De cuando una
destas noches, el escriba habló del miedo
Escriba medieval
Amados Cofrades:
algunas veces os he fablado acerca de los sentimientos y las emociones que
mueven al hombre, haciéndolo desde las propias vivencias mas que de la certeza.
Todos sabemos de los monstruos y los
dioses que conviven en el animal humano. Nadie ignora que dentro deste se aloja
el impulso que clavará el puñal en el pecho de su congénere, como también el
que lo impide. Allí adentro, en alguna parte, también se encuentra el ánimo que
nos hará dar la vida por el otro.
Verdad es, además, que algunos desos
monstruos son particularmente poderosos y malignos, como el odio y la
desconfianza, por ejemplo. El primero aparece sin que nos demos cuenta; es
apenas un embrión que tiene la forma del rencor, pero en la medida que lo
alimentamos se transforma en odio. Algunos hombres tienen la capacidad de
descubrirlo a tiempo, y si eso ocurre podrán expulsarlo antes que crezca, pero
si no están avizores el maldito crece y destruye poco a poco y con el tiempo a
las buenas intenciones.
La desconfianza es quizá tan peligrosa
como el odio, porque trabaja para que el animal humano vaya creando su propia e
invisible prisión, donde se meterá para permanecer agazapado y en vigilia. No
confiará ni en sus hermanos, a quienes besará y abrazará sin duda, pero de su
boca no saldrá palabra cierta. La vida destos seres será muy desgraciada,
puesto que una existencia siempre alerta no les dejará gozar la convivencia con
los otros. Sus reuniones familiares serán una parodia, y tendrá “amigos” de
mentira. La ausencia de confianza abrigará el deseo de engañar, y se pasará la
vida haciendo trampas solo por temor a que lo engañen. Sospechará de todos, sin
advertir que en realidad desconfía de sí mismo.
¿Por qué acontecen estas cosas? ¿En qué
abrevadero sacia su sed el odio? ¿De qué morral se alimenta la desconfianza?
Del miedo, Amados Cofrades. Es el miedo
el que nos hace perder el tiempo, que nos consume años, que nos lleva la vida
buscando amenazas quizá inexistentes, que nos torna infelices, huraños,
solitarios. No nos mata el amor, no nos mata el hambre, no nos mata la muerte,
Nos mata el miedo.
El miedo es la madre de todos los
monstruos que habitan en el hombre. Él impide que el tahonero hornée el mejor
pan de la comarca, pues cuando amasa teme echar a perder la levadura; que no deja al bodeguero pisar el mejor vino,
pues lo saca del tonel antes de tiempo por temor de avinagrarlo. Él no deja que
el Señor Feudal gobierne con justicia, porque tiene miedo que sus acólitos le
birlen el sillón. El miedo al fracaso es el que detiene la mano del artista
antes que ponga en tela la pincelada de su vida.
Un hombre perdió el amor cuando –por
temor al rechazo- no le dijo a la doncella que la amaba; otro perdió la
fortuna, cuando por miedo quitó su ficha del damero de la vida, y otro duerme
con un ojo entreabierto porque a la oscuridad le teme, sin advertir que solo es
ausencia de luz.
¿Cómo podría el hombre reconocer su
propio miedo? Cuáles descubrió en los demás y ha memorizado? ¿Cuántos pánicos
le pertenecen? ¿Cuántos fueron los miedos que otros le endilgaron? ¿Qué miedos
le son propios y cuáles malas reproducciones de fantasmas ajenos? ¿Qué
monstruos pretende aplacar alimentando el miedo?
Veramente que el humilde no lo sabe.
Solo se sienta en su scriptorium y escribe. Muchas veces lo hace como ahora,
sin pensar demasiado en las palabras que nacen de su pluma. Lo hace sin certeza
sobre la razón que dellas se desprenda. Muy poco…nada…sabe el viejo Escriba de
los misterios de la vida, pero como ya no tiene miedos cada tanto escribe
acerca dellos. Lo hace como dibujando un pensamiento, o quizá para desalojar de
su mente a los invasores que –al nacer- levantaron allí sus tiendas de campaña.
Moraleja:
Quien encuentre la llave para
encarcelar el miedo, descubrirá que lo extraordinario no es lo verdadero; y que
lo que encandila, no ilumina.
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