"Una sociedad finalmente
convertida en adolescente"
Alain Finkielkraut.
En La
derrota del Pensamiento. 2004
Traducción: Joaquín Jord
Para el ignorante la libertad es imposible. Al parecer así
lo creían los filósofos de las Luces. No se nace individuo —decían—; se llega a
serlo, superando el desorden de los apetitos, la mezquindad del interés privado
y la tiranía de los apriorismos. En la lógica del consumo, por el contrario, la
libertad y la cultura se definen por la satisfacción de las necesidades y, por
lo tanto, no pueden proceder de una ascesis. La idea de que el hombre, para ser
un sujeto por completo, debe romper con la inmediatez del instinto y de la
tradición, desaparece de los propios
vocablos que eran sus portadores. De ahí la crisis actual de la educación. La
escuela, en su sentido moderno, ha nacido de las Luces, y muere hoy al ser
puesta en cuestión. Se ha abierto un abismo entre la moral común y ese lugar
regido por la idea extravagante de que no existe autonomía sin pensamiento, y
no existe pensamiento sin trabajo sobre uno mismo. La actividad mental de la
sociedad se elabora por doquier «en una zona neutra de eclecticismo individual»
[1], salvo entre las cuatro paredes de los establecimientos escolares. La
escuela es la última excepción al
self-service generalizado. Así
pues, el malentendido que separa esta institución de sus usuarios va en
aumento: la escuela es moderna, los alumnos son posmodernos; ella tiene por
objeto formar los espíritus, ellos le oponen la atención flotante del joven
telespectador; la escuela tiende, según Condorcet, a «borrar el límite entre la
porción grosera y la porción iluminada del género humano»: ellos retraducen
este objetivo emancipador en programa arcaico de sujeción y confunden, en un mismo
rechazo de la autoridad, la disciplina y la transmisión, el maestro que
instruye y el amo que domina.
¿Cómo resolver esta contradicción? «Posmodernizando la
escuela», afirman sustancialmente tanto los gestionarios como los reformadores.
Estos buscan los medios de aproximar la formación al consumo y, en algunas
escuelas americanas, llegan incluso a empaquetar la gramática, la historia, las
matemáticas y todas las materias fundamentales en una música rock que los
alumnos escuchan, con un walkman en los oídos. [2] Los primeros preconizan, más
seriamente, la introducción masiva de los ordenadores en las aulas a fin de
adaptar a los escolares a la seriedad de la técnica sin obligarles, por ello, a
abandonar el mundo lúdico de la infancia. Del tren eléctrico a la informática,
de la diversión a la comprensión, el progreso debe realizarse suavemente y, si
es posible, sin que se enteren sus propios beneficiarios. Poco importa que la
comprensión así desarrollada por el juego con la máquina sea del tipo de la manipulación
y no del razonamiento: entre unas técnicas cada vez más avanzadas y un consumo
cada vez más variado, la forma de discernimiento que hace falta para pensar el
mundo, carece de uso e incluso, como hemos visto, de palabra para nombrarse,
pues la de cultura le ha sido definitivamente confiscada.
Pero este simple reajuste de métodos y de programas sigue
sin bastar para una reconciliación total de la escuela con la «vida». Al
término de una larga y minuciosa encuesta sobre el malestar escolar, dos sociólogos
franceses escriben: «Si una cultura es un conjunto de comportamientos, de
técnicas, de costumbres, de valores que establecen las señas de identidad de un
grupo, la música, en muy buena parte, sustenta la cultura de los jóvenes.
Desgraciadamente, esa música, rock, pop, variétés, es considerada por la
sociedad adulta y, en especial, por el magisterio, como una submúsica. Los
programas escolares, la formación de los profesores de música respetan una
jerarquía que sitúa las obras en el pináculo. No discutiremos este punto,
aunque suene a falso: el desfase entre la educación transmitida y el gusto de
los alumnos es, ahí, especialmente pronunciado.» [3]
Así pues, en el caso de la escuela tocar bien significaría
abolir este desfase en favor de las predilecciones adolescentes, enseñar la juventud a los jóvenes en lugar de aferrarse con una obstinación
senil a unas jerarquías antañonas, y echar a Mozart de los programas para poner
en su lugar a un rockero impetuoso: Amadeus, Wolfie, para su mujer, conocida
una bonita tarde de verano indio en un campus de Vienne, Massachusetts.
