viernes, 3 de febrero de 2012

HABLANDO DE BUEYES PERDIDOS

Acaso sea una historia de amor
                                                                                                                          

Ángel Juárez Masares

El hombre sobrevivía en una casa abandonada donde moraba como “intruso” junto a su mujer, una morena motosa  que casi no se dejaba ver. Se ganaba el sustento recogiendo cartones con un carro desvencijado armado con ruedas de bicicleta, y los fines de semana solía emborracharse mientras un olor a fritura de algo indefinido emanaba por las ventanas tapiadas que daban a la calle.
Alguien comentó una vez que su padre había sido un ingeniero de reconocida trayectoria con activa participación en la construcción de la rambla 25 de agosto de Montevideo, y que nuestro personaje había tenido todas las oportunidades para acceder a una carrera universitaria. Sin embargo había optado por no hacer nada, y tras la muerte de sus padres la holganza le llevó a perder algunos recursos económicos heredados.
Quizá piense usted que lo dicho no tiene nada de original por la cantidad de historias similares que conocemos, y es posible que así sea, pues lamentablemente estos casos son mas comunes de lo que pueda imaginarse.
A nuestro hombre le llamaban “el porteño”, aunque a pesar de las veces que solía detenerme a charlar con él nunca le pregunté por el origen de su apodo. De todas maneras no es descabellado inferir que quizá había nacido en Buenos Aires.
De cualquier manera tenía una charla interesante. Estaba informado, y  conservaba modales que nada tenían que ver con su condición de hurgador.
Una tarde me invitó a entrar en la casa, y confieso que lo hice impelido por el deseo de saber las razones por las que un hombre llega ese estado de abandono. Nos sentamos en un patio mugroso lleno de cartones, papeles, diarios viejos y trastos de diversa naturaleza. En un cuarto sin puertas la mujer freía algo en medio del humo proveniente de un tacho alimentado con maderas, que hacía las veces de cocina.
Hablamos de cualquier cosa, desde el precio del cartón hasta la cantidad en kilos que tenía que llevar al acopiador para poder comprar algo de carne. Acepté algo de vino en un vaso que el anfitrión “enjuagó” previamente en un tacho de plástico, y encendimos cigarros.
“El porteño” ya venía desde la mañana tomándose unos “aperitivitos” –como solía llamarle a sus libaciones- pese a lo cual no ostentaba signos de embriaguez. Poco a poco la charla fue derivando hacia donde a mi me interesaba que fuera: a su juventud y las razones de su posterior debacle.
-A mi me encandilaron las luces del centro- recuerdo que dijo en alguna oportunidad parafraseando alguna letra de tango- cuando empecé a salir cambié todo por la noche. Amanecía timbeando en los piringundines del barrio sur, o en salones de la alta sociedad, donde tenía acceso porque andaba con guita en el bolsillo, pero mas que nada porque tenía dos apellidos. Entonces, mi viejo estaba demasiado ocupado para averiguar en lo que andaba, y mi vieja me “tapaba las cagadas”. Mi hermano –un poco mayor que yo- estudiaba como loco y casi siempre se levantaba cuando yo me iba a acostar. Al principio discutíamos porque quería que estudiara y dejara de salir de noche, pero yo ya había entrado en caída libre. Claro que no me di cuenta hasta que venía por la mitad del “tobogán” y ya no podía parar. Cuando las cartas no fueron suficientes agarré “pa´los burros”; después “pa´los gallos”, y la pasión por las mujeres me pusieron la moñita del regalo. Después…todo pareció  pasar muy rápido…¿sabés?... un día se murió la vieja, mi hermano se recibió y se fue a Europa, y al tiempo murió el viejo…
“EL porteño” mira la pared de enfrente mientras se empina media botella de plástico hecha vaso, buscando quizá entre  los pedazos de revoque y moho algún recuerdo que lo salve, o justifique.
-Y así fue que de un día para el otro me encontré sin nada, en la calle, y sin puerta alguna a donde ir a golpear. Eso si… nunca nadie me escuchó quejarme. Lo que hice fue mi decisión y nadie me obligó a nada. Mi hermano no apareció nunca más ni supe de él, y los parientes se borraron cuando me quedé en la calle.
El hombre hace silencio y comienza a armar un cigarro en una hojilla que corta de un librillo arrugado.
-¡Negra!- grita de pronto mirando hacia el cuarto donde ya no sale humo pero sí olor a fritura.
La mujer llega con un arrastre de chancletas vencidas por el uso y se sienta en un cajón. “El Porteño” le alcanza el vino.
-¿Sabés? –dice envuelto ahora en una nube de humo azul- la única persona que me buscó fue la negra. Apareció una noche acá y me dijo: haceme lugar en el colchón. Y esa vez dormimos abrazados. Como antes, cuando yo tenía plata para pagar toda una noche con ella.
Con el tiempo  me di cuenta lo que me quiso decir una vez, allá en el bajo. Recuerdo que estaba amaneciendo; el sol entraba por la ventana junto con el olor a petróleo del puerto…y se mezclaba con el perfume y el olor del cuerpo de la negra… Esa vez me dijo: “Mirá que la vida es un paquete que tus viejos te dejaron de regalo…no te olvidés de abrirlo”.
¡Y no le hice caso! ¡Puta madre!...
La mano negra de la negra se apoya en el puño cerrado de  “El porteño”, y pienso que esto acaso sea una historia de amor…

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