sábado, 2 de abril de 2016

Uruguayos en la Guerra Civil española

Reporteros de guerra uruguayos: Luis Alfredo Sciutto “Wing” en el bando sublevado

wing
Luis Alberto Sciutto “Wing”, primero por la  izquierda, como periodista deportivo

Luis Alberto Sciutto, alias “Wing”, fue un jugador de fútbol y periodista deportivo que cubrió la Guerra Civil española para el diario El Pueblo, aprovechando que ya se encontraba en Europa pues acababa de cubrir las Olimpiadas de Berlín de 1936. Fruto de esas vivencias es el libro Una aventura en España, publicado nada más volver y ciando aún no había terminado la guerra. En este libro leemos a un Wing cazando la noticia, “incrustado”, como se diría ahora, ene le bando sublevado. Ello el llevó q ser uno de los pocos periodistas que entrevistó a Franco nada más terminada la conquista del Alcázar de Toledo, que evoluciona en su estancia en España desde periodista con afán de objetividad a encandilado con la causa sublevada por su heroísmo y espiritualidad, espiritualidad que él mismo llega a vivir en monasterios burgaleses. Os dejamos a continuación el artículo monográfico que Niall Binns, investigador y docente de la Universidad Complutense de Madrid publicó en el número 5 de la revista Letral, en el año 2010:
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Aventura y aprendizaje en “Wing” (Luis Alfredo Sciutto). Un testimonio uruguayo sobre la Guerra Civil Española.
Niall Binns (Universidad Complutense de Madrid)

Aventura y aprendizaje en “Wing”. Un cronista uruguayo en la Guerra Civil Española (1)
Hay una fotografía, tomada en febrero de 1934, que muestra a Federico García Lorca en el cementerio de Montevideo durante un homenaje a su amigo muerto en 1929, el pintor Rafael Barradas. Entre los trece personas que lo acompañan están el embajador de España Enrique Díez-Canedo, varios intelectuales uruguayos y “dos personas sin identificar” (Anderson 240). La persona sin identificar a la extrema derecha de la imagen es Luis Alfredo Sciutto, un antiguo jugador de fútbol y aspirante a intelectual que firmaba sus crónicas deportivas como “Wing” y décadas más tarde se haría querido y admirado con otro seudónimo, Diego Lucero. Ha dicho Jorge Valdano: “primero le prestó su cuerpo al instinto para que el juego se convirtiera en una posibilidad de disfrute. Cuando terminó de entenderlo con los pies pasó al terreno de la reflexión, donde logró que la pasión fuera cómplice de la poesía” (2).
Luis Alfredo Sciutto (1901-1995) nació en Montevideo en una familia de inmigrantes italianos. Se puso a trabajar a los nueve años de edad, jugó como wing —o extremo— en Nacional y en la selección uruguaya, y su militancia anarquista y luego socialista lo llevó tres veces a la cárcel durante su juventud. A lo largo de su vida trabajó como periodista en El País, El Pueblo y El Nacional de Montevideo y en Crítica y Clarín de Buenos Aires, entrevistó a gente tan diversa como Lorca, Pirandello, Mussolini, Goebells, Franco y Perón, y cubrió todos los campeonatos mundiales del fútbol de 1934 a 1994, por lo cual recibiría, al final de su vida, la Orden del Mérito Deportivo de la FIFA (3). En julio de 1936 El Pueblo, un diario de Montevideo cuyo dueño fue el propio presidente de Uruguay, Gabriel Terra, envió a su reporter estrella, Wing, a las Olimpiadas de Berlín, donde tuvo tanto éxito con sus crónicas, cargadas de anécdotas, y con sus alocuciones radiofónicas, que el diario decidió aprovechar su estancia en Europa para mandarlo a España como corresponsal de guerra. Wing cruzó la frontera vasca a finales de agosto y pasó casi tres meses en diversos frentes, desde los cuales envió largas crónicas, que se publicaban en El Pueblo en primera página bajo un gran retrato del corresponsal y el lema “WING NARRA”. El día 21 de noviembre de 1936, durante la batalla de Madrid, fue capturado por soldados republicanos en la Casa de Campo y permanecería en la cárcel —primero en la capital, luego en Valencia— hasta finales de diciembre. La crónica que escribió al volver a Uruguay, Una aventura en España, es casi desconocido, pero es uno de los libros más fascinantes que conozco sobre la Guerra Civil.
Literatura de testimonio en la Guerra Civil
Cuando en tiempos de guerra o de revolución la idea se hace dueña de la escritura, cuando la teoría se antepone a la práctica, cuando la visión del Partido o de la Iglesia sustituye a la compleja y contradictoria experiencia personal, y la consigna doctrinaria al libre o relativamente libre ejercicio de la palabra, el resultado es previsible: otro libro más de inflamada retórica, candente compromiso y vida en blanco y negro. En fin: ruido con más bien pocas nueces. La pasión es ciega, dicen, y la pasión política no es una excepción. No es sorprendente, por lo tanto, que desde la segunda década del siglo XX, en los sucesivos encontronazos de la modernidad tecnológica (aviones, tanques, armas de destrucción cada vez más masiva) con la modernidad ideológica (utopías tan excluyentes e incontestables como las doctrinas religiosas que pretendían suplantar), los géneros literarios más eficaces hayan sido los testimoniales. Son géneros, en principio, incompatibles con la ceguera: parten, precisamente, de lo visto con los ojos y lo vivido en la propia carne del escritor-testigo. En ellos, el drama colectivo se presenta a través del drama individual y el conflicto ideológico no es sólo pensado y razonado —teorizado, incluso—, sino sobre todo problematizado a partir de la compleja, muchas veces contradictoria y casi siempre dolorosa experiencia personal. Es por eso que Ernst Jünger exageraba, pero no del todo, cuando en su Tratado del rebelde afirmaba que “no se tardará en reconocer que la parte más sólida de nuestra literatura es la que nació de los objetivos menos literarios: todas esas informaciones, cartas, diarios íntimos nacidos en las grandes cacerías humanas, emboscadas y desolladeros de nuestro tiempo” (Cerda 111).
