"Más ganancias,
menos cultura"
por Pierre Bourdieu.
Le Monde,
1999. Traducción de Elisa Carnelli
¿Es
posible todavía, y será posible por mucho tiempo, hablar de producciones
culturales y de cultura? A los que hacen el nuevo mundo de la comunicación, y
que son hechos por él, les gusta referirse al problema de la velocidad, los
flujos de información y las transacciones que se vuelven cada vez más rápidos,
y sin duda tienen razón en parte cuando piensan en la circulación de la
información y la rotación de los productos. Dicho esto, la lógica de la
velocidad y la del lucro que se reúnen en la búsqueda de la máxima ganancia en
el corto plazo (con el rating en el caso de la televisión, el éxito de venta en
el del libro -y, muy evidentemente, el diario-, el número de entradas vendidas
en el de la película) me parecen incompatibles con la idea de cultura. Cuando, como decía Ernst Gombrich, se
destruyen las condiciones ecológicas del arte, el arte y la cultura no tardan
en morir.Como prueba, podría limitarme a mencionar lo ocurrido con el cine
italiano, que fue uno de los mejores del mundo y que sólo sobrevivía a través
de un pequeño puñado de cineastas, o con el cine alemán, o con el cine de
Europa oriental. O la crisis que sufrió en todas partes el cine de autor, por
falta de circuitos de difusión. Sin hablar de la censura que pueden imponer los
distribuidores a determinados filmes -el más conocido es el de Pierre Carles-.
O también el destino de alguna cadena radiocultural, hoy en liquidación en
nombre de la modernidad, el rating y las connivencias mediáticas. ¿Arte o
mercancía? Pero no se puede comprender realmente lo que significa la reducción
de la cultura al estado de producto comercial si no se recuerda cómo se
constituyeron los universos de producción de las obras que consideramos como
universales en el campo de las artes plásticas, la literatura o el cine. Todas
las obras que se exponen en los museos, todos las películas que se conservan en
las cinematecas, son producto de universos sociales que se constituyeron poco a
poco independizándose de las leyes del mundo ordinario y, en particular, de la
lógica de la ganancia. Para que lo entiendan mejor, he aquí un ejemplo: el
pintor del Quattrocento -se sabe por la lectura de los contratos- debía luchar
contra quienes le encargaban obras para que éstas dejaran de ser tratadas como
un simple producto, valuado según la superficie pintada y al precio de los
colores empleados; debió luchar para obtener el derecho a la firma, es decir el
derecho a ser tratado como autor, y también por eso que, desde fecha bastante
reciente, se llaman derechos de autor (Beethoven todavía luchaba por este
derecho); debió luchar por la rareza, la unicidad, la calidad; debió luchar,
con la colaboración de los críticos, los biógrafos, los profesores de historia
del arte, etcétera, para imponerse como artista, como creador.Es todo esto lo
que está amenazado hoy a través de la reducción de la obra a un producto y una
mercancía. Las luchas actuales de los cineastas por el final cut y contra la
pretensión del productor de tener el derecho final sobre la obra, son el
equivalente exacto de las luchas del pintor del Quattrocento. Los pintores
necesitaron casi cinco siglos para conseguir el derecho de elegir los colores
empleados, la manera de emplearlos y finalmente el derecho a elegir el tema,
especialmente al hacerlo desaparecer con el arte abstracto, para gran escándalo
del burgués que encargaba la obra. Del mismo modo, para tener un cine de autor
se requiere un universo social, pequeñas salas y cinematecas que proyecten los
clásicos y frecuentadas por los estudiantes, cineclubes animados por profesores
de filosofía, cinéfilos formados en la frecuentación de dichas salas, críticos
sagaces que escriban en los Cahiers du cinéma, cineastas que hayan aprendido su
oficio viendo películas de las cuales pudieran hablar en estos Cahiers; en
pocas palabras, todo un medio social en el cual determinado cine tiene valor,
es reconocido. Son estos universos sociales los que hoy están amenazados por la
irrupción del cine comercial y la dominación de los grandes difusores, con los
cuales deben contar los productores, excepto cuando ellos mismos son difusores:
resultado de una larga evolución, hoy han entrado en un proceso de involución.
