viernes, 23 de noviembre de 2012

EDITORIAL




Te destruiremos en nombre del Señor




Ángel Juárez Masares



Empédocles de Agrigento fue un filósofo y político griego que vivió entre los años 495 y 430 a.C. y que postuló la teoría de las cuatro raíces -a la que Aristóteles más tarde llamaría elementos- juntando el agua de Tales de Mileto, el fuego de Heráclito, el aire de Anaxímenes y la tierra de Jenófanes,  las cuales se mezclan en los distintos entes sobre la Tierra. Estas raíces están sometidas a dos fuerzas que pretenden explicar el movimiento (generación y corrupción) en el mundo: el Amor, que las une, y el Odio, que las separa. Esta teoría explica el cambio y a la vez la permanencia de los seres del mundo.
Empédocles llegó a descubrir secretos que estaban fuera de la comprensión humana, y buscó el origen de cada cosa sabiéndolo ajeno a los hombres  y a los dioses.
Según este filósofo y político, los hombres concedían importancia a las ciudades, las Instituciones, a la guerra, a la paz, e imaginaban que eran vigilados por los dioses; mas, él creía que no lo hacían, y que en realidad el mundo giraba alrededor de otros ejes, alejando a los hombres de la divinidad que –sin embargo al enfrentarlos- hacía que se destruyeran a millares.
A casi 2.500 años del pensamiento de Empédocles, las matanzas en nombre de los dioses acaecidas a lo largo de la historia de la humanidad cobran inaudita vigencia.
Hoy asistimos a una escalada más en la interminable guerra entre judíos y palestinos que comenzara al día siguiente en que la Organización de las Naciones Unidas aprobó –en noviembre de 1947-  la división de Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe, así como la jurisdicción internacional sobre Jerusalén, ciudad santa para judíos, musulmanes y cristianos.
Sabemos que el tema es tan complejo que no es intención emitir juicios ni elaborar un discurso sobre política internacional, que para ello existen personas especializadas en esos asuntos. Sí queremos detenernos por un momento en la influencia de los dioses en la humanidad, y en la posibilidad que alguna vez el hombre no ponga en manos de ellos la búsqueda de objetivos que poco tienen que ver con la divinidad, como la economía y el Poder, quizá hasta en ese orden, pues la una es el sustento del otro.
Repasar la universalidad del sentido religioso; escudriñar el móvil de las acciones humanas llevadas a cabo en nombre de los dioses, y procurar encontrar algunas razones que las justifiquen, ha dado como resultado un cúmulo de literatura que termina transformándose en la mas consistente “torre de Babel” que pueda imaginarse.
Las pruebas de la existencia de Dios, deducidas, ya de la metafísica, ya del orden y armonía de la naturaleza, no tienen mas asidero que la creencia universal de los pueblos en poderes sobrehumanos y en la noción de un Ser Supremo surgido antiguamente en el seno del politeísmo mas complejo.
Y fue la necesidad de creer en algo que llevó al hombre a elevar a ese Dios oculto una plegaria en horas de terror, angustia, o esperanza;  y fue el propio hombre quien luego utilizó ese mismo Dios –quizá bien intencionado- para dominar a sus congéneres por el miedo. Así la idea primigenia fue mutando, y poniendo a la divinidad –no como un bienhechor digno de veneración- sino como un ser vengativo y temible del cual es prudente conjurar rencores y aplacar su cólera.
Por esa razón quizá el pensamiento de Empédocles de Agrigento tenga hoy igual vigencia que hace 2.500 años, y las guerras por la primacía del espíritu surgidas entre cristianos y musulmanes –solo por tomar las mas conocidas- hayan devenido en la actualidad en un mero pretexto para satisfacer las ambiciones terrenales.
Que el planeta se retuerce de dolor no es hoy un eufemismo. El cambio climático, la desaparición de especies animales y vegetales, la contaminación ambiental, la crispación de las naciones que mienten y firman tratados que jamás cumplen, son algunas muestras de la marcha hacia un inevitable destino de destrucción. No habrá entonces otra opción para los adoradores de los dioses, que continuar creyendo en ellos y en la promesa de encontrar la paz y la felicidad eterna, ya sea en “el paraíso” de los cristianos, o en el “al-janna” de los musulmanes. Mientras tanto, mezclados con los rezos y loas a los ideales supremos de amor que todos pregonan, los “fieles” del mundo se lanzan balas, bombas, y misiles, en la mayor muestra de la condición contradictoria que el hombre trae desde su esencia, o –si lo queremos más científico- desde la espiral de su ADN.
Antes hablábamos de la posibilidad que alguna vez el hombre no ponga en manos de los dioses la búsqueda de objetivos que poco tienen que ver con la divinidad.
Quizá este extremo sea solo una expresión de deseo, o que en realidad no contribuya al mejor entendimiento humano…mas, a la vista del fracaso de otro tipo de negociaciones, ¿Cuál sería la importancia de perder algo de tiempo en ello? Sobre todo cuando se han esfumado 2.000 años en guerras “santas”.

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