sábado, 28 de abril de 2012

Viaje a la isla de la demencia

San Servolo, un histórico manicomio de la laguna veneciana, contiene casi 40 mil historias clínicas y es uno de los mayores archivos de psiquiatría del mundo. Son los retratos de la locura.

POR Matilde Sanchez

A pocas cuadras de San Marcos, si es que el laberinto admite otra medida que el tiempo invertido en orientarse, cuando la banquina aún no se pobló de turistas y amigos del arte, la Piazza San Zaccaria de Venecia es la más singular parada de transporte. Por un mar gris que confunde agua y arquitectura, la lancha lleva un cargo de estudiantes a la Universidad Internacional, en la muy próxima isla de San Servolo, donde por dos siglos y medio funcionó uno de los grandes manicomios italianos. Lo que me trajo aquí, a la periferia lacustre de la ciudad más estetizada del mundo, es el cotejo de imágenes de enfermos mentales, necesario para componer una “Internacional de los dementes”, en la que me empeño desde hace años, con el apoyo de la Fundación Civitella Ranieri en 2011. Del catastro original del hospicio se conservan unas pocas construcciones y la iglesia; en el nuevo edificio se guarda el archivo psiquiátrico.
Destierro del apestado, la enfermedad desconocida y más inquietante, semejanza y mímesis entre locos y cuerdos, sublevación social de los insanos: en el siglo XVIII la mayoría de los centros urbanos ya habían dispuesto la lejanía de los cementerios y manicomios. San Servolo conjugaba el régimen arcaico de la “nave de los locos”, en una tierra nunca del todo firme, con las tendencias científicas novedosas en su época: el enfermo podía restablecer su salud a través de la naturaleza y además, sus vistas reforzaban los beneficios de la hidroterapia, todo ello sin dejar de ser una isla. Y de pronto, el viaje se me presenta como estaciones de una peregrinación. Invocando el ensayo de Susan Sontag, esto es lo primero que pienso “ante el dolor de los demás”: si la ciencia ha sido la nueva religión del siglo XX, entonces las ruinas humanas de este archivo son sus mártires laicos. Otras invocaciones: la proximidad de la psiquiatría argentina con Cesare Lombroso, La simulación de la locura , de José Ingenieros, y en general, la figura del lunático, central en la literatura italiana (en el origen, Tasso y Ariosto; más cerca, Italo Calvino, Giuseppe Pontiggia y Ermanno Cavazzoni). También Marca de agua , el ensayo de Joseph Brodsky sobre Venecia.
Con sus casi 40 mil historias clínicas entre 1842 y 1978, San Servolo es un cementerio de papel, una biblioteca de intentos científicos eficaces en su hora –nada más poético que el lenguaje de las ciencias obsoletas, que deja al aire el esqueleto infantil de su optimismo. Y además, es un yacimiento de residuos fotográficos.
El registro burocrático del paciente es el primer peldaño de la tecnología hospitalaria. Como sostenía el sociólogo Erving Goffman, una sombra de papel acompañaba la vida en el asilo, a menudo transcurrida en reclusión hasta el final. San Servolo es el reservorio donde se conserva el pasado de la psiquiatría italiana, previo al gran cambio de paradigma que trajo la farmacopea psicoactiva, a comienzos de los años 50, y la desinstitucionalización impulsada por Giorgio Basaglia en 1978, en el asilo de Trieste. Son cientos de miles de folios, reliquias caligráficas de eminencias muertas, el rastro perdurable de los enfermos que reclaman al presente la moratoria impuesta a sus vidas. Pero también es una batería de historias –casi siempre un misterio de orden familiar, sus fotos, las joyas de sus nombres. Es tarde para saber qué les sucedió, ¿sirve de algo tantas décadas después? Si como apunta Sontag, la fotografía opera una alquimia y hace que todo “luzca mejor en una foto”, porque embellecer es una operación clásica de la cámara, estas fotos sirven a una pedagogía por la belleza.