En ellos se produce un retroceso: de la obra al producto, del autor al
ingeniero o al técnico que utiliza recursos técnicos, los famosos efectos
especiales, y estrellas, ambos sumamente costosos, para manipular o satisfacer
las pulsiones primarias del espectador (a menudo anticipadas gracias a las
investigaciones de otros técnicos, los especialistas en marketing).Reintroducir
el reino de lo comercial en universos que se han constituido, poco a poco,
contra él, es poner en peligro las obras más nobles de la humanidad, el arte,
la literatura e incluso la ciencia. No creo que alguien pueda querer esto
realmente. Recuerdo la célebre fórmula platónica: Nadie es malvado
voluntariamente. Si es cierto que las fuerzas de la tecnología aliadas con las
fuerzas de la economía, la ley del lucro y la competencia, ponen en peligro la
cultura, ¿qué hacer para contrarrestar ese movimiento? ¿Qué se puede hacer para
favorecer las oportunidades de aquellos que sólo pueden existir en el largo
plazo, aquellos que, como los pintores impresionistas de antaño, trabajan para
un mercado póstumo?Buscar la máxima ganancia inmediata no es necesariamente
obedecer a la lógica del interés bien entendido, cuando se trata de libros,
películas o pinturas: identificar la búsqueda de la máxima ganancia con la búsqueda
del máximo público es exponerse a perder el público actual sin conquistar otro,
a perder el público relativamente restringido de gente que lee mucho, frecuenta
mucho los museos, los teatros y los cines, sin ganar a cambio nuevos lectores o
espectadores ocasionales. Una inversión rentableSi se sabe que, al menos en
todos los países desarrollados, la duración de la escolarización sigue
creciendo, así como el nivel de instrucción medio, como crecen también todas
las prácticas estrechamente relacionadas con el nivel de instrucción
(frecuentación de los museos y los teatros, lectura, etcétera), se puede pensar
que una política de inversión económica en los productores y los productos
llamados de calidad, al menos en el corto plazo, podría ser rentable, incluso
económicamente (siempre que se cuente con los servicios de un sistema educativo
eficaz).De este modo, la elección no es entre la mundialización -es decir la
sumisión a las leyes del comercio y, por lo tanto, al reino de lo comercial,
que siempre es lo contrario de lo que se entiende universalmente por cultura- y
la defensa de las culturas nacionales o de tal o cual forma de nacionalismo o
localismo cultural.Los productos kitsch de la mundialización comercial, el jean
o la Coca-Cola,
la soap opera o el filme comercial espectacular y con efectos especiales, o
incluso la world fiction, cuyos autores pueden ser italianos o ingleses, se
oponen en todos los sentidos a los productos de la internacional literaria,
artística y cinematográfica, cuyo centro está en todas partes y en ninguna, aun
cuando haya estado durante mucho tiempo y quizá todavía esté en París, sede de
una tradición nacional de internacionalismo artístico, al mismo tiempo que en
Londres y Nueva York. Así como Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett y Gombrowicz,
productos puros de Irlanda, Estados Unidos, Checoslovaquia y Polonia fueron
hechos en París, igual número de cineastas contemporáneos como Kaurismaki,
Manuel de Oliveira, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami y tantos
otros no existirían como existen sin esta internacional literaria, artística y
cinematográfica cuya sede social está ubicada en París. Sin duda porque es allí
donde, por razones estrictamente históricas, se constituyó hace mucho y ha
logrado sobrevivir el microcosmos de productores, críticos y receptores sagaces
necesario para su supervivencia.Repito, hacen falta muchos siglos para producir
productores que produzcan para mercados póstumos. Es plantear mal los problemas
oponer, como a menudo se hace, una mundialización y un mundialismo que
supuestamente están del lado del poder económico y comercial, y también del
progreso y la modernidad, a un nacionalismo apegado a formas arcaicas de
conservación de la soberanía. En realidad, se trata de una lucha entre un poder
comercial que intenta extender a todo el universo los intereses particulares
del comercio y de los que lo dominan y una resistencia cultural, basada en la
defensa de las obras universales producidas por la internacional
desnacionalizada de los creadores.Quiero terminar con una anécdota histórica
que también tiene que ver con la velocidad y que expresa correctamente lo que
debían ser, en mi opinión, las relaciones que podría tener un arte liberado de
las presiones del comercio con los poderes temporales. Se cuenta que Miguel
Angel mantenía tan poco las formas protocolares en sus relaciones con el papa
Julio II, quien le encargaba sus obras, que éste se veía obligado a sentarse
muy rápidamente para evitar que Miguel Angel se sentara antes que él.En un
sentido, se podría decir que intenté perpetuar aquí, muy modestamente, pero de
manera fiel, la tradición, inaugurada por Miguel Angel, de distancia con
respecto a los poderes y muy especialmente a estos nuevos poderes que son las
fuerzas conjugadas del dinero y los medios.
*Copyright Clarín y Le Monde, 1999. Traducción de Elisa Carnelli
No hay comentarios:
Publicar un comentario