Los géneros testimoniales, que empezaron a proliferar después de la Gran Guerra, se consagraron a partir de la Guerra Civil de España, que atrajo las miradas de escritores de todo Occidente. Entre las grandes obras de la Guerra Civil están las novelas de André Malraux y Ernest Hemingway, está la poesía de César Vallejo y Miguel Hernández, pero están también —tan centrales en el canon e iguales en su capacidad de conmover al lector— los testimonios de George Orwell, Arthur Koestler y Georges Bernanos. “Todo escrito testimonial es un discurso autobiográfico diferentemente mediatizado”, afirma Martín Cerda: es “la palabra de un individuo cuya vida está, de un modo u otro, dificultada, apremiada o amenazada por el curso que, de pronto, toma la sociedad en que vive, y que lo obliga, en consecuencia, a instituirla como ‘objeto’ de una introspección que le permita comprender y asumir cada suceso vivido” (122). En efecto, los mejores testimonios de la Guerra Civil suelen ser pequeños bildungsromans autobiográficos, estructurados casi siempre de manera circular, que trazan la ida y vuelta del intelectual extranjero, que viaja a España (o, en el caso de Bernanos, ya vive en España) a comienzos del conflicto, radiante de fervor utópico, pero que se ve paulatinamente transformado —decepcionado, traicionado, traumatizado— por la experiencia bélica, hasta tal punto que vuelve a casa al final como otra persona. Escritos a posteriori, estos textos pretenden entender lo vivido, tanto la guerra en sí como la alteración que ha provocado en el propio yo del escritor.
Son casi desconocidos los escritos testimoniales de autores latinoamericanos que vivieron o lucharon en España durante la guerra, con escasas excepciones como las crónicas truncadas del cubano Pablo de la Torriente Brau, comisario político de El Campesino que murió en Majadahonda a finales de 1936, y las páginas dedicadas al conflicto por Pablo Neruda en sus memorias Confieso que he vivido. En Uruguay, como en Cuba y en Chile, la Guerra Civil despertó grandes pasiones. Los grandes diarios de Montevideo —El Pueblo, El Día, El País, La Mañana, El Debate y Uruguay— y los periódicos de la colonia española —El Diario Español, España Democrática, La Gaceta Española, España Moderna y España Nacionalista— se volcaron en reportajes (tomados casi siempre de las agencias internacionales de prensa) y artículos de opinión sobre la guerra. A lo largo y ancho del país surgieron centenares de comités de apoyo a los dos bandos y, entretanto, la llegada de cada ilustre visitante español (Gregorio Marañón, Eugenio Montes, Manuel García Morente, Indalecio Prieto) congregaba multitudes y provocaba virulentos debates en la prensa. El gobierno de Gabriel Terra simpatizó abiertamente con Franco desde el comienzo de la guerra y rompió relaciones con la República en septiembre de 1936, después del asesinato en Madrid de dos hermanas del vicecónsul uruguayo, Dolores y Consuelo Aguiar Mella Díaz. Fueron pocos los intelectuales que respaldaron esta política del Gobierno. Los más notables, quizá, fueron el poeta Fernán Silva Valdés (4), el ensayista Carlos Real de Azúa (5) y dos novelistas: el modernista de antaño Carlos Reyles, que dedicó un discurso de bienvenida a Marañón en marzo de 1937 (6), y Horacio Maldonado, recién llegado de Madrid, que publicó varios artículos sobre España en El Pueblo (7). La mayoría de los intelectuales uruguayos, en cambio, mostró un rechazo explícito a Franco, y la Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periódicos y Escritores (AIAPE) aglutinó a muchos de ellos en defensa de la República. Fruto de esta movilización son dos antologías poéticas: Cancionero de la guerra civil española, con selección y prólogo de Ildefonso Pereda Valdés, y Poeta fusilado. Homenaje lírico a Federico García Lorca, prologado por Juvenal Ortiz Saralegui (8). Sin embargo, ningún intelectual uruguayo prominente visitó España durante la guerra y no hubo delegados uruguayos en el Congreso de Escritores Antifascistas de julio 1937. Por eso, no hay en la literatura uruguaya textos testimoniales sobre la guerra de los grandes escritores de la época. Los tres testimonios que conozco son el pro-republicano Don Quijote fusilado (1940), del corresponsal de El País Alberto Etchepare, Porque luché contra los rojos (1961, sic), del ultraderechista “Santicaten” (Joaquín Martínez Arboleya), y este libro de Wing, incomparable con los anteriores en su autenticidad y su carga emocional.
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Escribir la guerra
Una aventura en España, aunque incluye algunas crónicas enviadas a El Pueblo, es más que nada la narración de una “aventura”. El personaje del cronista está en el centro de todo y en cada momento predominan más sus vivencias e impresiones que la exposición de sus ideas. No pretende hacer propaganda; su labor se centra más en la idea de emocionar y asombrar que la de adoctrinar. Lo reconoce Wing al referirse a los “‘ases’ del periodismo universal” con los que convivía en un hotel de Burgos: eran, dice,
“los dueños de la noticia que lanzándola a la curiosidad del orbe pueden producir una catástrofe bolsística o una conmoción sensacional; los que juegan con los nervios del hombre civilizado proporcionándole la dosis leve del ‘rumor’ que deja suspenso el ritmo del mundo o la violenta explosión de la noticia ‘bomba’ (Wing, Una aventura en España. 54)”.
En tiempos de guerra, eso significaba ir en busca “de la nota espeluznante, de la anécdota heroica, del toque emotivo, de la pincelada sentimental, del aspecto bello —si cabe— de la guerra, con lo que se nutre el gran público del mundo” (99).
