Ángel
Juárez Masares
Hace
varios días que me siento frente a la pantalla con la idea de escribir esta
sección, y me levanto después de un buen rato de teclear y “suprimir”. Si bien
hablar de bueyes perdidos otorga la
posibilidad de tocar temas variopintos, suele ocurrir que los mismos se
entreveran tanto que uno no logra imprimirles la necesaria coherencia literaria
para hacerlos comprensibles.
-Pon
el título y deja la página en blanco- me dijo Damián hace un par de días. Pero
mas allá que la sugerencia no dejó de ser interesante, pensé luego que el espacio de que disponemos no es
suficiente para andar haciendo esas travesuras. Entonces lancé una mirada en
derredor… Por encima del monitor gigante de mi ya perimida Pentium 4, impone
presencia una biblioteca de proporciones. Encima de ella dos parlantes grandes
conectados a la PC
me dan ahora algo de Offenbach, y el entorno es un caos de cuadros amontonados
contra las paredes, un par de caballetes, una mesa para dibujar, una suerte de
“banco de trabajo”, y estanterías con elementos de toda forma y color, además
de un sillón donde “se despatarra” mas de un vago que suele llegar a “arreglar
el mundo” o hablar de pintura. Pero a mi derecha está el mate. Siempre está el
mate a mi derecha. Para quienes no viven “en esta esquina del mundo” - como le
gusta a Aldo llamar a esta parte del planeta- el mate no significa nada más que
una costumbre extraña. Para nuestros lectores de habla hispana, no creemos
necesario abundar en detalles sobre el consumo de las hojas de la yerba mate
(Ilex Paraguayensis), por todos conocido, lo que no significa por todos
aceptado. Con molienda “gruesa” y trocitos de tallos; casi tibio y muchas veces
endulzado lo beben en Argentina. Los brasileños le llaman “cimarrón”, y lo
toman generalmente antes del desayuno. De molienda “fina”, amargo y muy
caliente lo bebemos en Uruguay incluso en pleno enero con 40 grados de
temperatura ambiente.
El
mate forma parte de la “uruguayez”. Donde quiera que vayamos lo llevamos. Nos
“engaña” el estómago cuando no tenemos nada a mano para comer; nos calienta
cuando hace frío, nos hace compañía cuando cuidamos al amigo enfermo en una
sala de hospital, nos reúne junto al fuego en ese “asado” con que festejamos un
aniversario, nos mantiene despiertos en el velatorio del vecino, nos molesta en
la cancha cuando alentamos al equipo de nuestros amores (pero igual lo
llevamos), y nos quema los dedos cuando lo cebamos al oscuro mientras tratamos
de pescar algo a orillas de un río.
Seguro
que muchos habrán vivido episodios donde el mate fue protagonista, y seguro es
que muchos uruguayos que residen por el mundo habrán caminado largo rato las
calles de París, de Montreal, o de Dublin, en busca de “ese” comercio que vende
yerba.
Entonces
recordé un episodio que nunca he olvidado. Fue hace muchos años, era el mes de
agosto y hacía frío. Estaba en una pequeña sala de hospital, desde donde me
llegaba el ruido sordo e indefinible del aparato de electroshok con que algunos
médicos y un par de auxiliares trataban en vano de volver a la vida a alguien
que ya no la tenía. Quizá porque no se debe morir a los 17 años, los hombres no
querían resignarse y le daban corriente a ese corazón ya muerto.
Ahí
fue que apareció ante mis ojos. No lo vi llegar, pero estaba allí… era un mate
oscuro, grande, con una bombilla de plata y un aro de oro…espumoso como recién
empezado. Sostenido en la palma de una mano casi abierta, ese mate no era tal,
era una ofrenda. Lo tomé y lo bebí despacio, si mirar al oferente. Solo cuando
lo terminé levanté despacio la mirada, que fue desde unos zapatos negros a un
pantalón azul, pasó por el cinto de cuero del que colgaba una pistola que se me
antojó ridícula, dadas las circunstancias, y se detuvo en el pequeño escudo que
lucía en el bolsillo de su camisa.
El
policía de guardia se fue. No recuerdo si miré si su rostro, pero si lo hice
esos rasgos se perdieron en algún lugar de la memoria. Pero jamás pude olvidar
ese mate ofrecido a la hora en que se muere: las 3:00 de la mañana.
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