Cazadores del idioma
Aldo Roque Difilippo
En el principio todo fue gestual. Mímica y pantomima transmitiendo sentimientos, miedos, decepciones o quimeras, con pretensiones de lenguaje.
Después, aquel abuelo del Pitecantropus dejó el árbol por aventura, necesidad, o por la expulsión de unos brazos o dientes más fuertes que ante la escasez de alimento le trabó lucha, y al vencerlo le cambió la perspectiva del mundo.
Después el nomadismo. El vagar guiando la manada, y las manos alzadas dibujando situaciones, marcando el camino, sorprendiéndose ante lo desconocido.
Más tarde el cubil cobijó a la manada. Noche larga, frío intenso, comida escasa; y los cuerpos dándose calor unos a otros, esperando en el fondo de la cueva el regreso de quienes partieron en busca de alimento.
Los que habían marchado regresaron con las manos vacías y un compañero menos; y entonces debieron explicar su ausencia a crías y hembras. Cuerpos en movimiento intentaron relatar lo ocurrido. Aquí uno era la bestia, allá otro el cazador. Más acá la maza que golpea; y sonidos carente de articulación, indescifrables, pretendiendo en vano explicar lo ocurrido.
Una noche en que el agua caía del cielo, una mano se estiró, llegó hasta ella, y comprobó su frialdad. No era fresca como la del pequeño espejo donde se miraban y bebían cuando tenían sed. Era fría, y no supo cómo trasmitírselo al clan. Tomó el brazo de su compañera y la llevó hasta la lluvia. Ella sorprendida lo miró interrogante. El pensó en el espejo. Ella, en la nube blanca, espesa y helada que habían dejado atrás. El quiso comunicar sus sensaciones. Ella marcar la diferencia entre la nieve helada y la lluvia fría, y otros gestos fueron el preludio de un nuevo sonido gutural, forzado y que requirió de mucho esfuerzo para recordarlo y repetirlo. "Lluvia" -dijo ella. "Lluvia" -gutural, mímica y forzada, contestó él luego de varios intentos. El cielo se abrió en una estampida de luz y estruendo. El relámpago trajo al trueno, y el trueno fue el preludio del rayo que retumbó con toda su fuerza en el cubil. Los cuerpos apretujados en el fondo. Los ojos intentando descubrir algo en la oscuridad. Un nuevo estampido y desde ese rincón en la noche cerrada vieron crecer una nueva luz desde la ramazón del árbol. Los más atrevidos desafiaron la lluvia y fueron a su encuentro. Se acercaron temerosos. Lo escucharon crepitar entre las ramas. Olfatearon su olor que consumía el árbol, hasta que alguien, creyéndola lluvia luminosa, quiso tocarla. El grito provocó la estampida, y un nuevo dolor se apoderó del brazo del atrevido. Alguien acercó una vara y ardió al instante. La primera antorcha se apagó bajo la lluvia cerrada, hasta que una rama gruesa se desprendió del ex-árbol, convertido en pira. Tomarla y arrastrarla hasta el cubil fue todo uno. La sorpresa de las hembras y las crías creció allí dentro, hasta descubrir el calor de aquella luz. Por primera vez los rostros sonrieron en una noche oscura. El cubil estaba caliente. La adoración al nuevo dios se volvió cotidiana y aquellos que partieron a la mañana, regresaron cansados y contentos, arrastrando el cadáver de un animal, y con los ojos colmados de paisaje. En la cueva ahuyentaron el frío, y le cedieron el mejor lugar frente al fuego. Alguien, quizá la hembra más vieja del clan, trozó con una piedra la carne. Uno a uno tomó su parte y comieron en silencio mientras las crías jugaban con los huesos y pezuñas de aquel animal.
Los cazadores contaron su experiencia y los "que", "cómo", "cuándo", y "dónde" interrumpieron el relato. El endurecido músculo del cazador debió relajarse, buscar la paz, la laxitud de boca y lengua hasta conseguir articular un relato certero de lo ocurrido. Aquel abuelo del Hombre fue el primer relator, el que diferenció el árbol de las bestias, la noche del día, el fuego del sol. Cuando todo era volátil, efímero, olvidable, él perpetuó con sonidos sus vivencias.
La manada creció. Por falta de espacio; necesidad de nuevos horizontes, por intereses o mezquindades, se dividieron. El fuego fue robado y vuelto a recuperar. Los años, los siglos, y los relatos se sucedieron. Alguien dejó sus huellas en las cuevas. Vegetales y tierra machacados fueron sus primeros elementos, y una mano, un sol, la impotencia del cazador frente a la bestia, sus primeras obras. Su idioma visual perpetuó la vida. Altamira, Lascaux, y tantas otras, fueron verdaderas galerías de arte.
Y los siglos pasaron. Las bestias fueron domesticadas. Las aldeas sustituyeron las cavernas. La lanza, el arco y la flecha trajeron el alimento que faltaba. La rueda acortó la distancia. Alguien hilvanó caracteres cuneiformes. En oriente, otro alguien, sin nombre, sin biografía, inventó la tinta, y con ella el idioma fue plasmado, perfeccionado: vehículo comunicador y trasmisor de las culturas. Otro alguien, que había nacido en Maguncia, perfeccionó un sistema de prensa y caracteres móviles que convirtió todo lo escrito. El molde suplantó lo manuscrito, y el mundo se convirtió en menos ancho y más comprensible. La sabiduría ya no fue patrimonio de monasterios. Los siglos transcurrieron veloces y un nuevo combustible descubierto allá, en Oriente, arrasó con civilizaciones que habían tardado años en erigirse. El hombre de Neanderthal, creador de la religión y la guerra, seguramente se habría sentido orgulloso al comprobar como estos Homo Sapiens copiaban su sistema, denunciándose hijos dilectos. Y el idioma gestual, trabajado con la paciencia de los milenios fue herramienta eficaz, utilitaria, como aquella tosca piedra que se convirtió en cuchillo, punzón o maza. Las aldeas dieron paso a las ciudades. Las ciudades florecieron macrocéfalas; y todo fue comunicación oral, visual y escrita. Por eso, cada vez que alguien intenta trasmitir sus pensamientos, se descubre descendiente de aquel cazador que relató su frustración al perder la presa que aplacaría el hambre. O al relatar su victoria ante la bestia: victoria del idioma que uniría la manada. Hubo quienes pelearon y murieron por defender lo escrito. También quienes pretendieron acallar a estos escribas que alzaron su voz, denunciando, confrontando, rescatando el perfume y el colorido de la flor; combatiendo. El papel está escrito, la semilla sembrada. Ahora, ni el fusil ni la bomba podrá silenciar su voz, ni su eco.
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