Descubren
en Perú un tesoro arqueológico que ha permanecido oculto durante más de un
milenio: una cámara funeraria con varios miembros de la realeza wari
Por Heather Pringle
En la costa de Perú, a la luz del atardecer, los
arqueólogos Miłosz Giersz y Roberto Pimentel Nita abren una hilera de pequeñas
cámaras junto a la entrada de una antigua tumba. Selladas y ocultas durante más
de mil años bajo una gruesa capa de ladrillos de adobe, albergan grandes
vasijas de cerámica, algunas pintadas con figuras de lagartos y otras, con
sonrientes rostros humanos. Al retirar los ladrillos de la última sala, Giersz
hace una mueca.
«Aquí dentro huele fatal», farfulla. Examina con atención el
interior de una enorme vasija sin pintar: está llena de puparios podridos,
restos de las moscas que en su día fueron atraídas por el contenido del
recipiente. El arqueólogo se pone de pie y sacude de sus pantalones una nube de polvo de 1.200 años de antigüedad. En los tres años que lleva excavando este yacimiento, llamado El Castillo de Huarmey, Giersz se ha topado con un inesperado ecosistema de muerte, constituido por restos de insecto
s que un día se alimentaron de carne humana, serpientes que se enroscaron y murieron en el fondo de las vasijas de cerámica, o abejas africanizadas que salieron en grandes enjambres de las cámaras subterráneas y atacaron a los operarios.
Muchas personas habían advertido a Giersz de que
excavar entre los escombros de El Castillo sería difícil, y casi con certeza
una pérdida de tiempo y de dinero. Durante al menos un siglo los saqueadores
habían perforado las laderas de la colina en busca de tumbas que contuvieran
esqueletos engalanados con piezas de oro y envueltos en algunos de los tapices
más bellos de la historia. La loma, a cuatro horas de viaje en coche desde
Lima, al norte de dicha ciudad, era como un cruce entre la superficie de la
Luna y un vertedero: surcada de agujeros, cubierta de antiguos huesos humanos y
repleta de basura moderna (los ladrones solían deshacerse de su ropa antes de
volver a casa por temor a contagiar a sus familias las enfermedades de los
muertos).
No obstante Giersz, un afable inconformista de 36 años
que enseña arqueología andina en la Universidad de Varsovia, estaba decidido a
excavar allí de todos modos. Tenía la total convicción de que algo
trascendental había sucedido en El Castillo hace 1.200 años. Por sus laderas se
esparcían muestras de tejidos y fragmentos de cerámica de la poco conocida
civilización wari, originaria de Perú, cuyo centro de poder estaba mucho más al
sur. Así pues, el arqueólogo y un pequeño grupo de investigación empezaron a
explorar con un magnetómetro lo que yacía en el subsuelo y a sacar fotografías
aéreas con una cámara ajustada a una cometa. Las pruebas revelaron lo que a
varias generaciones de saqueadores de tumbas les había pasado inadvertido: los
difusos contornos de unas paredes enterradas que recorrían un promontorio
rocoso en la parte meridional del enclave. Giersz y un equipo polaco-perua
no
solicitaron de inmediato el permiso para iniciar las excavaciones.
Aquellos contornos desdibujados resultaron formar parte
de un extenso laberinto de torres y altos muros que se desplegaba por todo el
extremo sur de El Castillo. Pintado en su tiempo de color rojo escarlata, el
intrincado complejo parecía ser un templo wari dedicado al culto a los
ancestros. Cuando en otoño de 2012 el equipo cavó bajo un estrato de sólidos
ladrillos trapezoidales, descubrió algo que pocos arqueólogos andinos habrían
imaginado nunca encontrar: una tumba real sin profanar. En su interior estaban
sepultadas cuatro reinas o princesas wari, al menos otros 54 individuos de
alcurnia y más de un millar de objetos correspondientes a la élite de aquella
sociedad,
desde enormes orejeras de oro hasta cuencos de plata o hachas de
aleación de cobre, todo de exquisita factura.
