La pala que añoraba ser guitarra
Ángel Juárez Masares
Habíamos pasado la tarde bajo las moreras que crecían al final de la calle. Allá, donde 18 de julio se convertía en un sendero de tierra sólo advertido por las huellas de los carros.
Manos, bocas, y “cachetes” pintados por el zumo de la dulce fruta, tejíamos historias fabulosas mientras del otro lado del alambrado las vacas rumiaban aburridas dejando escapar un hilo de baba que ondeaba al viento y brillaba con las últimas luces de la tarde.
El “Odo” Antivero había matado un gorrión, y estaba empeñado en asarlo ensartado a un palo que giraba sobre un fuego tan pequeño como el pájaro desplumado.
Muchos años después, caí en la cuenta que aquello no era una travesura, el “Odo” quería comérselo simplemente porque tenía hambre.
Cuando las sombras se alargaron fuimos bajando hacia las casas que yacían tiradas por el campo.
Fiel a su costumbre, el “Odo” corría tras las perdices que levantaban vuelo entre los pastos, mientras el “Pata” y yo nos empujábamos por el camino de tierra, festejando cuando una zancadilla daba resultado.
Más adelante -y apartado del resto de las casas- un rancho desvencijado aguantaba recostado entre los árboles. Desde esa maraña brotaba el sonido de una flauta dulce que soplaba el viejo Pacheco, quien interrumpía la música solo para insultar a su mujer, una negra gorda y tetona que lavaba ropa permanentemente en un tacho de latón.
Pacheco trabajaba en la Intendencia Municipal. Un camión volcaba en una esquina un viaje de tierra colorada, y al otro día aparecía Pacheco con un bolso de tela azul colgado a la espalda, y una pala al hombro. Pedía una carretilla prestada a algún vecino, y con todo el tiempo del mundo se dedicaba a tapar los pozos de la calle. Cada tanto se sentaba en la cuneta y sacaba una botella de su bolsa para mandarse unos buenos buches de vino.
El hombre tendría unos 50 años de edad, flaco y muy alto, era difícil verlo sin los elementos que formaban su trilogía divina: la pala, la flauta, y la botella. Naturalmente nunca llegaba al final de la jornada en condiciones normales, pero aún así, siempre se las ingeniaba para estar en su rancho al atardecer.
Los fines de semana, su mujer cambiaba el jabón por la botella, y la noche los encontraba entre la tupida vegetación que rodeaba el rancho alternando canciones con insultos que se prodigaban mutuamente.
Algunas veces, Pacheco tomaba su pala como si fuera una guitarra, y organizaba arpegios y escalas musicales en el mango lustroso de madera.
Mimosamente recostada en las rodillas del hombre, la herramienta dignificaba aún más su existencia al convertirse por un rato en instrumento.
Una tarde vimos pasar a la negra rumbo “al centro”. Metida en un vestido rojo con grandes flores blancas; los gruesos labios pintados de rojo, grandes aros colgando de las orejas, y una maleta en la mano. Subió la cuesta bamboleando su enorme trasero al tratar de evitar las piedras sueltas de la calle.
Nunca más regresó.
Al poco tiempo mandaron un capataz al rancho porque Pacheco llevaba varios días sin ir a trabajar.
Lo encontraron sobre un camastro abrazado a su flauta y su botella, y definitivamente muerto.
Contra la puerta de lata, la pala municipal –brillante y filosa- esperaba resignada un nuevo destino, resignada a ser pala, y nunca más guitarra.
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