De acuerdo con esta idea del periodismo, los retratos de los personajes en el libro de Wing interesan más por lo pintoresco y el detallismo psicológico, por su “verdad” —el único valor de su “modesto relato” es, insiste, “el de ser reflejo de la más pura verdad” (5)— que por el valor ejemplar buscado por otros cronistas. Es así tanto para protagonistas de la guerra como Franco, Moscardó y El Campesino como para el anciano jefe carlista que llega emocionado al mar cantábrico (39), el herido marroquí Abd-el-Ami-Didian que fuma su pipa de opio (60) o la dama francesa que llora al ver partir para el frente a su hijo requeté pero luego, “un rato después”, se deja ver paseándose “por la oscura alameda burgalesa enlazada su fina cintura por el brazo de un gallardo oficial que retornó del frente” (55-56). El gusto por el detalle se manifiesta en imágenes cargadas de lirismo —“el tren madrugador va pitando su urgencia; certifica su paso por la vega, dejando en el aire, su firma escrita en humo blanco”; o los álamos nevados al borde de los caminos con su pinta de “extáticos frailes en oración” (112)— y en descripciones vívidas en las que se palpa la habilidad del periodista deportivo, como ésta de una pelea entre tres cazas y un trimotor nacionalista, por un lado, y una escuadrilla de cinco “churrinches” republicanos, por otro:
“Y a más de tres mil metros, contra el cielo de purísimo azul, se entabla el combate. Van y vienen los aviones. Se buscan y se eluden. Trazan veloces semicírculos; suben buscando posición para el tiro; bajan vertiginosamente en tirabuzón para escaparle…
No puede hacer el hombre ni en la guerra, ni en el sport, ni en cualquiera otra actividad, nada que supere a la emoción del combate aéreo. Por momentos parece un juego, una puja de caballeros, la lucha de pájaros que riñen tirándose andanadas de metralla…
Los cazas, ágiles en el pique, de cerrados gambeteos en los virajes, deslizantes, filtradores, veloces, se ensañan con los pesados trimotores que buscan la fuga. Y a pesar de que son dueños del ancho campo del cielo, los cazas los cercan —como cercan los perros una presa— le muerden los bordes de sus alas fugitivas, los destrozan a tiros…
De pronto, se rompe la belleza de la lucha; un avión se sacude, pierde el equilibrio, tiene un temblor de pájaro herido de muerte. Y su peso multiplicado en el vértigo de la caída, lo derrumba hacia la tierra. Es un cometa luminoso que cae. Sus metales refulgen con el sol. Busca un sitio cualquiera y ahí se estrella.
Los motores roncan en el aire su cansancio. Sienten la fatiga del combate. Las escuadrillas se separan. Marchan cada una para su campo. En la bandada de los churrinches rojos hay uno de menos (132)”.
Característicamente, aunque la viñeta termine con la victoria del bando que apoya, el tono interesa más por su impacto visual y emotivo que por sus efectos propagandísticos.
Otra constante en la crónica de Wing es la compasión, observable en la forma en que el narrador parte de la descripción para reflexionar —con resultados algo tópicos, quizá, pero ¿cómo eludir los tópicos en una guerra?— sobre el horror, la pérdida y el sinsentido de la guerra, como cuando observa desde el coche los cadáveres que bordean la carretera:
“Cada uno de esos muchachos tendrá una madre que reza y espera… una novia que aprieta su retrato y lo besa, o unos hijitos que piensan que su padre volverá hecho un héroe algún día… Y la espiral del vuelo de los cuervos sigue girando alrededor de la carroña. Hasta que los huesos queden limpios, se dispersen y hechos polvo, se hundan en la tierra y en ella se disuelvan (59)”.
El corresponsal como aventurero
El libro de Wing trata, en primer lugar, de la aventura de un periodista en tiempos de guerra, con todos los riesgos y peligros que éste debe enfrentar. La dedicatoria se dirige “a mis camaradas de aventuras por los frentes de la guerra de España, obreros del más alto sacrificio, que cada día, cada hora, en la ‘descubierta’ de un camino o en el parapeto de una trinchera de avanzada, arriesgaban la vida por una noticia o por el tema de un relato”, y sobre todo a los cuatro españoles que fueron capturados con él en noviembre de 1936 y que “desde hace 15 meses se pudren en las celdas de la Prisión Celular de Valencia” (5) (9). Parte del encanto del libro de1 Wing es su rica descripción de la vida de los corresponsales en el Hotel María Isabel de Burgos, en el Hotel Jardín de Ávila y en los viajes al frente organizados por el mando del ejército franquista. Comparten juntos el peligro al entrar en la aún asediada ciudad de Oviedo (100), sufren juntos el desdén de los soldados por ser “turistas” de la guerra (99), gozan juntos de los banquetes espléndidos de la retaguardia —en los que “Logroño sigue dando el néctar de sus cepas; las costas de Galicia, sus plateados peces; las colinas de Castilla, el ganado; verduras, las vegas y frescas uvas carnosas, los viñedos riscosos de Cebreros” (143)—, pero también, en noviembre de 1936, aguantan juntos la monotonía y la “condena de la quietud forzosa” en anticipación de la conquista de Madrid:
“Doscientos periodistas con domicilio volante en Ávila, Talavera y Toledo, con sus maletas al hombro, especie de ‘Judíos Errantes’ de la información, aguardan en las carreteras provinciales, el momento de entrar en la capital, febriles de impaciencia porque los días son largos; la espera, angustiosa; el laconismo de los partes oficiales, desesperante y la prohibición de ir al frente madrileño, inviolable (142)”.
