Profesor renuncia por incapacidad de sus
estudiantes
El diario colombiano “El Tiempo” publica la carta en
la cual este profesor frustrado relata sus infructuosos intentos por lograr que
jóvenes de 20 años, que aspiran a ser periodistas, hiciesen un análisis de
texto mínimamente coherente. ¿Un mal de muchos estudiantes
latinoamericanos?
Reproducimos
la carta en la que Camilo Jiménez explica el porqué de su renuncia a la
cátedra Evaluación de Textos de No Ficción, materia integrante del
área de Producción Editorial y Multimedial.
Camilo
Jiménez al diario El Tiempo. 9 de diciembre 2011
Un
párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una
pieza que pudiera pasar por literaria o de encontrar razones para defender un
argumento resbaloso. No. Se trataba de condensar un texto de mayor extensión,
es decir, un resumen, un resumen de un párrafo, en el que cada
frase dijera algo significativo sobre el texto original, en el que se
atendieran los más básicos mandatos del lenguaje escrito -ortografía,
sintaxis- y se cuidaran las mínimas normas: claridad,
economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad, mejor, pero no era
una condición. Era sólo componer un resumen de un párrafo sin errores
vistosos. Y no pudieron.
No
voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor
esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses,
escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo
pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a
otro. Estudiantes de Comunicación Social entre su tercer y su
octavo semestre, que estudiaron doce años en colegios privados. Es
probable que entre cinco y diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro
país, y que otros más conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje
de vacaciones con la familia. Son hijos de ejecutivos que están por los
40 y los 50, que tienen buenos trabajos, educación universitaria. Muchos,
posgraduados. En casa siempre hubo un computador; puedo apostar a
que al menos 20 de esos estudiantes tienen banda ancha, y que la tele de casa
pasa encendida más tiempo en canales por cable que en señal abierta. Tomaron
más Milo que aguadepanela, comieron más lomo y ensalada que arroz con huevo.
Ustedes saben a qué me refiero.
Por
supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado
con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de
Power Point ni películas; a lo más, vemos una o dos en todo el semestre.
Quizá, ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y
debo más bien proyectarles una presentación con frases en mayúsculas que
indiquen qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la
película Capote en lugar de hacer que lean A sangre
fría. Quizá, no debí insistir tanto en la brevedad, en la
economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien palabras, sino de
tres cuartillas, mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el miércoles.
De
esas limitaciones y dubitaciones, quizá, vengan las pocas y tibias
preguntas de mis estudiantes este último semestre, sus silencios,
su absoluta ausencia de curiosidad y de crítica. De ahí, quizá,
vengan sus párrafos aguados, con errores e imprecisiones,
inútilmente enrevesados, con frases cojas, desgreñadas. Esos párrafos
vacilantes, grises, que me entregaron durante todo el semestre. Pareciera que
estoy describiendo a un grupo de zombis. Quizá, eso es lo que son.
Los párrafos, quiero decir.
El
curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece
a la línea de Producción Editorial y Multimedial de la carrera de
Comunicación Social de la Universidad Javeriana. En cuanto a
lecturas, siempre propuse piezas ejemplares en los géneros más notorios de la
no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias y testimonios. A partir de
clásicos nacionales y extranjeros, los estudiantes componían escritos como los
que debe elaborar un editor durante su ejercicio profesional. Primero, un
resumen: todos los textos de los editores son breves, o deberían serlo
-contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera-. Una vez que la
mayoría hubiera conseguido un resumen pertinente y económico, pasábamos a
escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para terminar con un
informe editorial o una reseña.
En el
centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos breves
a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en clase para
fomentaractividades que noto algo empañadas en la actualidad: la
escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno
mismo dice y lo que dice el otro en una conversación.
El
otro concepto transversal, la economía lingüística, buscaba
mostrarles la importancia de honrar la prosa. Si uno en 100 palabras debe
sintetizar un libro de 200 páginas, debe cuidar cada palabra, cada frase, cada
giro. En últimas, la palabra escrita les dará de comer a estos
estudiantes cuando sean profesionales, no importa si se desempeñan como
editores de libros, revistas o páginas web, como periodistas o como profesores
e investigadores.
Los
estudiantes de este último semestre, y los de dos o tres anteriores, nunca
pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi
cátedra, en 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis
bien hecha, y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba
avanzar. Lo que siento de tres o cuatro semestres para acá es más
apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes.
Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico.
Debe
ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo
trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. "Esos
gorditos de más". El mensaje en el Blackberry.
Nunca
he sido mamerto, ni amargado, ni ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un
rastafari y me descerebraba con alcohol cada vez que podía al lado de mis
cuates. Quería ver tetas e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por
tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía.
No
sé. En esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados
para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar
que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento
en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.
Es
cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los
teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan
en el bilingüismo, sin alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua.
A los padres que querían que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en
sus casas. Es cándido culpar al "sistema". Pero algo está pasando
en la educación básica, algo está pasando en las casas de quienes ahora
están por los 20 años o menos.
Mi
sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee mucho, en Internet. Lo
que debe preguntarse es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se
lee en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va
cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los
nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de
silencio. La capacidad de estar solos. Sólo en soledad, en silencio,
nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad
ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en
Facebook.
Dejo
la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No
entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que
considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea
ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en
consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises,
sin vida, siempre con errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están
escribiendo parecen zombis. Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años,
cuando estos veinteañeros de ahora tengan 30 y estén trabajando en editoriales,
en portales y revistas. Por ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme.
Al tiempo que sigo con mis cosas, voy a pensar en este asunto, a mirarlo con
detenimiento. Pongo el punto final a esta carta de renuncia con un nudo
en la garganta.
Fuente: INFOBAE
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