Mil voces calladas
Eduardo
D’Angelo (1939-2014)
Ya lo
hemos dicho: pocas cosas son tan tristes como la muerte de un comediante,
especialmente la de uno tan bueno y alegre como Eduardo D’Angelo, una figura
que para los que tenemos entre 30 y 60 años era tan familiar como uno de esos
tíos graciosos que te salvan las fiestas de Navidad.
D’Angelo
fue un niño prodigio que comenzó su carrera haciendo una imitación juvenil del
argentino Luis Sandrini en tiempos en los que éste reinaba en el humor del Río
de la Plata. Su talento vocal lo llevó a la radio, donde desarrolló una notable
y precoz carrera, interrumpida sólo por el advenimiento de un nuevo medio, al
que se sumaría como integrante de la primera generación de artistas locales
dedicados a éste: la televisión. Allí, amparado por las figuras de Jorge y Daniel
Scheck, pasó a formar parte del elenco de Telecataplum, un programa que
lograría un éxito regional que tal vez ningún programa humorístico repetiría en
el futuro, y que también convirtió a quien ya se destacaba como cómico
individual en miembro de un colectivo en el que cada integrante potenciaba a
los otros.
La
figura de D’Angelo siempre estará ligada a las de una generación formidable,
especialmente a dos de sus compañeros: Ricardo Espalter y Enrique Almada, a
quienes seguían apenas un paso atrás en destaque Andrés Redondo, Gabriela
Acher, Raimundo Soto y Henny Trayles, entre otros. La generación de D’Angelo
fue una excentricidad en el medio rioplatense, donde generalmente el humor
televisivo se estructura alrededor de una estrella, con una serie de actores
menores que le hacen de pared y comparsa: se retroalimentaba a sí misma, se
complementaba y autopotenciaba, hasta el punto de jugar de memoria y combinarse
en un raro plano de igualdad.
D’Angelo
se destacaba por ser un hijo de la radio y basar su humor principalmente en su
voz, con la que, más que imitar a la perfección las características de la forma
de hablar de los famosos (algo que hoy en día parece alcanzar para ser
gracioso), imitaba las funciones de los personajes públicos de esos famosos, convirtiéndolas
en sátira inmediatamente.
A la
vez, D’Angelo era un gran cómico visual, que se destacaba de sus compañeros por
su eterna alegría. Si algo hacía a los comediantes provenientes de Telecataplum
inconfundiblemente uruguayos era una cierta melancolía palpable detrás de sus
personajes. D’Angelo era una de las pocas excepciones: parecía siempre irradiar
felicidad; frecuentemente se lo veía tentado en el transcurso de los sketches.
Desgraciadamente,
los menores de 50 años no conoceremos jamás lo que generalmente se considera la
época de oro de la generación de Telecataplum, ya que casi no se han conservado
registros de su trabajo televisivo de la década del 60. Sin embargo, algunos
sketches de los 70 todavía permiten percibir una clase de humor distinta, que
no presumía de su buen gusto o familiaridad, porque, de hecho, era inimaginable
que fuera de otra forma. Era un sentido del humor absolutamente “blanco” en su
contenido, de una frescura e inocencia que jamás deben confundirse con la
tontería o la superficialidad. Simplemente, un humor de otra época.
D’Angelo
fue algo ninguneado en sus últimas épocas: tal vez no supo convertirse al humor
predominantemente político o sexual que reinaba en el Río de la Plata. No era
lo suyo, no era parte de su absurdo cinéfilo y su gracia física, que no
necesitaba de golpes de efecto o temas de moda. Algunos epígonos de otras
generaciones, como Leo Lagos y Los Supersónicos, reconocieron su talento y le
dieron la oportunidad de ponerse al servicio de un entorno adecuado, en el que
pudiera utilizar su histrionismo lleno de recursos. Pero, de cualquier forma,
en sus últimos años se mantuvo alejado de la televisión, de la que fue casi un
miembro fundador. Se dedicó al teatro, donde escribió, dirigió y protagonizó
varias piezas humorísticas, y fue seguido por un público fiel, que seguía
disfrutando de sus formatos algo anacrónicos y, sobre todo, de su gracia
infatigable.
Eduardo
D’Angelo fue enterrado ayer de mañana en el Cementerio del Norte, entre el
pesar de quienes no sólo lamentaban la pérdida del artista, sino también la de
una persona recordada uniformemente como un buen tipo.
Extraído
de: http://ladiaria.com.uy/
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