Wing habla con orgullo de su “aventura” como periodista, que lo llevó por Irún, Pamplona, San Sebastián, Burgos, Valladolid, Toledo, Sevilla, Córdoba, Oviedo y Ávila, y más tarde, como prisionero, a Madrid y Valencia. Cuando describe a los corresponsales reunidos en el Hotel Jardín de Ávila, comenta que él “era el más modesto, el más oscuro, el más joven entre todos, al que distinguían con su amistad llamándole el ‘uruguayito’” (121). No obstante, a pesar de este perfil bajo y a pesar de ser, en realidad, un periodista deportivo, se ufana de ser el cronista “que tenía más kilómetros recorridos buscando la nota emocionante”, ya que —al no transmitir sus crónicas telegráficamente— no suponía una amenaza “a los reporteros de las grandes agencias [que] se veían obligados —por razones de competencia— a marchar solos a los frentes para no descubrir el juego a sus rivales”. Por este motivo, él “recibía diariamente invitaciones de los corresponsales que seguían la guerra. Aceptaba cualquier invitación y con ellos marchaba a la aventura” (150). Más aún: Wing se jacta de ser el “primero entre los periodistas del mundo” en llegar al Cuartel General del Ejército nacionalista que iba a la conquista de Guipúzcoa (21), y de ser el primer sudamericano en hablar con Franco en el “solemne” momento de su entrada a Toledo (65). Además, como señala con entrañable ironía, fue el periodista que llegó antes que ningún otro (aunque preso) a Madrid:
“¿Y los elementos de la prensa internacional, que luchaban afanosamente entre sí, para cuando llegara el momento de entrar en Madrid, ser los primeros? Allí iba Wing, el más modesto, el más oscuro entre el nutrido conjunto donde todos eran ‘ases’, entrando a la capital el primero, hasta antes que los generales… (175)”.
El concepto de “aventura” conserva siempre un matiz de frivolidad, y convive con incomodidad con la noción del periodista como un obrero. Quizá, en el contexto de una guerra, ese trabajador que es el periodista se convierte forzosamente en aventurero. Pero no es sólo eso. Wing plantea su propia frivolidad desde el comienzo: viajar a España no es sólo ir en busca de la aventura como corresponsal; es, además, ir en busca de aventuras eróticas. El primer párrafo del libro ofrece un sabroso retrato del cronista en el momento de su partida hacia la guerra, un personaje muy diferente, hay que decirlo, del que volverá a París, cuatro meses más tarde, al final de su “aventura”:
“París. Agosto de 1936. Un pequeño bar elegante en Champs-Elysees, a media luz. La tarde cae. Marcelle y Minouche se han dado cita para despedir a Wing que se marcha a España. A la guerra. Marcelle es argentina. Hace muchos años pasea su señorial distinción por el París noctámbulo, a la vez alegre y triste. De día no sabe andar por la maraña de sus calles complicadas. Tiene los ojos verdes claros, la nariz ligeramente curva, y una boca ancha y perversa que ríe permanentemente a propósito para mostrar dos hileras de dientes alevosos. Se ha venido tocada con un gran sombrero y un vestido de noche que abre el atrevimiento del escote sobre blancuras de carne nacarada. Minouche es francesa. Del Mediodía. Tiene el encanto inocente —por la forma natural que se denuncia— de las mujeres que parecen venidas al mundo para ofrecer al hombre, ojos, labios, caderas, muslos, brazos y piernas la copa plena del amor. Wing es un periodista. Viene de lejos, del Río de la Plata. Los tres son buenos amigos. Ellas tienen la vida muy complicada en misteriosos enredos de la epidermis y el corazón. Él vive sus días de París con una única ansia dominante: marchar. Marcelle ha pedido su cocktail de jugo de tomate y gin; Minouche bebe su Martini y el uruguayo viviendo la emoción de la partida hacia la guerra, pide el champán, champán dorado, de corazón explosivo, el de las burbujas de las situaciones solemnes, el de la etiqueta siempre legítima y el contenido siempre falsificado. Un rato después, ya en pleno bulevar, los besos y los abrazos de la despedida. Wing marchó en busca de su equipaje viajero y a las dos mariposas se las devoró el vértigo luminoso de la noche parisien (7)”.
Wing llega a la zona de guerra —el espacio masculino por excelencia, se diría— como un periodista anhelante de noticias pero también como un Don Juan seductor, excitado con la promesa de posibles conquistas eróticas. Al intentar cruzar el puente de Irún, comenta: “Caen balas perdidas. Las balas perdidas y las mujeres a punto de serlo, dicen que son las más peligrosas” (10), y no tarda mucho en entablar relaciones con una “señorita inglesa” del servicio diplomático, quizá peligrosa, quizá una espía, una mujer de “silueta fina, ondulosa, cabellera rubia, un rostro encendido por la gracia del sol y unas piernas llamativamente hermosas, de las que han merecido el honor de ser clasificados como ‘piernas intelectuales’, largas y lánguidas al andar, como las de la garza” (15), con la que termina esa noche cenando en su hotel con gran intimidad… hasta que aparezca inesperadamente su marido.
Siempre atento a la belleza femenina, Wing celebra más tarde a las “lindas asturianas de los pueblitos”, que van “montadas en sus caballos con tanta gracia como la más chic de las amazonas del Bois de Boulogne, del Tiergarten berlinés o del Hyde Park londinense” (91) y simpatiza con los soldados gallegos que persiguen a una camarera con “manos ansiosas, que largas vigilias han tornado impacientes; manos trémulas que obedecen al grito de la sangre afiebrada y sedienta…” (93). Su propia ansiedad se calma cuando conoce a Beatriz, una de las cuatro hijas de una familia acaudalada que aguardan en el Hotel Jardín de Ávila la conquista de Madrid, y “la españolita y el americano” pronto se convierten en la comidilla del hotel (125). Habría que señalar, por otra parte, que Wing observa con perplejidad y espanto la autonomía de la mujer en la zona republicana. Queda profundamente impactado ante la imagen de dos milicianas muertas en el frente de Navalcarnero, “chicas de la Nueva Sensibilidad que tomaron la guerra como un sport, como una oportunidad más para convencerse que son libres, dueñas de su vida, capaces de rivalizar con el hombre” (135). Más tarde, cuando una multitud enfurecida rodea a él y sus cuatro compañeros presos en un intento de linchamiento, la presencia de las mujeres le resulta particularmente perturbadora: “el espectáculo de las mujeres pidiendo a gritos nuestra muerte, era penoso. Jamás pensé que la mujer era hasta ese punto, enemiga del hombre” (168).