Los jóvenes son un pueblo de reciente aparición. Antes de
la escuela, no existía: para transmitirse, el aprendizaje tradicional no
necesitaba separar a sus destinatarios del resto del mundo durante varios años,
y, por consiguiente, no dejaba ningún espacio al largo período transitorio que
nosotros llamamos la adolescencia. Con la escolarización masiva, la propia
adolescencia ha dejado de ser un privilegio burgués para convertirse en una
condición universal. Y un modo de vida: protegidos de la influencia familiar
por la institución escolar y del ascendiente de los profesores por «el grupo de
los iguales», los jóvenes han podido edificar un mundo propio, espejo invertido
de los valores circundantes. Relajamiento del
jean contra convenciones
indumentarias, historieta contra literatura, música rock contra expresión
verbal, la «cultura joven», esta antiescuela, afirma su fuerza y su autonomía
desde los años sesenta, es decir, desde la democratización masiva de la
enseñanza: «Como cualquier grupo integrado (el de los negros americanos, por
ejemplo), el movimiento adolescente sigue siendo un continente en parte
sumergido, en parte prohibido e incomprensible para cualquiera que esté fuera de
él. Damos como prueba e ilustración de ello el especialísimo sistema de
comunicación, muy autónomo y amplísimamente subterráneo, transportado por la
cultura rock para la cual el feeling domina sobre las palabras, la sensación sobre
las abstracciones del lenguaje, el clima sobre las significaciones brutas y de
un acceso racional, valores todos ellos extraños a los criterios tradicionales
de la comunicación occidental, que arrojan una cortina opaca y levantan una
defensa impenetrable contra los intentos más o menos interesados de los
adultos. Tanto si se escucha como si se toca, en efecto, se trata de sentirse
"cool" o de colocarse. Las guitarras están más dotadas de expresión
que las palabras, que son viejas (poseen una historia), y por tanto hay motivo
para desconfiar de ellas...» [4]
He aquí algo que, por lo menos, está claro: la cultura en
el sentido clásico, basada en palabras, tiene el doble inconveniente de
envejecer a los individuos, dotándoles de una memoria que supera la de su
propia biografía, y de aislarles, condenándoles a decir (Yo), es decir, a
existir como personas diferenciadas. Mediante la destrucción del lenguaje, la
música rock conjura esta doble maldición: las guitarras abolen la memoria; el
calor que funde sustituye a la conversación, esta entrada en relación de seres
separados; extasiadamente, el «yo» se disuelve en el Joven.
