Campo
abierto
Aldo Roque
Difilippo
El campo como
pretexto y el cuento como herramienta
son los recursos utilizados por Horacio
Chifflet para meternos en sus historias, que en gran medida también son las
nuestras. “Campo Abierto” es un conjunto
de 7 cuentos recientemente editado
por Chifflet que, con un estilo
aparentemente sencillo, y por momentos parco, rodeado de agobiantes silencios,
nos introduce en ese ambiente rural donde el tiempo y el espacio cobran otra
dimensión para los personajes que lo habitan. Podría decirse que estos
relatos que componen “Campo abierto”
están signados por la por la desolación, donde los individuos se mimetizan con
el ambiente y más que personas que lo transitan son parte indisoluble de él.
Individuos recorren
esos “caminos perdidos, donde la soledad
se aburre, caminos lejanos, por donde el viento no se anima a pasar”, pintados por Chiffet, donde el entorno no oficia de
escenografía, sino que es parte de la historia y termina contagiando a los
personajes. No atardecía, sino que “un
sol caído en desgracia, le daba paso al silencio”, o “una cañada tristona, apenas
un tajo en la tierra, huérfanas de anguilas y berro”.
En el prólogo
Chifflet justifica “la mejor expresión de comunicación del medio rural es el
cuento”; y en gran medida se excusa como
lo haría un paisano al decir que su obra “pretende contar acontecimientos de
nuestra campaña, muy lejos de la ciudad, donde los caminos se borran y pasan a
ser nada más que un sendero por donde pasa el viento arrancándole lamentos a la
soledad”. Agregando “no pretende llegar a la intelectualidad, se apoya en la
sencillez y solidaridad”.
Pero en gran
medida como un paisano pícaro, miente, y disfraza a su relato con una aparente
sencillez casi ramplona para meternos en historias hondas, profundas. Como
afirmaba Elías
Regules: “Cosas
chicas para el mundo pero grandes para mi”. Como la historia de “El carrero
Isabelino” enfrentado al drama cuasi vital de no saber descifrar los caracteres
de un cartel indicador, porque “seguía sin saber leer ni escribir, apenas
algunas letras deshilvanadas, apenas si se animaba a firmar con un garabato
ilegible, desprendido de un puño tembloroso y con un lápiz tomado como si fuera
una picana”.
Pero
aunque esos relatos parecieran estar signados por un destino casi inevitable
Chifflet termina actuando como la
maestra finalmente le enseñó a leer a
Isabelino: “¡Este hombre está abriendo una senda… y hay que dejarlo pasar!...
el tiempo dirá sobre los resultados”.
Relatos
de tierra adentro que en la sociedad
actual parecerían fuera de tiempo y espacio, pero que lejos de lo que podría
suponerse no están teñidos de este telurismo banal donde el gaucho es un
personaje falso y con un discurso recurrente.
Basta
solamente leer y detenerse en el drama de “Tres hermanos”, niños “con las
rodillas sucias por fuera y las cabecitas limpias por dentro” que a lomo de sus
petizos van rumbo a la escuela de
campaña.
En
definitiva, relatos de campo, pero no camperos, porque el drama del hombre es
universal, independientemente de donde transite, signados en gran medida por su tiempo existencial. Porque “el tiempo, que
cuando lo dejan pasar con prudencia, todo lo sabe, el que todo lo cura o lo
arregla, el que pone las cosas en su lugar, el que da las razones a quien corresponda,
el que perdona. Parece que siempre tiene
razón”.
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