“Me costó reconocerlo, estaba
golpeado”
El cuerpo del cantante popular chileno pudo ser
rescatado luego de su asesinato. Un empleado, simpatizante de la izquierda, y
su esposa Joan pudieron sacarlo de la morgue donde lo tenían los militares como
NN.
Por Christian Palma
Desde Santiago
El ministro en visita de la Corte de Apelaciones de
Santiago, Miguel Vázquez, remitió ayer a la Corte Suprema la
solicitud de extradición desde EE.UU. de Pedro Barrientos, procesado como autor
del homicidio de Víctor Jara, ocurrido el 16 de septiembre de 1973 en el
Estadio Nacional de Chile a sólo cinco días del golpe militar encabezado por
Augusto Pinochet. Barrientos fue procesado el 28 de diciembre pasado, junto a
otras siete personas, por la responsabilidad en el homicidio del popular
artista y dramaturgo.
Tras el bombardeo a La Moneda y la muerte de
Salvador Allende, unos 500 profesores y estudiantes se atrincheraron en la Universidad Técnica
del Estado (hoy Usach). Entre ellos Jara, que daba clases ahí. No resistieron
mucho. Hubo muertes y a los detenidos se les llevó al Estadio Chile. Jara
estuvo cuatro días preso, donde fue duramente torturado. Incluso sufrió la
fractura de sus manos a culatazos. “Toca la guitarra ahora”, le habrían dicho
sus captores. El cuerpo de Jara fue encontrado unos días después fuera del
Cementerio Metropolitano por Carabineros que lo trasladaron como N.N. al
Instituto Médico Legal.
En ese lugar parte la
historia de Héctor Herrera. El ex funcionario del Registro Civil tiene hoy 62
años y reside en Francia. De visita en Chile, conversó con Página/12 y contó
detalles de cómo, entre cientos de muertos, encontró a Jara, avisó a su esposa
Joan Turner, la esposa inglesa del cantautor, lo sacaron arriesgando sus vidas
de la morgue y lo enterraron en un nicho anónimo en el Cementerio
Metropolitano.
–¿Qué hacía usted el 11 de
setiembre de 1973?
–Tenía 23 años y trabajaba
como administrativo, haciendo las cédulas de identidad en el Registro Civil.
Retomé mi trabajo el 15 de septiembre, antes no pude por el toque de queda. Ese
día, un militar habló desde arriba de un camión y gritó: “Se acabó la política,
ahora se trabaja”. Pidió voluntarios para ir al Servicio Médico Legal (morgue),
me llevaron a mí y me cagaron la vida. Nos dieron las instrucciones: tomar la
altura, peso, sexo, color de piel y ojos de los muertos que llegaban por
montones. Además marcábamos las diez huellas digitales. Trabajamos en el
estacionamiento del SML al aire libre. Llegaban camiones y tiraban los cuerpos
al suelo. Nosotros los poníamos en línea. Estaban con heridas de todo tipo y
había mucha sangre. Había varias mujeres muertas, incluso una de ellas estaba
con su bebé. La gente tenía los ojos abiertos y amarrados por alambres. Todos
tenían los puños cerrados. Costaba abrirles las manos. Una vez que se fichaban,
los cuerpos se entregaban al departamento de dactiloscopia para identificarlos.
Ahí les perdía la pista.
–¿Cómo reconoció a Víctor
Jara?
–Lo vi en 1972 en un
festival de teatro en el centro de Santiago. Un amigo chilote que trabajaba en
la morgue me avisó que estaba entre los muertos. Era de día, pero el patio
estaba en penumbras. Me costó reconocerlo. Estaba lleno de tierra y con muchas
heridas. El pelo lo tenía pegoteado con sangre y tierra, y la cara estaba
desfigurada por los golpes. No estaba seguro. Anoté sus datos, pero decidí
guardar su ficha. No la entregué. Le cuento a una amiga en dactiloscopia. Ella
sabía que yo era cercano a la
Unidad Popular y allendista. A la hora del café, le pasé la
tarjeta de Víctor por debajo de la mesa. Le dije: “No hay que avisar a los
milicos sino a su familia, para sacarlo de ahí”. La chica me confirmó que era
Víctor. Busqué su informe, me doy cuenta de que era casado con Joan y que la
dirección de ambos coincidía. Quise ir a su casa, pero me pilló el toque de
queda. Le conté a mi familia y al otro día, 19 de septiembre, parto a primera
hora a la casa de los Jara. Tomé varios buses, era lejos. Desde una ventana aparece
Joan preocupada, y me presento. Me hace pasar. En el living estaban sus hijas.