Los aprendizajes de Wing
Culto, embriagado con sus vivencias españolas, amante de la buena vida y las mujeres, y nostálgico de Montevideo, de Gardel y sobre todo de su madre, Wing se autorretrata de una forma curiosa en su crónica. Hasta la página 57, y a partir de entonces de manera intermitente, el narrador se refiere a sí mismo en tercera persona, como “Wing”, o con expresiones como “el reportero uruguayo” (8) y “el cronista sudamericano” (11). El distanciamiento funciona, sin duda, para dar un aire de objetividad y veracidad a los acontecimientos descritos, pero también permite que el uso del “yo” sirva, en su momento, para cargar la narración de mayor implicación emocional. Tal vez sea significativo que la primera persona entra en el texto primero en plural, cuando los periodistas reciben la noticia de la toma del Alcázar, y sólo gira hacia una voz singular cuando Wing experimenta uno de los instantes más intensos de su “aventura”, al encontrarse con Franco a las puertas de Toledo:
“Me acerco al auto. Lo saludo en nombre de la América Española. Soy el único sudamericano presente en tan solemne momento. Los ojos del General se animan, radiantes, cuando le cito al Uruguay. Me da la mano, recia como la decisión de sus acciones, y me pide que transmita dos saludos. Dos saludos, lacónicos como la orden en la batalla: sencillos, para que el pensamiento, despojado de todo artificio, no lleve más adorno que su sinceridad:
–A los americanos, el saludo más cariñoso; a los españoles, que tengan fe.
Javier Indart le nombra La Nación y la Argentina. Somos dos voces de la América Española, de esa hija tan íntimamente ligada a las glorias y a las desdichas de la Madre, que le llegan en el momento álgido de la cruzada, en uno de los puntos decisivos de sus batallas, en el alto de un minuto del duro camino que va recorriendo entre victorias.
Y ahí, ante la cita de los países de América, rodeado de sus ‘Tercios’ de hombres endurecidos en la guerra y de los ‘Regulares’, los marroquíes de mirada mansa, al General Franco se le nublaron los ojos, como si lágrimas de emoción agradecida y de coraje viril, pugnaran por manifestarse en el resplandor de sus pupilas de iluminado (65-66)”.
Este es, indudablemente, uno de los hitos en la “aventura” de Wing que lo van despojando de su inicial frivolidad. No se debería leer, me parece, como un ejemplo al uso del culto a la personalidad del caudillo; las crecientes simpatías nacionalistas del cronista (que tenía, recuérdese, un pasado de militancia izquierdista) y el abandono de su frivolidad se encuentran aquí, como en otras partes, justificados (dentro del libro) por las experiencias narradas; en Wing, la idea es siempre posterior a la vivencia, es fruto de la vivencia, y no es nunca rígida o maniquea. Su entusiasmo ante Franco y la sensiblera grandilocuencia de los párrafos citados son más que comprensibles en un inexperto corresponsal que ha sido impresionado por el valor del ejército nacionalista y que conoce, inesperadamente, a su líder, uno de los grandes personajes históricos de su época.
Se puede medir la evolución o el “aprendizaje” de Wing en diversos planos. Para empezar, a un nivel psicológico o emocional, los sufrimientos vividos y testimoniados desencadenan un proceso de deshumanización que resultará familiar a cualquier lector de los grandes testimonios de la Guerra Civil (George Orwell, Laurie Lee, Pablo de la Torriente):
“Ya a esta altura, después de haber pasado por campos donde las huellas de la batalla reciente se presentaban en todo su horror, hemos quedado insensibles a todo. Ya no nos emociona ni nos conmueve, el espectáculo de la muerte. Recuerdo que en Toledo no podíamos resistir el olor de los cadáveres. Y hoy, un mes después, hemos comido nuestra merienda entre montones de muertos que atajaban nuestro paso. Las moscas verdosas, pesadas, zumbonas, saltaban desde los cadáveres putrefactos hasta el pan que teníamos en la mano. Se nos metían en la boca. Y no sentíamos asco… (136)”.
Hay, por otra parte, un “aprendizaje” ideológico. Se ha visto arriba el orgullo que sentía Wing al entrevistarse con Franco. Su creciente simpatía por los nacionalistas se originó durante la lucha por Irún, que puso fin a la inicial ecuanimidad de su postura. La primera presentación de los simpatizantes del Frente Popular es positiva (10-11), y la narración se carga de emotividad durante la desesperada evacuación de la ciudad. Por otra parte, la descripción de la reunión en Hendaya del 30 de agosto entre dos emisarios nacionalistas y dos representantes del Frente Popular, para discutir la rendición de Irún, resulta deliberadamente equilibrada. Los ojos de los cuatro “relampagueaban amenazas” y eran iguales en su tono desafiante. Ante la amenaza de bombardear la ciudad, “no la entregamos” respondieron los republicanos; ante la de matar a los prisioneros requetés, “pues que los fusilen” dijeron los nacionalistas. Hasta en sus prendas había paralelismos, como si el cronista no viera más que la triste realidad de hermanos y paisanos, en el fondo semejantes, empeñados sin embargo en matarse mutuamente: “Una cinta roja, sostenida con ferrugiento alfiler de nodriza, colgaba del hombro de los soldados que defendían Irún. Una escarapela formada con cintas de España llevaban los requetés debajo del capote, pegado al corazón” (13). Ahora bien, el comportamiento de los republicanos en Irún va a ser determinante para Wing, cuya idea sobre la guerra se ve afectada menos por la compasión que siente hacia los refugiados que por el desprecio ante los milicianos que incendiaron la ciudad:
“El espectáculo era neroniano. La ciudad ardía en su centro. Las 160 casas del aristocrático Paseo Colón, orgullo de la laboriosa ciudad fronteriza, eran devoradas por el fuego rojo que el despecho rojo encendió en cada puerta previo un riego consciente de gasolina. Los que no supieron defenderla la destruían (17-18)”.