Durante el siglo XIX, conforme las naciones europeas se reconfiguraban, cada Estado –mejor, cada lengua– buscó aportar a la psiquiatría, la disciplina médica más idiosincrática. El desafío de estos países era ordenar fenómenos de masas inéditos. Junto con el desempleo y la miseria, la sífilis y el alcoholismo –en una era de alcoholes baratos– arrojaban una marea de enfermos mentales. En rigor, en estos manicomios grandes como aldeas la mayoría no eran dementes funcionales, lo que desde hace más de un siglo se encuadra en la esquizofrenia, sino biológicos, enfermos de otros males que luego atacan el cerebro.
Manicomios de la laguna
Pocos estigmas como esta palabra: loquero. En el principio, hubo el morocomio-moros , loco en griego. San Servolo era la estación final de los “malatti di mente” del Veneto, donde recalaban incluso los desahuciados del Hospital de Incurables de Venecia, cerca de la Academia del Arte. Así, su historia está anudada a la fondamenta degli incurabili , donde se encontraba el Hospital Civil. Es revelador que tal sea el título que dio Brodsky a su relato sobre Venecia, publicado originalmente en Italia. El Hospital de Incurables era un centro para sifilíticos en fase de psicosis y otros infectados –los apestatti , los piagatti , o llagados, que el poeta ruso asocia con la melancolía extrema. La banquina de los Incurables, escribe, “evoca la peste, las epidemias que solían barrer la mitad de esta ciudad, un siglo tras otro, con la regularidad de un censor. El nombre conjura los casos desesperados de quienes, más que deambular, esperaban tumbados en las losas de piedra, literalmente al borde de la muerte y envueltos en sudarios, a que los montaran en un carro o, más exactamente, los embarcaran y llevaran lejos”.
Más allá de ese hospital de paredones morados, nuestra isla minúscula, a los cuatro vientos. En su día fue asentamiento de benedictinos, famosos por sus bibliotecas, su custodia de antiguos tratados farmacológicos y sus “huertos de simples”, con la botánica medicinal. Luego fue ocupado por un monasterio de la orden de San Leone. El Manicomio Central Masculino de San Servolo comenzó su vida en el siglo XVIII como hospital militar general y los primeros dementes fueron militares de origen patricio que pagaban pensión. Hasta fines de ese siglo, los pobres eran encerrados en una “stultifera navis”. La nave de los locos venecianos era conocida como la Fusta, un tipo de galeón, y estaba anclada frente al palacio del Dogo. En 1797, con la invasión napoleónica, la Fusta fue clausurada y sus 64 lunáticos, llevados a la otra isla.
En 1802, la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios (los Fatebenefratelli) asumió el manicomio por un largo período, junto a la gestión de la especiería , o laboratorio de drogas –el puerto de Venecia se abría a la medicina árabe. Hoy la farmacia integra el museo y conserva, en sus frascos de porcelana y cerámica, remedios muy preciados entonces, como la “piedra besoar”. Hasta 1873, cuando en la cercana San Clemente se abrió un asilo de mujeres, San Servolo también albergaba a enfermas.
A comienzos del siglo XX, centenares de pacientes salían curados gracias a una alimentación completa. San Servolo atendía a enfermos con los síntomas neurológicos propios de la pelagra, una desnutrición que priva al organismo de niacina y que atacaba a quienes subsistían a base de polenta de sorgo o maíz. Identificada en 1735, la pelagra se caracterizaba por las “tres d”, diarrea, dermatitis y demencia. Los enfermos literalmente se despellejaban –hay numerosas fotografías de ellos–, antes de que sobreviniera la depresión severa. En todo el Véneto existían decenas de pelagrarios. La región siguió teniendo una alta incidencia del mal cuando ya se había erradicado del resto de Italia.
