El día que descubrí
cuan malo soy
Ángel Juárez Masares
“Mirando pasar la vida, encima ´el cerro me quedo/ y de
golpe me parece que soy yo el que se está yendo”, cantaba el conjunto
folklórico argentino “Los Fronterizos” allá por 1960.
Yo lo miraba desde mi patio e inmediatamente recordaba esa
zamba cuyo título es “Pastor de nubes”. El hombre había trabajado toda su vida
en el campo. Las noches enteras arando tierra ajena arriba de un tractor “de
los de antes” -sin cabina ni más abrigo que algún ramalazo de calor que pudiera
llegar desde el motor- le habían dejado
una tos crónica y un ronroneo de gasoil en los bronquios. Yo estaba convencido
que dentro del pecho tenía un pequeño tractor “moderando”.
Se había jubilado hacía casi un año, cambiando el asiento
anatómico de hierro del “John Deere” por una silla doméstica, pero también de
hierro.
Antes que decidiera volverme ermitaño levantando un muro
hacia la calle, lo veía todas las mañanas sacar su silla y sentarse a la puerta
de su casa. Mis empeño por transformar el patio delantero en un selva tropical
llena de helechos, tunas, y vegetales variopintos, hizo que prestara inevitable
atención a la rutina de mi vecino.
La silla de bar debía sufrir –supongo- al ver trastocado
su destino nocturno en soporte de pasivas posaderas, y la imaginé resignada y
triste al verse devenida en objeto casero. Las noches de truco de seis y
borrachos nostalgiosos que tendría; las veces que la usaron de escalera para
cambiar la lamparilla del tugurio cagada por las moscas y ennegrecida por el
humo de mil puchos. Y ahora condenada al ostracismo.
El hombre salía entre las 8:45 y las 9:00 de la mañana
arrastrando la silla del respaldo. Las patas traseras profundizaban cada día
los surcos a través del patio de tosca, y un brusco giro la ponía exactamente
en el mismo lugar que el día anterior. Cada mañana los agujeros en el piso eran
un poco más hondos, y yo estaba seguro que algún día quedaría de él solo la
gorra vasca desteñida a flor de tierra. Es más, íntimamente esperaba ese
momento.
Ya sobre su trono, el hombre se colocaba un palito entre
los dientes que cambiaba de una comisura a otra con un imperceptible movimiento
de la lengua, mirando alternativamente hacia ambos lados de la calle. Así hasta
el mediodía en que –hombre y silla- emprendían el regreso hacia la casa.
El ritual se repetía en horas de la tarde, dependiendo de
la estación, cerca de las 18:00 en verano, como a las 14:00 en invierno.
Como nos conocíamos desde nuestra juventud, pese a que la
vida nos había llevado por caminos diferentes, algunos días de escoba en la
vereda solía cruzar y sentarme junto al hombre intentando organizar una charla.
Monosilába entonces mi vecino, y con el tiempo intuí que las largas pausas
entre un vocablo y otro no tenían otro objetivo que escuchar el tractor que
cortaba amelgas del corazón a los pulmones.
¿No escuchás radio? Le pregunté una mañana.
-No me gusta- respondió masticando el palito de su boca-
-Si querés te presto un libro- le dije alguna tarde.
-No me gusta leer- respondió.
-¿Y no te aburrís sentado acá todo el día sin hacer nada?-
-¿Por qué?- dijo el
hombre para dejarme sin respuesta.
-Podrías plantar lechugas y zanahorias en el fondo-
aventuré una tarde.
-¿Para qué? Si las compro en lo Pereira-
-¿Y en que pensás todo el día?-
-En nada-
-Ta bien… yo no puedo estar sin pensar en algo-
-Vos porque estudiaste-
-¿Y qué tiene que ver eso con estar todo el día sentado
ahí sin hacer nada?-
-Que si estudiás tenés en que pensar... yo no…a gatas se
leer. Y no me gusta-
-Ta bien. Pero…no se…aprovechar el tiempo ahora que estás
jubilado-
- ¿Para qué?...ya trabajé bastante-
-No tiene nada que ver una cosa con la otra. Pero bue…por
lo menos hacés lo querés…nada-
-Ahá-
Los días pasaron, y las semanas, y los meses. Y una mañana
de escoba en la vereda crucé otra vez la calle y me senté en el suelo al lado
de mi vecino. No fue para tratar de organizar una charla imposible, lo hice con
la secreta esperanza que la silla hubiera comenzado a hundirse en la tierra,
pero lamentablemente todo parecía indicar que los cuatro agujeros tenían la
misma profundidad de siempre.
Ese día me di cuenta de cuan profunda era mi maldad.
¿Tenía el hombre derecho a permanecer sentado hasta el día
de su muerte?
¿Podía alguien solo respirar y alimentar un cuerpo lo
necesario para mantener sus funciones vitales?
¿No era eso una afrenta a quienes aprovechan hasta el
último aliento para hacer algo?
Esa mañana esperé a que el hombre escuchara “moderar” su
tractorcito, y le “tiré” la idea:
-Un día de estos por ahí podés salir a caminar un poco-
-¿Para qué?-
-Para estirar las piernas. Te vas por la ruta…tranqui- Le
dije pensando en los camiones cargados con madera.
-¿Para qué? Ya caminé bastante-
Entonces supe que mi única esperanza era la silla, y
prometí volver cada tanto y sentarme en el suelo junto a ella. La última vez
que lo hice los caños de hierro estaban más hundidos en la tosca. Espero que la
vida me alcance para ver la gastada boina vasca desteñida abandonada sobre la
vereda, y acaso apenas un cachito del respaldo de la silla.-
“Mirando pasar la vida, encima ´el cerro me quedo/ y de
golpe me parece que soy yo el que se está yendo”.
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