sábado, 30 de mayo de 2015

Ida Vitale: la llamada de la poesía


Aldo Roque Difilippo


Ida VitaleIda Vitale nació en Montevideo (1923), siendo catalogada como una de las principales voces de la generación del 45. Entre otros libros ha escrito La luz de esta memoria (1949), Palabra dada (1953), Cada uno en su noche (1960), Paso a paso (1963), Oidor andante (1972), Fieles —antología— (1977), Jardín de Sílice (1980), Elegías de otoño (1982), Entresaca (1984), Sueños de la constancia (1988), Serie del sinsonte (1992), Paz por dos (1994), Léxico de afinidades (1994), Donde vuela el camaleón (1996), Jardines imaginarios(1996), Procura de lo imposible (1997). Destacándose además por su labor crítica en El País, Marcha, Época, Jaque y, entre otras, en las revistas Clinamen, Asir, Maldoror, Crisis de Buenos Aires, Eco de Bogotá, Vueltay Uno más Uno de México, El pez y la serpiente de Nicaragua.
Entre 1974 y 1984 el forzado exilio, producto de la dictadura militar, la alejó del país. Vuelta a Uruguay dirigió la página cultural del semanario Jaque. En la actualidad, y desde 1990, reside una temporada cada año entre Montevideo y Austin (Texas). En su última visita a Uruguay la oportunidad fue propicia para dialogar con ella sobre la poesía y “la generación crítica” que integró y que significó un quiebre en la intelectualidad nacional, cuya marca aún pervive.
—¿Qué autores, o que influencias, recibió usted cuando se inició a escribir? ¿Qué influencia más importante puede marcar?
—Bueno, las primeras influencias no son siempre las que quedan.
—Pero marcan.
—Sí, de pronto… Discutía mucho con un tío mío que le gustaba (Rubén) Darío, y yo decía que no, que era mejor (Amado) Nervo. Pero eso era cuando tenía 12 años. Así que empecé equivocada. No siempre las influencias primeras son las decisivas, provocadas por la cercanía de un libro. Por ejemplo los poemas de (Edgar Allan) Poe, traducido, luego no desemboca en nada bueno.
—¿Y hoy en día qué influencias siente en su obra?
—Tengo tantas que no podría decir cuál. Todo lo que uno ha leído, de alguna manera habrá servido, se supone. Preferencias sí, uno podría establecer una línea de preferencias a través de la literatura del mundo que siempre va por una poesía más despojada, con menos adorno, más esenciales en cuanto a temas o a palabras.
—¿Qué sentido o que finalidad tiene, si es que la tiene, la poesía en la sociedad actual? Porque se dice que vivimos en un mundo donde la gente no consume poesía.
—Eso lo tendrían que decir o los que venden libros, o los que los promocionan. Para mí, el sentido mayor es hacer algo que no puedo dejar de hacer. Uno siempre lo hace además con la esperanza de que eso sirva para algo, pero sin mucha convicción tampoco.
—¿Cuál es la respuesta que usted recibe?
—Uno no siempre se entera de lo que el lector piensa, a veces de cuando en cuando uno recibe una respuesta positiva, pues, eso vale por todos los silencios que en realidad suele haber. Porque en general la gente es también muy discreta. Uno pierde esa espontaneidad, porque piensa que hay tantas capas entre el poeta y el lector que es difícil atravesar, y sin embargo creo que a todo el mundo le satisface saber que en algún lado alguien está recibiendo eso, sea por lo que dice, sea por la forma, sea por lo que sea.