«Este es uno de los descubrimientos más importantes
de los últimos años», afirma Cecilia Pardo Grau, conservadora de arte
precolombino en el Museo de Arte de Lima. El análisis de los hallazgos está
arrojando nueva luz sobre esta cultura andina y su opulenta clase dirigente.
Surgidos de la nada en el valle peruano de Ayacucho
hacia el siglo VII de nuestra era, los wari alcanzaron su apogeo mucho antes
que los incas, en una época de sequías recurrentes y crisis medioambientales.
Se convirtieron en expertos ingenieros, construyendo acueductos y complejos
sistemas de canalización para irrigar sus cultivos dispuestos en bancales.
Cerca de la actual ciudad de Ayacucho fundaron una boyante capital, conocida en
la actualidad como Wari. En su cénit, Wari acogía a una población de nada menos
que 40.000 habitantes: una urbe mayor que el París de aquel momento, que no
superaba los 20.000. Desde este bastión, los señores de esta civilización
expandieron sus dominios cientos de kilómetros a través de los Andes e incluso
se adentraron en los desiertos costeros, forjando lo que muchos arqueólogos
consideran el primer imperio de la América del Sur andina.
Las invasiones wari en este tramo de costa se iniciaron
probablemente a finales del sigloVIII. La región colindaba por el norte con la
que entonces era la frontera meridional de los prósperos señores mochica, y
según parece carecía de líderes locales fuertes. No está claro cómo los
invasores lanzaron su ofensiva, pero en una importante copa ceremonial de
libaciones descubierta en la tumba imperial de El Castillo se representa a unos
guerreros wari armados con hachas combatiendo contra unas defensas costeras
provistas de propulsores, o átlatls. Cuando la niebla de la batalla se hubo
disipado, los wari habían adquirido un firme control del territorio. El nuevo
señor construyó un palacio al pie de El Castillo, y con el tiempo él y sus
sucesores transformaron el empinado monte en un imponente templo destinado al
culto a los antepasados.
Oculta por su milenaria acumulación de piedras y
sedimentos transportados por el viento, hoy El Castillo tiene el aspecto de una
inmensa pirámide escalonada, un monumento construido de abajo arriba. Sin
embargo, Giersz intuyó desde el principio que el complejo cultual encerraba
algo más que lo que se apreciaba a simple vista, y un equipo especializado en
arquitectura corroboró sus sospechas: los ingenieros wari empezaron las obras
en la cima misma de El Castillo, una formación natural de roca, y fueron
bajando de manera gradual. Según Krzysztof Makowski, arqueólogo de la
Pontificia Universidad Católica del Perú y asesor científico del proyecto de El
Castillo, se inspiraron en otra estructura. «En las montañas, los wari hacían
terrazas agrícolas, y empezaban por arriba.» Conforme descendían, rebajaban las
laderas para obtener una superposición de plataformas.
En la cima de El Castillo los constructores excavaron
primero una cámara subterránea destinada a ser la tumba imperial. Cuando llegó
la hora de sellarla, los peones vertieron unas 30 toneladas de grava y
cubrieron la cámara con una capa de ladrillos de adobe. Encima levantaron una
torre mausoleo, cuyas paredes rojizas podían avistarse desde muchos kilómetros
a la redonda. Antes de sellar la cámara la élite wari había depositado ricas
ofrendas en las pequeñas cámaras anejas al sepulcro: tejidos finamente urdidos,
a los que los antiguos pueblos andinos atribuían un valor superior al oro; unas
cuerdas con nudos, denominadas quipus, usadas para consignar los bienes
imperiales; y partes corporales del cóndor andino, un ave vinculada a la
aristocracia wari. (De hecho, uno de los títulos del emperador podría haber
sido Mallku, «cóndor» en aymara.)
En el centro de la torre había una sala con un trono.
