dolor de muelas continuaba atormentándolo hizo a un lado el libro y tomó otro. Este contaba la historia de un hombre que había luchado por su patria y por su Rey, y que había enfrentado al mismo Emperador almorávide Mahammad -sobrino de Yusuf- a las puertas de Valencia venciendo a 150 mil moros.
Sus huestes y su pueblo le llamaron Mio Cid, y había muerto un domingo de julio de 1099, para pasar a ser leyenda a causa de sus hazañas.
Pero al Señor le dolían tanto las muelas que tampoco estas historias pudieron distraerlo, y terminó arrojando el libro al piso cubierto de frías losas grises.
Así, aterido, sólo, y dolorido, comenzó a pensar en las historias que habrían de escribirse sobre él una vez llegado el final de su existencia.
Vio su catafalco rodeado por los serviles de siempre enjugando lágrimas de mentira con sus albas capas, lo cual no le causó inquietud porque ya los conocía, ni le alivió el dolor de muelas porque eran demasiado insignificantes.
Pensó en las obras que dejara a su pueblo, recordando con orgullo la barca que paseaba visitantes por el gran lago oscuro, y acudió a su memoria el circo de carreras de carruajes que él mismo había creado. Sin embargo, el maldito dolor de muelas lo trajo nuevamente a la realidad antes de ennumerar mentalmente su magnífica obra legada a la comarca. Además, ya no tenía ganas de hacer una lista de sus logros.
La madrugada encontró a nuestro Señor con la boca llena de agua fría; el rostro embadurnado con una inmunda cataplasma sostenida por un ridículo pañuelo que pasaba bajo su mandíbula, y terminaba atado sobre su cabeza donde dos puntas semejaban igualmente ridículas orejas.
De cualquier manera nunca se sabrá si fue la cataplasma, el agua bautismal, o el alcohol prostibulario, pero al salir el sol el escriba encargado de la biblioteca lo encontró dormido sobre el libro que contaba la historia del crucificado.
Nada ha trascendido a través de documentos, de esta doméstica circunstancia que le tocó sufrir al Señor Feudal. Sí han llegado hasta nuestros días versiones orales y contradictorias sobre el episodio. Algunas de ellas dicen que a partir de ahí se ocupó en realidad de las tribulaciones de su pueblo, pero otras aseguran que una vez aliviado olvidó la agonía del crucificado y las flechas en el pecho del Héroe.
Otros dicen que al tener una visión del dolor de los demás, el hombre minimizó el suyo propio, pero en realidad nadie supo nunca la verdad.

Moraleja:
              Cuidado con creer que la historia no nos cobra nuestros actos aunque duela, pues lo hará de manera tan tremenda que compararlo es tonto, con un dolor de muela.

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