Para acceder a ese pasado, hay que mirar en las historias clínicas los particulares oficios de estos enfermos crónicos y de quienes fueron “traicionados” y depositados en el asilo: campesinos, marineros, mimbreros, soldados. El archivo conserva las fichas de los ingresos a través de la policía, con una hoja de admisión en la Sala de Observación (de alienados) casi idéntica a la que se empleó en Argentina por décadas. Los boletines se atienen al orden del asilo. El archivo no se rige por la fecha de ingreso del enfermo sino por su desenlace en la institución, su salida o su muerte. La caligrafía del médico es extremadamente doctrinaria, con el nombre del enfermo en gótica y la historia en cursiva curricular.
Además de una biblioteca abierta a los sociólogos de la marginación, el archivo es un álbum fotográfico de excedentes humanos. Hablamos de unos 40 mil primeros planos de pacientes, convertidos en entidades subciviles por las reglas de los grandes manicomios. Por eso hay que soportar también la mirada que nos mira, su tiempo arcaico y a la vez perpetuo. Como dice el fotógrafo Raymond Depardon, quien filmó en San Servolo a fines de los 70, bajo el influjo de Michel Foucault: “Hay que ser un voyeur de la desdicha. Mira al fotógrafo, la desmitificación del héroe, el que vive sobre todo de los demás. Pero al psiquiatra también le gusta deambular por estos corredores del siglo XIX...”
¿Qué hay en el retrato?
Los internos de San Servolo eran retratados por un fotógrafo de Venecia que acudía a las casas con su caja fotográfica o los recibía en su estudio, y que más tarde prestó servicio en el hospicio. El encuadre no estaba sujeto al protocolo de Bertillon, como sí sucedía en el Hospicio de las Mercedes, el gran asilo que luego se convertiría en el Hospital José T. Borda. Se trata de retratos ovales desde el siglo XIX hasta los años de 1930, al aire libre o bien con un fondo neutro, en un largo banco. En la isla no se enmascara la inducción de la pose. Si el interno no levanta la cabeza, lo cual es un síntoma psiquiátrico, e impide revelar las facies (expresión) y la moral, entraban en el cuadro manos anónimas. Los brazos del enfermo suelen aparecer, con las manos relajadas sobre cada pierna. Algunos pacientes aparecen con chaleco de fuerza o con chaquetas que cumplen la misma función, de brazos cruzados. También hay fotos de perfil, para mostrar las orejas. Así, el fotógrafo pasa a ser el primer médico, como lo son hoy los analistas de imágenes. La fotografía fue usada en San Servolo hasta mediados de 1970. Cada historia clínica incluye un estudio de cráneo.
Su paciente más estudiado fue Matteo Lovat, un veneciano a quien Lombroso da por zapatero. Padeció “una monomanía religiosa” que lo llevó a la autocrucifixión, murió de marasmo poco después. En la vecina San Clemente murió Ida Dalser, la amante de Benito Mussolini, declarada insana. Desde Margot , la loca de Brueghel, hasta la iconografía de histéricas de Albert Londe, el retrato de la locura en la mujer difiere mucho. Como en el grueso de los manicomios occidentales, se las fotografía de cuerpo entero, al aire libre y casi siempre en movimiento. El encuadre no fija los estigmas de la crimonología sino la manifestación expresiva, casi teatral, de una demencia que se ligaba al aparato reproductor.
Tras la ley Basaglia de desmanicomialización, efectiva desde los años 90, el asilo de San Clemente fue desarmado; hoy es uno de los resorts más caros de Venecia. En una vitrina, el “Guante volumétrico de Mariano Patrizi” evoca toda la imaginación científica de la época. Precursor de la máquina de la verdad, registraba las variaciones del pulso y la reacción emocional a una pregunta: sintetiza hasta qué punto a comienzos del siglo XX la locura se definía por su relación con la verdad y, por lo tanto, vibraba tan cerca del delito.

Agradecemos al IRSESC, Instituto para la Investigacion y el Estudio de la Marginacion Social y Cultural, Italia.



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