En tiempos mucho más recientes, hace unos 15 años, unos saqueadores informaron
a un arqueólogo alemán de que habían encontrado momias en nichos de pared.
«Estamos casi seguros de que la estancia se usó para venerar a los ancestros»,
dice Giersz. Quizás incluso sirvió para rendir homenaje a la momia del emperador,
que aún no ha sido localizada por su equipo.
A fin de poder codearse en la muerte con los miembros
de la dinastía real, los nobles acotaban parcelas en la cima donde elevar sus
propios mausoleos. Una vez agotado todo el espacio disponible, ingeniaron el
modo de ampliarlo construyendo terrazas escalonadas en las vertientes de El
Castillo y llenándolas de tumbas y torres funerarias. Tan importante era para
la nobleza wari reposar eternamente en El Castillo, explica Giersz, que
«empleaban a todos los trabajadores locales posibles». La argamasa seca de
muchos de los muros que se han exhumado últimamente presenta huellas de manos,
algunas dejadas por niños de apenas 11 o 12 años.
Cuando terminó la construcción de la necrópolis,
presumiblemente en algún momento entre los años 900 y 1000 d.C., El Castillo
transmitía un poderoso mensaje político a los vivos: los invasores wari eran
ahora sus legítimos gobernantes. «Si quieres tomar posesión de una tierra
–explica Makowski–, tienes que demostrar que tus antepasados se han integrado
en el paisaje. Forma parte de la lógica andina.»
En una pequeña cámara tapiada, Wiesław Więckowski se
encorva sobre un brazo humano momificado y desprende la arena de sus dedos
descarnados. El bioarqueólogo de la Universidad de Varsovia ha estado limpiando
esa sección de la cámara, recogiendo restos de un fardo funerario wari y
buscando el resto del cuerpo. Es un trabajo lento y minucioso. Al introducir la
punta de su espátula en un rincón de la sala, pone al descubierto parte de un
fémur humano que estaba alojado en el muro. Decepcionado, Więckowski arruga el
entrecejo y explica que, a buen seguro, los ladrones intentaron desplazar la
momia desde una estancia adyacente y literalmente la hicieron pedazos. «Lo
único que podemos decir es que la momia pertenecía a un varón y que era un
hombre de edad avanzada.»
Como especialista en el estudio de restos humanos,
Więckowski ha empezado a analizar los esqueletos de todos los individuos
hallados en el interior y en las inmediaciones de la tumba imperial. Dice que
el grado de conservación de los tejidos blandos en la cámara sellada era
pésimo, pero que sus investigaciones están empezando a aportar datos
significativos sobre las vidas y las muertes tanto de las damas de elevada
alcurnia como de quienes las escoltan.
Casi todas las personas enterradas en la cámara eran
mujeres adultas y muchachas que probablemente habían muerto en un lapso de
apenas unos meses, lo más seguro por causas naturales. Cuando fallecieron, su
pueblo les dio un trato muy respetuoso. Sus sirvientas las vistieron con
túnicas y mantones exquisitos, pintaron sus rostros con un pigmento sagrado de
color rojo y las engalanaron con joyas preciosas, desde unas valiosas orejeras
de oro hasta delicados collares de cuentas de cristal. A continuación los
encargados del duelo depositaron sus cuerpos con las piernas flexionadas, la
posición habitual en los enterramientos wari, y envolvieron a cada una de ellas
en una tela de grandes dimensiones para formar el fardo funerario.
El rango social, apunta Więckowski, era tan importante
en la muerte como en la vida. Las difuntas de mayor abolengo –quizá reinas o
princesas– fueron colocadas en tres cámaras privadas en un lado de la tumba. La
más importante, de unos 60 años, yacía rodeada de extraordinarios artículos de
lujo: múltiples pares de orejeras, un hacha ceremonial de bronce, una copa de
plata… A los arqueólogos les fascinó su riqueza y el claro afán de ostentación.