El eco de otro perdedor que lloraba como una mujer lo que no supo defender como hombre se hace inevitable. En vez del llanto, la destrucción indiscriminada. El desdén del narrador, palpable en su uso, por primera vez, del adjetivo “rojo”, responde a una toma de conciencia de que los dos bandos no son del todo iguales, y desde luego no se comportan iguales en el campo de batalla. Esta postura se acentúa en seguida:
“Qué cuadro deplorable ofrecían aquellos milicianos que cuando la caída de Irún apareció como inevitable, habían preferido buscar refugio en Hendaya, cruzando la frontera de la Francia acogedora y pacífica, en vez de retroceder combatiendo hacia San Sebastián; después a Bilbao si acaso… pero guerreando, defendiendo palmo a palmo aquella tierra que decían suya, por la que habían prometido morir y a la que abandonaban ante la primera amenaza de ataque y la primera sombra de riesgo!… Tres días antes los habíamos visto con sus armas al cinto, llenos de confianza y de orgullo, respondiendo a nuestras preguntas con altanera fanfarronería, dando órdenes con tono de generales de zarzuela, declamando con la teatral resonancia de los oradores de comité!… ‘somos de la U.H.P.; o de la C.N.T.; o de la F.A.I., somos invencibles…’ y ahora, ahí andaban, sin las armas que le fueron confiscadas al pasar el Puente Internacional, doblegados, vencidos, mirando a todos con mansedumbre, paseando sin objeto entre las mujeres cuyas lágrimas parecían ser reproches a los que no habían sabido defenderlas…
–¿Por qué no seguisteis luchando? —le preguntaban con ansiedad los viejos vascos.
–Es que vamos a Barcelona. A Barcelona! A seguir defendiendo la República —respondían con teatral exaltación.
Pero Barcelona está a 500 kilómetros y San Sebastián sólo a 5.
–Más cerca podíais ir para defender la República, si es que eso os proponíais… —agregaban los viejos.
Muy pocos de ellos volvieron a la guerra (18-19)”.
El cambio de perspectiva temporal al final de esta cita es sintomático de un acercamiento entre Wing el narrador y Wing el personaje: el primero, desde una distancia de quince meses y muchas experiencias vividas, aporta su idea ya formada sobre la guerra; en efecto, nos dice (como ya empezaba a intuir el segundo, el periodista recién llegado a España en agosto de 1936), la mayoría de aquellos milicianos —así como sus caudillos, que terminarían en París “en la compañía de las alegres chicas de Montmartre” (19), parecidas a sus propias amigas Marcelle y Minouche— eran cobardes.
Esta incipiente simpatía con los nacionalistas sobrevive durante los días que pasa Wing en una cárcel de Pamplona, bajo sospecha de espionaje, y se intensificará progresivamente después de su encuentro con Franco y su visita al Alcázar de Toledo, sobre todo cuando vea en el frente cordobés montones de hombres y mujeres fusilados en los pueblos recién abandonados por los republicanos (83), y cuando experimente de primera mano la intervención soviética en la República al ser interrogado –de nuevo como preso– por la secretaria rusa del embajador Marcel Rosemberg, una mujer “pequeña, amarilla, magra, de ratoniles ojos” pero de una “inteligencia viva como un lampo” (180).
No obstante, Wing no cae en el maniqueísmo. Su retrato ambivalente de El Campesino es paradigmático al respecto (176), como lo es también la manera en que evita hiperbolizar en la narración de sus días en las cárceles republicanas. Él y sus compañeros pasan hambre en sus celdas, pero él es capaz de reconocer que todo Madrid pasaba hambre en esa época y que la poca comida que llegaba a la ciudad iba —lógicamente— a los que más la necesitaban, los soldados en el frente (189). Otros ejemplos pueden servir para mostrar el insólito equilibrio que mantiene Wing en sus juicios. Para empezar, sigue señalando paralelismos entre la violencia verbal y física de ambos bandos. Recién llegado como preso al Ministerio de Guerra en Madrid, anota: “Grupos de milicianos, la ‘canalla marxista’ según Queipo de Llano, forman calle para ver pasar a ‘los perros facciosos’ según Largo Caballero” (179); y cuando comenta el pánico que sienten él y sus compañeros después de oír tantas historias sobre las checas madrileñas, es capaz de matizar su narración, reconociendo que las actividades de éstas se habían intensificado a raíz de los provocadores anuncios de Queipo sobre la Quinta Columna que esperaba agazapada en la capital: “Entonces ‘La Checa’ madrileña se lanzó a la caza de la 5ª Columna inexistente, y las detenciones y fusilamientos —por la más leve sospecha— recrudecieron hasta el espanto” (181).
La experiencia de la cárcel confirma para Wing la evolución en sus simpatías que se inició en Irún. Siente una antipatía particular hacia los comunistas, hipócritas a los que soborna para conseguir comida —“las pesetas no habían dejado de ser apetecibles entre los comunistas que odiaban el dinero”— y que hacen todo lo posible para impedir su liberación (221); pero quizá el acontecimiento más instructivo para Wing fue la interrogación a la que le sometieron unos “comisarios del pueblo” en Madrid. Los describe con sorna: “Eran ocho, todos muchachos muy jóvenes con aspecto distinguido, aire de la llamada ‘gente bien’. Parecían estudiantes o titulados muy recientes, ‘niños góticos’ de los que antes jugaban al comunismo en las ruedas ociosas de los cafés madrileños”. Se vestían con elegancia, algunos fumaban en pipa, y “en casi todos los rostros podía notarse la huella del masaje facial” (184-185). La ironía de la situación no se le escapa a Wing:
“Varias veces me dijeron para justificar su posición de jueces:
–‘Nosotros los trabajadores…’ ‘nuestra causa es la de los trabajadores…’ ‘Nosotros los esclavos del trabajo…’
Yo miraba a aquellos jóvenes estudiantes o laureados recientes, de aire señorial, que ostentaban el pomposo título de ‘Comisarios del Pueblo’ y me hablaban de trabajo.