Esta regresión sería absolutamente inofensiva si el Joven
no estuviera ahora en todas partes: han bastado dos décadas para que la
disidencia invadiera la norma, para que la autonomía se transformara en
hegemonía y el estilo de vida adolescente mostrara el camino al conjunto de la
sociedad. La moda es joven; el cine y la publicidad se dirigen prioritariamente
al público de los quince-veinteañeros: las mil radios libres cantan, casi todas
con la misma música de guitarra, la dicha de terminar de una vez con la
conversación. Y se ha levantado la veda de la caza al envejecimiento: mientras
que hace menos de un siglo, en ese mundo de la seguridad tan bien descrito por
Stefan Zweig, «el que quería progresar se veía obligado a recurrir a todos los
disfraces posibles para parecer más viejo de lo que era», los diarios
recomendaban productos para adelantar la aparición de la barba», y los jóvenes
médicos recién salidos de la Facultad
intentaban adquirir una ligera barriga y «cargaban sus narices con gafas de
montura de oro, aunque su vista fuera perfecta, y ello pura y simplemente para
dar a sus pacientes la impresión de que tenían "experiencia"»[5]. En
nuestros días, la juventud constituye el imperativo categórico de todas las
generaciones. Como una neurosis expulsa la otra, los cuarentones son unos
«teenagers» prolongados; en lo que se refiere a los Ancianos, no son honrados
por su sabiduría (como en las sociedades tradicionales), su seriedad (como en
las sociedades burguesas) o su fragilidad (como en las sociedades civilizadas),
sino única y exclusivamente si han sabido permanecer juveniles de espíritu y de
cuerpo. En una palabra, ya no son los adolescentes los que, para escapar del
mundo, se refugian en su identidad colectiva; el mundo es el que corre
alocadamente tras la adolescencia. Y esta inversión constituye, como observa
Fellini con cierto estupor, la revolución cultural de la época posmoderna: «Yo
me pregunto qué ha podido ocurrir en un momento determinado, qué especie de
maleficio ha podido caer sobre nuestra generación para que, repentinamente,
hayamos comenzado a mirar a los jóvenes como a los mensajeros de no sé qué
verdad absoluta. Los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes... ¡Ni que acabaran de
llegar en sus naves espacialesl [...] Sólo un delirio colectivo puede habernos
hecho considerar como maestros depositarios de todas las verdades a chicos de
quince años.» [6]
¿Qué ha ocurrido, pues? Por muy enigmático que resulte, el
delirio del que habla Fellini no ha surgido de la nada: el terreno estaba
preparado y puede decirse que el largo proceso de conversión al hedonismo del
consumo emprendido por las sociedades occidentales culmina hoy con la idolatría
de los valores juveniles. ¡El Burgués ha muerto, viva el Adolescente! El
primero sacrificaba el placer de vivir a la acumulación de las riquezas y
situaba, según la fórmula de Stefan Zweig, «la apariencia moral por encima del
ser humano»; demostrando una impaciencia equivalente ante las rigideces del
orden moral y las exigencias del pensamiento, el segundo quiere, ante todo,
divertirse, relajarse, escapar de los rigores de la escuela por la vía del
ocio, y esta es la razón de que la industria cultural encuentre en él la forma
de humanidad más rigurosamente conforme a su propia esencia.
Lo que no quiere decir que la adolescencia se haya
convertido al final en la más hermosa edad de la vida. Negados en otro tiempo
como pueblo, los jóvenes lo son actualmente como individuos. La juventud es
ahora un bloque, un monolito, una cuasi especie. Ya no se pueden tener veinte
años sin aparecer inmediatamente como el portavoz de su generación. «Nosotros,
los jóvenes...»: los compañeros atentos y los padres enternecidos, los
institutos de sondeo y el mundo del consumo procuran conjuntamente
la perpetuación de este conformismo y que nadie pueda jamás exclamar;
«Tengo veinte años, es mi edad, no es mi ser, y no dejaré que nadie me encierre
en esta determinación.»
Y los jóvenes se sienten tanto menos propensos a
trascender su grupo de edad (su «bio-clase», como diría Edgar Morin) en la
misma medida en que todas las prácticas adultas inician, para ponerse a su
alcance, una cura de desintelectualización: es el caso, como hemos visto, de la Educación , pero también
de la Política
(que ve cómo los partidos en competición por el poder se afanan idénticamente
por «modernizar» su look y su mensaje, al mismo tiempo que se acusan mutuamente
de ser «mentalmente viejos»), del Periodismo (¿acaso el animador de un magazine
televisado francés de información y de ocio no confiaba recientemente que debía
su éxito a los «menores de quince años rodeados de sus madres» y a su
predilección por «nuestras secciones canción, pub, música»?), [7] del Arte y de
la Literatura
(algunas de cuyas obras maestras ya están disponibles, por lo menos en Francia,
bajo la forma «breve y artística» del
clip cultural ), de la
Moral (como lo demuestran los grandes conciertos humanitarios
en mundovisión) y de la
Religión (a juzgar por los viajes de Juan Pablo II).
