sábado, 2 de noviembre de 2013

EL DÍA QUE 58 AÑOS DESPUÉS, VOLVÍ A LA ESCUELA



“En ese salón, la Maestra Rosita Gastelumendi tomó la tiza un día e hizo un dibujo en el pizarrón que -afortunadamente- jamás olvidé. Era un dibujo fantástico, de líneas perfectas solo comparables a una clave de sol... Con los años descubrí que no hay artista capaz de hacer uno similar...ese dibujo era el Alfa y Omega...el principio y el fin...el todo y la nada... Eran las cinco vocales...”




Ángel Juárez Masares


Tal lo que escribí hace unos días en las redes sociales luego de visitar la Escuela donde ingresé hace 58 años munido de un cuaderno “doble raya” y un lápiz “Faber” meticulosamente afilado por mi viejo la noche anterior. Allá en el fondo de la cartera (regalo de “la tía Alba”) navegaba solitaria una goma de borrar “Dos Banderas” completando el equipo que me permitiría entrar en el mundo del saber.
Naturalmente la antigua Escuela Rural No 39 ha tenido los cambios que el imperativo del tiempo impone. Sin embargo aún conserva intacta la estructura edilicia principal, y el “alero” que protege el corredor en L que va desde el salón del frente a la antigua cocina. Podría escribir muchas páginas sobre los recuerdos que en esas circunstancias se agolpan pugnando por ser protagonistas, pero estimo que hacerlo sería improcedente y haría esta reflexión demasiado personal. No obstante no puedo dejar d

e recordar a “Doña Lorenza”, señora de pelo blanco que llegaba a la escuela caminando a través del campo desde su chacra para hacerse cargo de la cocina, desde donde llegaría a nuestros platos la sopa mas exquisita que jamás tomé, o la polenta rebosante de trozos de carne.
Acompañado por algunas Maestras recorrí el inmenso patio en medio de los niños que continuaron en sus juegos, indiferentes al paso del viejo que caminaba entre ellos. Allí sobrevivía uno de los seis paraísos donde antaño jugábamos en los recreos a “las esquinitas”, o leíamos sentados en rueda en pequeños bancos de madera sin pintar. El tala cuyas raíces fungían como asientos ya no existe, y el alambrado donde del otro lado pastaban las vacas de la chacra vecina está hoy cubierto de un alto seto vegetal.
Sin embargo lo que resultó mas conmovedor fue sentarme en el mismo salón donde ingresé hace 58 años. Ningún esfuerzo debí hacer para “ver” en una de las paredes laterales el gran planisferio de hule donde estudiábamos geografía, y allá en un rincón está el piano, que quizá hasta sea el mismo donde la Maestra Aída interpretaba el Himno Nacional, la Marcha Mi Bandera, o Gatos, Minués, y Cielitos según fuera la ocasión.
“Quizá todos deberíamos volver a nuestras escuelas”, dijeron algunos amigos a través de las redes sociales entre otros comentarios, y eso me lleva a regresar al encabezado de esta nota que –por otra parte-
confieso haber escrito mas desde el corazón que desde el cerebro y que es muy probable se halle muy cercano a esas frases cursis que tanto rechazo. Sin embargo no quise cambiar ni un punto para que no perdiera la calidad de pensamiento espontáneo que fue su esencia, y porque además, quizá no esté equivocado al atribuirle a las vocales el carácter de puerta de entrada al conocimiento. De lo que sí no tengo dudas, es que jamás artista alguno logrará “dibujar” aquellas letras perfectas que creó la Maestra Rosita en aquel pizarrón, y que se convirtiera –hoy caigo en la cuenta- en la máxima expresión de “Arte Efímero”, pues una vez copiadas fueron extinguidas por el borrador de fieltro para dar paso a las consonantes, y allí, comenzar otra historia…

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