Me sentí obligado a reaccionar con tono firme mas no violento, que mi situación no daba para eso. –‘Un momento señores!’ Me lo decían a mí —ensayando un tono de reproche— que eran de la clase trabajadora; me lo decían a mí, que un poco antes de tener nueve años tuve que dejar de ir a la escuela para empezar a ganarme el pan amargo; me lo decían a mí, que a los nueve años cargaba sobre mis hombros de niño, pesados cajones que rompían mis pulmones y vencían mi esqueleto.
Me hablaban de trabajo, aquellos jóvenes de delicado aspecto. Y estaba seguro que yo había trabajado más en mi vida que todos ellos juntos. Pero ahí yo era el faccioso, el enemigo del proletario y ellos, los que habían sufrido y luchaban por su redención!! (185-186)”.
En este “mundo al revés” Wing encuentra una prueba decisiva de la hipocresía y la corrupción de esa “República del puño cerrado”, ya convertida en una caricatura de lo que había pretendido ser. No obstante, la raíz del cambio ideológico en Wing proviene de otra serie de experiencias, y sobre todo de su reencuentro con la religión que había abandonado en su infancia: “Cuando niño ayudaba misa en los Redentoristas; después… la vida me endureció. Aprendí otro catecismo, otras oraciones. Las de la lucha social. Predicaba el verbo socialista en las esquinas montevideanas” (198). Se trata de un tercer tipo de “aprendizaje” para el corresponsal, que habla de una conversión religiosa que experimentó como preso, aunque las semillas estaban sembradas ya desde sus primeros días en España, cuando recorrió los monasterios burgaleses, sintiéndose conmovido por “la mística paz de su sueño de piedra” (47). En diversos momentos reconoce sentirse impactado por la religiosidad de los soldados nacionalistas, particularmente de los que lucharon en Toledo. Carentes de fe, los milicianos habían huido en desbandada en Irún, y fue precisamente la intensidad de la fe lo que permitió que los defensores del Alcázar aguantaran tanto tiempo.
Wing se deja cautivar por esa religiosidad. Empieza a abandonar su “liberalismo furioso” (178) cuando besa el anillo de amatista y recibe la bendición de un arzobispo en Valladolid (57), y lo único que quiere hacer en Sevilla es buscar en las tiendas de Triana una Virgencita del Rocío para su madre: “Ante el precio que le fijó el alfarero, el cronista quiso ensayar una protesta. –‘Pues no me pida rebaja que la Virgen se enoja’ —se atajó el artista” (78). El día aciago de su captura es el punto de inflexión en este reencuentro con la religión. El cronista lo anuncia con solemnidad: “Se organizó apresuradamente el viaje hacia las avanzadas y Wing comienza a sentir obrar a su alrededor ‘las terribles fuerzas del destino oscuro’ que empujan al hombre a los caminos señalados por Dios” (149). Al verse apuntado por los fusiles de los milicianos, piensa en su madre y en Dios (155), pero tanto él como sus compañeros experimentan, en ese instante, la misma iluminación:
“Una luz que entró en nuestra alma y un pensamiento en Dios. En quien hacía muchos años que no pensábamos. Todo se nos aclaró de pronto. El alma entraba en un campo luminoso, donde extraña diafanidad le dio a las cosas que nos rodeaban, un valor y dimensión desconocidas. Se reducían las proporciones de algunas que nos parecían fundamentales y aumentaban hasta el infinito otras que habíamos despreciado porque nos faltan ojos para verlas (158)”.
Una serie de “milagros” confirma esta revelación. En primer lugar, cuando estaban a punto de ser fusilados, “se obró el primer milagro de nuestra salvación”: vino la contraorden de un capitán, que quería interrogar a los presos. Matiza Wing: “pero puede ser que haya sido también orden del cielo, orden del Gran Capitán que guía los pasos del hombre desde la altura, porque igual milagro de evitar el fusilamiento en el instante justo en que se va a producir, más parece cosa de lo alto que cosa de la tierra”(158). Otras casualidades salvadoras también se celebran como milagros: como cuando el Comandante Militar de Aravaca y Pozuelo, que ha mandado fusilar a los cinco, resulta ser el hermano de uno de ellos (165); o cuando la única persona en Madrid capaz de ayudarlos aparece por azar en el Ministerio de Guerra, donde se encontraban encarcelados (186). Por eso, Wing se une a sus compañeros para rezar el Padre Nuestro —aunque no lo recordaba, inventaba uno propio— y mientras ellos oran a la Virgen del Pilar, se dedica a fabricar una pequeña imagen de ella.
Como descubrió Arthur Koestler en una cárcel de Sevilla, la cautividad es propicia para las revelaciones metafísicas. En el caso de Wing, su experiencia en Madrid y luego como “incomunicado” en la Prisión Celular de Valencia lo acerca a la fe que había palpado antes en los monasterios de Burgos:
“Recordaba mis días en Burgos, en tiempos de lo que yo llamaba ‘la otra vida’. Con frecuencia iba a la Cartuja de Miraflores, el más bello rincón del mundo para vivir su sueño de arte y su perfume místico. Admiraba la vida suave de los cartujos; la placidez de su andar que ya tiene algo de celestial; su obstinado silencio; la franciscana pobreza de su celda; el pan de Dios, pasado a través del agujero de la puerta; su ‘incomunicación’…
Y como la celda de la Prisión valenciana es igual a la de los cartujos de Miraflores, la noche del 4 de Diciembre quedé convertido en un cartujo laico (203-204)”.