Para justificar este rejuvecimiento general y este triunfo
de la memez sobre el pensamiento, se invoca habitualmente el argumento de la
eficacia: en pleno período de reserva, de persianas bajadas, de repliegue en la
esfera privada, la alianza de la caridad y del rock'n'roll reúne
instantáneamente unas cantidades fabulosas; en cuanto al papa, desplaza unas
multitudes inmensas en el mismo momento en que los mejores expertos
diagnostican la muerte de Dios. Visto desde cerca, sin embargo, este
pragmatismo se revela completamente ilusorio. Los grandes conciertos para
Etiopía, por ejemplo, han subvencionado la deportación de las poblaciones que
debían ayudar a alimentar. No cabe duda de que el responsable de esta
malversación de fondos es el gobierno etíope, pero no importa; el estropicio
podría haber sido evitado si los organizadores y los participantes de esta
mundial misa solemne se hubieran permitido distraer su atención del escenario
para reflexionar, aunque sólo fuera someramente, sobre los problemas planteados
por la interposición de una dictadura entre los niños que cantan y bailan y los
niños hambrientos. El éxito que encuentra Juan Pablo II, por otra parte,
procede de la forma y no de la sustancia de sus declaraciones: desencadenaría
el mismo entusiasmo si permitiera el aborto o si decidiera que el celibato de
los curas iba a perder, a partir de ahora, su carácter obligatorio. Su
espectáculo, como el de las restantes super-stars, vacía las cabezas para poder llenar mejor los ojos, y no transporta ningún
mensaje, sino que los engulle a todos en una grandiosa profusión de luz y
sonido. Creyendo ceder únicamente a la moda en la forma, olvida, o finge
olvidar, que esa moda tiende precisamente a la aniquilación de la significación.
Con la cultura, la religión y la caridad rock, ya no es la juventud la que se
siente conmovida con los grandes discursos, sino que el propio universo del
discurso es sustituido por el de las vibraciones y la danza.
Frente al resto del mundo, el pueblo joven no defendía
únicamente unos gustos y unos valores específicos. Movilizaba igualmente, nos
dice su gran turiferario, «otras áreas cervicales distintas de las de la
expresión hablada. Conflicto de generaciones, pero también conflicto de
hemisferios diferenciados del cerebro (el reconocimiento no verbal contra la
verbalización), hemisferios largo tiempo ciegos, en este caso entre sí.» [8] La
batalla ha sido violenta, pero lo que hoy se denomina comunicación demuestra
que el hemisferio no verbal ha acabado por vencerla, el clip ha dominado a la
conversación, la sociedad «ha acabado por volverse adolescente». [9] Y a falta
de saber aliviar a las víctimas del hambre, ha encontrado, con motivo de los
conciertos para Etiopía, su himno internacional: We are the world, we are the children. Somos
el mundo, somos los niños.
[1] George Steiner, Dans le chateau de Barbe-Bleue (Notes pour
une redéfinition de la culture), Gallimard, coll. Folio/Essais, 1986, p. 95.
[2] Ver Neil Postman, Se distraire à en mourir, Flammarioll, 1986.
[3] Hamon-Rotman, Tant qu'il y aura des profs, Seuil, 1984, p,
311
[4] Paul Yormet, Jeux, modes et masses, Gallimard, 1985, pp,
185— 186, (Subrayado por mí).
[5] Stefan Zweig, Le monde d'hier (Souvenirs d'un Européen) ,
Belfond, 1982, p. 54.
[6] Fellini par Fellini. Calmann-Lévy. 1984, p. 163
[7] Philippe Gildas,
Télérama, no. 1929, 31 diciembre
1986
[8] Paul Yonnet. «L'esthétique
rock», Le Débat, n.v 40. Gallimard, 1986, p. 66.
[9] Ibid., p. 71.
Extraído de: http://www.ddooss.org
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