Una de ellas cortaba fotos de su padre: “Usted lo conoce”, me preguntó. Joan
pensaba que yo le traía un mensaje de Víctor. Le conté la verdad, me tomó las
manos y lloró junto a mí. Eso me hizo reaccionar y decido ayudarla, a
sepultarlo antes de que los milicos se enteren de quién es.
–¿Usted arriesgó su vida?
–Sí. Salimos de su casa en
una camioneta pequeña, llevaba en sus manos un poncho andino. Llegamos a la
morgue. Había militares en la entrada. Me hicieron pasar y dije que Joan era
funcionaria. Ella se sobrecogió con el espectáculo de muertos. No estaba el
cuerpo de Víctor en el lugar donde lo dejé. Pregunté a otro funcionario,
subimos una escalera llena de cadáveres en el suelo. Unos 30 cuerpos más allá
estaba Víctor vestido con la misma ropa: jeans, camisa azul y una campera de
mala calidad que alguien se la prestó porque le quedaba chica. Joan lo ve.
Lloró en silencio, no gritó. Lo abrazó y acurrucó. Trató de limpiarlo un poco.
Yo vigilaba; si nos pillaban, no sé qué nos hubiera pasado. Rápidamente hago
los trámites legales. Después de varios minutos me dan el certificado para
sacar el cuerpo, pero no había plata para comprar un ataúd. Joan se acuerda de
un amigo que vive cerca de ahí, y lo ubicamos. Se llama Héctor, como yo. El
tipo llega a la morgue y ambos lloran abrazados. Compramos el ataúd. Todo en la
más absoluta discreción. Ahora necesitábamos un carro de mano para trasladar el
ataúd dentro del cementerio, que quedaba cerca de ahí. Le cuento a otra
funcionaria del recinto que queremos enterrar a Víctor, la señora me hace una
seña como de una guitarra. “Sí”, le respondo. “No le diga a nadie, pero a las
14.30 tres sepultureros lo esperarán en la entrada y lo ayudarán con el
carrito”, me dice. Me da un papel especial. Todo listo. Volvemos a la morgue
por el cuerpo, pero otra vez no estaba. Lo ubicamos. Estaba desnudo, listo para
la autopsia. Logramos sacarlo de ahí y lo metimos desnudo al ataúd. No había
tiempo. Lo cubrimos con el poncho andino, metimos su ropa doblada y lo
amortajamos. En una sala contigua lo velamos con cuatro horribles ampolletas
que apenas alumbraban. Joan estuvo a solas unos minutos. Subimos el ataúd a la
camioneta y salimos. Justo aparece un camión militar con más muertos. No
querían retroceder y ahí Joan hace su primera acción dura, con las manos les
dice que se corran, que teníamos prioridad y los milicos retroceden. Salimos.
Llegamos al cementerio. Ibamos Joan, Héctor, yo y el sepulturero que tiraba el
carro. No llevábamos flores. Caminamos hasta el fondo del cementerio.
Llegamos al humilde sitio
que pudimos comprar. El espacio para Víctor quedaba arriba de una hilera de
seis nichos. Entre los cuatro subimos el ataúd. Nos costó mucho, estaba muy
pesado. En ese momento, el sepulturero toma una corona fresca de otro entierro
y la pone en el lugar de Víctor. Ahí recién me quebré y solté el llanto. Joan
me abraza y me dice: “Este no es el momento para acordarnos de Víctor, debes
recordarlo cantándole a Chile”. Nos fuimos en silencio. Justo estaban
enterrando a un militar de rango. Tenía muchas flores, había mucha gente. Me
dije: “Por Dios, dos muertos por bando para qué, por qué”. Me fueron a dejar a
casa, ahí en la población Conchalí. No nos vimos en años con Joan. Yo, después
de estar varias veces preso por mi pasado UP, me fui exiliado a Francia. Los
milicos me acusaban de falsificar cédulas para que más gente votara por
Allende. Yo jamás falsifiqué algo. Nunca.
Extraído de: http://www.pagina12.com.ar
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