Acaso sea una
historia de amor
Ángel Juárez Masares
El hombre sobrevivía en
una casa abandonada donde moraba como “intruso” junto a su mujer, una morena
motosa que casi no se dejaba ver. Se
ganaba el sustento recogiendo cartones con un carro desvencijado armado con
ruedas de bicicleta, y los fines de semana solía emborracharse mientras un olor
a fritura de algo indefinido emanaba por las ventanas tapiadas que daban a la
calle.
Alguien comentó una vez
que su padre había sido un ingeniero de reconocida trayectoria con activa
participación en la construcción de la rambla 25 de agosto de Montevideo, y que
nuestro personaje había tenido todas las oportunidades para acceder a una
carrera universitaria. Sin embargo había optado por no hacer nada, y tras la
muerte de sus padres la holganza le llevó a perder algunos recursos económicos
heredados.
Quizá piense usted que lo
dicho no tiene nada de original por la cantidad de historias similares que
conocemos, y es posible que así sea, pues lamentablemente estos casos son mas
comunes de lo que pueda imaginarse.
A nuestro hombre le llamaban
“el porteño”, aunque a pesar de las veces que solía detenerme a charlar con él
nunca le pregunté por el origen de su apodo. De todas maneras no es
descabellado inferir que quizá había nacido en Buenos Aires.
De cualquier manera tenía
una charla interesante. Estaba informado, y
conservaba modales que nada tenían que ver con su condición de hurgador.
Una tarde me invitó a
entrar en la casa, y confieso que lo hice impelido por el deseo de saber las
razones por las que un hombre llega ese estado de abandono. Nos sentamos en un
patio mugroso lleno de cartones, papeles, diarios viejos y trastos de diversa
naturaleza. En un cuarto sin puertas la mujer freía algo en medio del humo
proveniente de un tacho alimentado con maderas, que hacía las veces de cocina.
Hablamos de cualquier
cosa, desde el precio del cartón hasta la cantidad en kilos que tenía que
llevar al acopiador para poder comprar algo de carne. Acepté algo de vino en un
vaso que el anfitrión “enjuagó” previamente en un tacho de plástico, y encendimos
cigarros.
“El porteño” ya venía
desde la mañana tomándose unos “aperitivitos” –como solía llamarle a sus
libaciones- pese a lo cual no ostentaba signos de embriaguez. Poco a poco la
charla fue derivando hacia donde a mi me interesaba que fuera: a su juventud y
las razones de su posterior debacle.
-A mi me encandilaron las
luces del centro- recuerdo que dijo en alguna oportunidad parafraseando alguna
letra de tango- cuando empecé a salir cambié todo por la noche. Amanecía
timbeando en los piringundines del barrio sur, o en salones de la alta
sociedad, donde tenía acceso porque andaba con guita en el bolsillo, pero mas
que nada porque tenía dos apellidos. Entonces, mi viejo estaba demasiado
ocupado para averiguar en lo que andaba, y mi vieja me “tapaba las cagadas”. Mi
hermano –un poco mayor que yo- estudiaba como loco y casi siempre se levantaba
cuando yo me iba a acostar. Al principio discutíamos porque quería que
estudiara y dejara de salir de noche, pero yo ya había entrado en caída libre.
Claro que no me di cuenta hasta que venía por la mitad del “tobogán” y ya no
podía parar. Cuando las cartas no fueron suficientes agarré “pa´los burros”;
después “pa´los gallos”, y la pasión por las mujeres me pusieron la moñita del
regalo. Después…todo pareció pasar muy
rápido…¿sabés?... un día se murió la vieja, mi hermano se recibió y se fue a
Europa, y al tiempo murió el viejo…
“EL porteño” mira la
pared de enfrente mientras se empina media botella de plástico hecha vaso,
buscando quizá entre los pedazos de
revoque y moho algún recuerdo que lo salve, o justifique.
-Y así fue que de un día
para el otro me encontré sin nada, en la calle, y sin puerta alguna a donde ir
a golpear. Eso si… nunca nadie me escuchó quejarme. Lo que hice fue mi decisión
y nadie me obligó a nada. Mi hermano no apareció nunca más ni supe de él, y los
parientes se borraron cuando me quedé en la calle.
El hombre hace silencio y
comienza a armar un cigarro en una hojilla que corta de un librillo arrugado.
-¡Negra!- grita de pronto
mirando hacia el cuarto donde ya no sale humo pero sí olor a fritura.
La mujer llega con un
arrastre de chancletas vencidas por el uso y se sienta en un cajón. “El
Porteño” le alcanza el vino.
-¿Sabés? –dice envuelto
ahora en una nube de humo azul- la única persona que me buscó fue la negra.
Apareció una noche acá y me dijo: haceme lugar en el colchón. Y esa vez
dormimos abrazados. Como antes, cuando yo tenía plata para pagar toda una noche
con ella.
Con el tiempo me di cuenta lo que me quiso decir una vez,
allá en el bajo. Recuerdo que estaba amaneciendo; el sol entraba por la ventana
junto con el olor a petróleo del puerto…y se mezclaba con el perfume y el olor
del cuerpo de la negra… Esa vez me dijo: “Mirá que la vida es un paquete que
tus viejos te dejaron de regalo…no te olvidés de abrirlo”.
¡Y no le hice caso! ¡Puta
madre!...
La mano negra de la negra
se apoya en el puño cerrado de “El
porteño”, y pienso que esto acaso sea una historia de amor…
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