La llamada de la poesía
—¿Qué elementos se ponen en juego en usted para tentarla a escribir? ¿Cuál es el disparador?
—Nunca es un mismo. Una vez me pasó anotar algo en un boleto de ómnibus. Pero bueno, pueden ser muchos. Muchas veces la indignación ante algo. Quiere decir que eso está durmiendo y de repente sale, y cada uno responde de manera distinta a esa llamada de la poesía.
—Si ahora entrara una persona y le dijera que desea iniciarse en la poesíay le pidiera un par de consejos para iniciarse, ¿qué recomendaciones le haría? ¿Por dónde empieza esa búsqueda?
—Bueno no se si tiene que ser una búsqueda. Hay una cosa que decía Juan Ramón Jiménez que siempre la recuerdo como un consejo: escribir y guardar, y olvidarse de lo que uno escribió y verlo como de otro, y sobre eso corregir. Ahí uno ve con más lucidez, o con más frialdad. No basta con crear. Hay que aplicar la tijera, la corrección. Pero no hay fórmulas. Así como hay poetas que empiezan a escribir muy temprano y luego se agotan, no escriben más, o la vida los lleva para otro lado como el caso de (Arthur) Rimbaud, hay otros que empiezan a escribir muy tarde. Incluso (Rubén) Darío, con el enorme poeta que es, cuando uno tiene la obra completa resulta que lo que realmente se lee son los poemas a partir de un momento, lo otro es como preparatorio. O (Pablo) Neruda. Hay primeros libros que luego quedan archivados, e incluso los 20 poemas de amor uno los lee, por lo menos yo los leí, en una época de mi vida, y luego no volví sobre ellos. Sin embargo hay gente que los prefiere a lo que para mí son los grandes poemas últimos de Neruda. Así que también el propio autor puede equivocarse en el juicio respecto a la obra, de repente eliminar algo que encuentra también su público.

Críticos poco críticos
—Usted, junto a Mario Benedetti, son dos de los sobrevivientes de la generación del ‘45, lo que se denominó “la generación crítica”. A la distancia, ¿cómo ve ese proceso intelectual en el Uruguay?
—Poco crítico. Fundamentalmente poco crítico.
—¿Por qué motivos?
—Y bueno, porque de repente la crítica no estuvo bien orientada. En primer lugar no sé si la crítica es lo fundamental para catalogar a una generación. Es decir como el adjetivo de más alto rango. Bueno, no creo que sea así.
—Pero fue un quiebre en la forma de pensar en los intelectuales de la época.
—Bueno, creo que todos los intelectuales, si lo son, producen un quiebre. Además habría que ver si el quiebre estuvo tan bien orientado como se dice. Porque empezamos por crear el hábito de la tabla rasa y eso es malo, todo lo que estaba antes, o por lo menos parte de lo que se había hecho antes, fue muy criticado. El propio Benedetti, que inició ahí todo un movimiento contra las gacelas, sí podía ser una respuesta circunstancial, contra algo también circunstancial. Porque había también algún poeta como Juvenal Ortiz Saralegui que se decía que abusaba de las gacelas. Bueno. Pero hubo una gran poeta que fue Sara de Ibáñez en la que también aparecían gacelas. Entonces el asunto no es contra o a favor de las gacelas, sino contra o a favor de la mala o buena poesía. Creo que ese ligero desvío inicial en el juicio terminó en un ángulo muy abierto respecto al justo medio. Porque al barrer, aquello de tirar el agua del baño con bebe y todo, se adoptó una actitud muy crítica, y bueno no sé si todo lo que se produjo fue mejor de parte de lo que había antes. Porque en ese momento no se le dio importancia a algunos de los poetas del ‘20 que estaban todos absorbidos por la figura de Juana de Ibarbourou, que a mí me parece muy respetable, pero que fue muy decisiva para elegir una estética, y por ahí había un poeta estupendo que era Enrique Cajaravilla Lemos, muy sobrio, muy profundo en algunos de sus temas, en sus preocupaciones, que quedó de lado. Entonces no siempre esa crítica fue bien encaminada.
—Y a su vez también se dejó de lado a los poetas que estaban pegados a la tierra, los de corte criollista, Serafín J. García, Fernán Silva Valdés, y toda esa línea.
—Bueno, ahí quizá no fue sólo una actitud uruguaya, sino que era un poco una tendencia de mucha literatura latinoamericana. Que era como un movimiento que luego se transformó. Porque en Chile también había el criollismo, que fue muy importante. Pero bueno, creo que todas las épocas tienen una forma de enfrentarse a un problema que no cambia, la relación del hombre con la tierra. Eso aflora de una manera o de otra, en un país o en otro.


Nota originalmente publicada en www.letralia.com 

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