A Arturo
Madrid, por su memoria; escritor y director de diarios cosidos con sedalina,
pero llenos de pájaros exploradores del futuro
Acerca de la sutil frontera entre la realidad y
la fantasía
Ángel Juárez Masares
Hace
casi veinte años vivió en Dolores un hombre que construyó su propio mundo.
Estamos hablando de Arturo Madrid Lindsay, de quien su amigo Roberto Sari
Torres escribía en el número 2 de la Revista de la Asociación de Escritores de
Soriano: “Cuando conocí a “Carcamán”, éste era ya un místico ambulante que,
avanzada la segunda mitad del siglo XX, fue presa de una furiosa inspiración
por escribir una Biblia explicativa que asimilara el pensamiento de la
humanidad del fin del segundo milenio; porque –decía- ella no está preparada
para recibir el tercero sin un resumen espiritual como el suyo.
Hasta
ese momento –relata Sari- yo ignoraba cuánta rareza puede haber en el
pensamiento de un hombre como “Carcamán”, para quien no había más filosofía que
el relato esotérico de los viejos habitantes del Asia Menor.
Y
cuando yo creía que ya nada más me sorprendería de sus raros quehaceres
intelectuales, me dejó sin aliento enterarme que trabajaba como inventor de una
nave espacial, cuyo lanzamiento preveía para dentro de tres o cuatro años. Peor
aún, sentí escalofríos cuando me detalló que la mentada nave era: ¡una carreta!
Un adefesio de madera dura y toldo de cuero de toros criollos.
Era
tan descabellado lo que decía que, evidentemente, debí haber alucinado bajo el
efecto de aquella narración sobre un viaje en carreta rumbo a la luna, llevando
a bordo –además de dos bueyes uncidos al yugo- a tres viejos tripulantes sin
escafandra espacial ni nada que se le parezca, lanzados a enfrentar el peligro
y el frío mortal del cosmos con nada más que la protección de unos apolillados
“ponchos patria” y algunos litros de grapa.
Yo
estaba enterado –continúa Sari- que hace unos años había escrito –no sé para
qué concurso de “raros”- un relato fantástico sobre el asunto, pero nunca pensé
que lo confundiera con la realidad.
Recuerdo
haber pensado cómo reaccionarían los norteamericanos y los rusos cuando se
enteraran de un competidor en la zona de Paso de Ramos, lugar designado por
“Carcamán” como “área de lanzamiento”. Era la más perfecta locura de un
convencido de que en este mundo, la ficción, y no lo auténtico, es lo que
frecuentemente tiene éxito.
Esto
que recién ahora me decido a contar, me lo dijo la segunda vez que me visitó
para requerir opinión sobre varios capítulos de su “Biblia” manuscrita que
llevaba ya consumidos cinco cuadernos. Le dije que poco podía aportar,
considerando mi ateísmo, aunque para no herir sus sentimientos agregué –y fui
sincero- que bien valoraba posturas morales de un hombre crucificado por sus
ideas cuyo martirio ha conmovido la historia al occidente del meridiano de
Jerusalén.
Me
agradeció la sinceridad, pero en la tercera visita sólo se refirió brevemente a
los veinte que llevaba escritos.
Habló,
sobre todo, de los trabajos en la carreta espacial y de la selección de una
tripulación adecuada, a la que ya veía navegar entre una y otra estrella por
esos cielos de espiritualidad en los que –según sus cálculos- se cruzaban
avenidas de almas que habían tenido distintas manifestaciones durante su
existencia terrenal.
Le
pregunté sobre la razón de enviar viejos al espacio.
Ellos irán –dijo- porque por edad y mucho vivido no tienen ya más meta que el
instinto por las estrellas -de donde todo proviene- y porque la nostalgia de
tan arcaicas cunas debería poner alas en sus gastados corazones.
Siguiéndole
el juego –dice Sari en
su artículo- me mostré interesado y le pregunté qué
pasaría si en el viaje, un meteorito, o el viento solar los desviara de su
derrotero. Me dijo que ello formaba parte del riesgo que asumen los que quieren
llegar al principio del ser, y la final de todos los dolores.
Yo
había olvidado las fantásticas ideas de mi antiguo amigo cuando inesperadamente
–una década después- recibí una caja conteniendo treinta y nueve cuadernos en
los que inmediatamente reconocí la letra. Hasta allí había llegado “Carcamán”.
La vida le había negado la posibilidad de completar su “nueva Biblia” para el
tercer milenio.
En
lo inmediato no supe qué hacer con aquella “herencia”, pero al final decidí
enviar los cuadernos al Vaticano, por considerarlo el lugar apropiado para
archivar aquel monumento al trabajo de un hombre sobre una filosofía mística
con un radio de alcance de dos manzanas.
Tiempo
después recibí un sobre con membrete de la Sede Pontificia confirmando el
envío, y –entre velados reproches a mi ateísmo- la nota del Bibliólogo Jefe
agradeciendo la atención y resaltando el valor de lo remitido, “porque ello
permitió apreciar en qué andaba uno de los suyos”, haciéndoles ver que pecados
de orgullo, ostentación, y vanidad, había en la larga existencia institucional
de la fe.
____________
Si
nos remitimos al título, sin duda que también nosotros podríamos escribir
treinta y nueve cuadernos sobre el tema, y es seguro que no podríamos
encontrarla.
Sin
embargo esta historia relatada por Sari Torres –de la cual sólo hemos
extractado algunos párrafos- confirma aquello de que “sólo la palabra escrita
es imperecedera”, porque en algún lugar entre mis libros, manuscritos,
bosquejos, y parafernalia literaria que guardo, duerme el original del cuento
de Arturo escrito en una hoja de cuaderno. Y cada tanto quienes lo conocimos
tejemos fantasías en torno al destino de los viejos y la carreta estelar, y no
dudo que –sin confesarlo- más de una noche oteamos la vía láctea en busca de
algún indicio de los viajeros. ¿Quién asegura que ya no pasaron la galaxia de
Andrómeda?-
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