«¿Qué hacía esta dama? –se pregunta Makowski–. Tejía con agujas de oro, como
una auténtica reina.»
Junto a las paredes de una gran sala común más alejada
colocaron a las nobles de menor categoría. Junto a cada una, salvo escasas
excepciones, dejaron un objeto del tamaño y la forma de una caja de zapatos,
hecho con cañas, que contenía todos los útiles necesarios para confeccionar una
tela de alta calidad. Las mujeres wari, excelentes tejedoras, producían unos
paños equiparables a nuestros tapices utilizando un número de hilos incluso
mayor que los tejidos en Flandes y Holanda en el siglo XVI. Las nobles
enterradas en El Castillo se dedicaban a este arte.
Antes de que la cámara fuera clausurada, una comitiva
subió las últimas ofrendas por las laderas de El Castillo: los sacrificios
humanos, tres niños y tres jóvenes. Więckowski apunta que las víctimas eran
quizá descendientes de la nobleza sometida en la conquista: «Si eres el
soberano y quieres que tus súbditos se mantengan leales al nuevo linaje, les
quitas a sus hijos». Los cadáveres fueron arrojados a la tumba. Luego se cerró
la cámara, y en la entrada se dispusieron, a modo de centinelas, los cadáveres
enfardados de un joven y una mujer de mayor edad. A ambos les habían cortado el
pie izquierdo, seguramente para garantizar que no abandonarían su puesto.
Więckowski espera los resultados de los análisis de ADN
y las pruebas isotópicas para averiguar más cosas acerca de las mujeres de la
tumba y su lugar de origen. Pero para Giersz todas las pruebas empiezan a
perfilar un detallado cuadro de la invasión wari de la costa norte. «El hecho
de que erigieran un templo importante aquí, en un terreno elevado junto a la
frontera mochica, sugiere que los wari conquistaron la región y planeaban
asentarse en ella.»
En una tranquila sala de trabajo del Museo de Arte de
Lima, los arqueólogos de El Castillo examinan entusiasmados algunos hallazgos
que les acaban de llegar. Durante las últimas semanas los conservadores han
eliminado la espesa pátina negra que recubría la mayor parte de los objetos
metálicos, poniendo de relieve sus relucientes diseños. Sobre un papel de
celofán se pueden ver tres orejeras, cada una del tamaño de un pomo de puerta y
tallada con la imagen de una deidad alada o un ser mitológico. Patrycja Prządka-Giersz,
miembro del equipo, arqueóloga de la Universidad de Varsovia y mujer de Giersz,
las contempla con satisfacción. Estos ornamentos, dice, «son todos diferentes,
y solamente podemos evaluarlos después de las tareas de conservación».
Giersz se asoma al interior de una voluminosa caja de
cartón y encuentra uno de los hallazgos más preciados del equipo: una botella
de peregrino. Realizada en cerámica, pintada y decorada con esmero, reproduce
la figura de un señor wari ataviado suntuosamente que navega en una embarcación
de madera de balsa por unas aguas costeras rebosantes de ballenas y otras
criaturas marinas. Perteneciente al selecto ajuar funerario de una reina
enterrada en El Castillo, esta botella de hace 1.200 años parece recrear un
episodio –entre mítico y real– de la historia de la costa norte: la llegada de
un importante señor wari, tal vez el mismísimo emperador. «Así pues, estamos
empezando a hilar el relato de un emperador wari que se hace a la mar en una
balsa –dice Makowski con una sonrisa–, un monarca que muere en la costa de
Huarmey acompañado de sus esposas.»
Por ahora solo es un «relato», una conjetura con
fundamento arqueológico. Pero Giersz sigue pensando que la tumba de un gran
señor wari podría estar oculta en algún lugar de este laberinto de paredes y
cámaras subterráneas. Y si los saqueadores no se le han adelantado, tiene
intención de encontrarla.
Extraído de: http://www.nationalgeographic.com.es/
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