Una aventura en España se concluye con un retorno al comienzo que permite ver, con nitidez, los efectos del aprendizaje de Wing. Encarcelado como sospechoso de espionaje en Pamplona, al comienzo del libro, fue liberado por los propios nacionalistas cuando reconocieron su inocencia; encarcelado por los republicanos, haría falta la intervención del Encargado de Negocios de Estados Unidos —gracias a los esfuerzos del presidente uruguayo Gabriel Terra y del presidente Roosevelt— para superar los subterfugios de sus captores y liberarlo. Al comienzo del libro, Wing visita la Cartuja de Miraflores como turista; al final, después de su “conversión”, se ha convertido él mismo en cartujo laico. Por último, si el libro comienza en París, con la despedida entre Wing y sus dos amigas de nombre de cocottes, termina con el cronista otra vez en París, sin amigas ni aventuras, a punto de embarcarse para Uruguay, pero atado a España por el compromiso con sus compañeros todavía en la cárcel y con la Virgen del Pilar:
“He buscado inútilmente a Marcelle y a Minouche en las vertiginosas noches parisienses próximas al fin del año. Mi recuerdo se fue lejos, atravesando el mar. Ya está decidido el embarque. Hay algo que me entristece un poco. Estando preso en Madrid, cuando la tutela de la Virgen del Pilar nos iluminaba con su esperanza, soñamos planes de futuro. Mis compañeros de Zaragoza, le hicieron promesas a La Pilarica si les salvaba la vida. Yo también hice la mía: llevar para siempre su imagen sobre el pecho e ir a besar el manto de su estatua zaragozana, después de caminar descalzo cinco kilómetros por las rutas de Aragón que van hacia el Santuario de la amada Patrona (235)”.
Cierre
Wing, cuya experiencia en la cárcel lo convirtió en una estrella mediática en los círculos gubernamentales uruguayos y entre los lectores de El Pueblo, se encontró sin embargo con el repudio de sus amigos intelectuales e izquierdistas de antaño: los que lo acompañaron, durante la visita de Lorca en 1934, a la tumba de Barradas. Escaldado por estas críticas, que se intensificaron después de la publicación de Una aventura en España, Wing se atrincheró en su postura antirrepublicana y no resistió la tentación de regresar a España y retomar su papel de corresponsal en la zona franquista. A raíz de este nueve viaje, publicaría un nuevo libro, Cartas de la guerra, prologado por el jefe de la Falange en Argentina Rafael Duyos, en el que defendió la decisión de romper el juramento que había hecho —para obtener la libertad— de no volver a España. Se mostraba, por otra parte, dispuesto a aceptar “las consecuencias que tal impulso podía acarrearme en Montevideo donde la incomprensión es señora y donde —inexplicablemente— mi sinceridad y mi desgracia metamorfosean a mis amigos en enemigos” (Wing, Cartas de la guerra 9).
Notas:
(1) Este trabajo forma parte del proyecto “El impacto de la Guerra Civil Española en la vida intelectual de Hispanoamérica”, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia de España (HUM2007-64910/FILO).
(2) El texto de Valdano, publicado en la solapa de la colección de Crónicas del viejo Montevideo (2008) de Diego Lucero, sigue así: “Valoro la prosa, el humor y la solvencia de sus opiniones, me sorprende la minuciosidad de orfebre para encontrar la palabra exacta y nuestra, pero admiro, sobre todo, la capacidad para darle vuelo a sus reflexiones sin despegar los pies del suelo. Mi homenaje al hombre, al maestro y al símbolo”.
(3) Véase la detallada biografía de Atilio Garrido, “La ilusión es más linda que la realidad. Luis Alfredo Sciutto, ‘Wing’, Diego Lucero: una vida con guión de película”. (Lucero 2008: 227-268).
(4) Silva Valdés dedicó una “Milonga para Gregorio Marañón” en uno de los banquetes de despedida al científico. (La Mañana, 26 abril (1937): 1).
(5) Al final de la guerra Real de Azúa, que poco después se retractaría de su apoyo al franquismo, participó en el homenaje falangista Evocación y recuerdo de José Antonio (1939:15-35).
(6) El discurso de Reyles, junto a los de Gregorio Marañón y del ministro de Salud Juan César Mussio Fournier, se publicaron en el libro Acto Académico realizado el 15 de marzo de 1937. (1937).
(7) Véanse, entre otros, “Aspectos de la revolución en España” (16 septiembre 1936), “Algunas escenas cómicas del drama de España” (31 octubre 1936) y “Recordando los días en Madrid” (19 enero 1937).
(8) Para entender esta movilización de los intelectuales uruguayos, véanse los artículos de Pablo Rocca: “García Lorca: obra, símbolo y discordias en Montevideo” (Anderson 193-209) y “En 1937: la poesía y el fuego (las antologías: otro campo de batalla)” (Rocca 295-332).
(9) Cuando lo detuvieron en la Casa de Campo, lo acompañaban en el coche Manuel Casanova, director del Heraldo de Aragón, Miguel Marín Chivite, fotógrafo del mismo diario y el abogado José Meirás Otero. El conductor era Miguel Zamora Vicente, maestro armero del Parque de Artillería de Zaragoza. Véase el relato de Manuel Casanova en su libro de 1941, Se prorroga el estado de alarma (memorias de un prisionero).
Obras citadas
Anderson, Andrew A., ed. América en un poeta. Los viajes de Federico García Lorca al Nuevo Mundo y la repercusión de su obra en la literatura americana. Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía/Fundación Focus-Abengoa, 1999.
Casanova, Manuel. Se prorroga el estado de alarma (memorias de un prisionero). Toledo: Editorial Católica Toledana, 1941.
Cerda, Martín. La palabra quebrada. Madrid: Veintisiete Letras, 2007.
Lucero, Diego. Crónicas del viejo Montevideo. Montevideo: SUAT, 2008.
Rocca, Pablo. “En 1937: la poesía y el fuego (Las antologías: otro campo de batalla)”. En Gonzalo Santonja, ed., El color de la poesía (Rafael Alberti en su siglo). Madrid: Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, tomo I (2004): 295-332.
VV.AA. Evocación y recuerdo de José Antonio. Montevideo: s.e., 1939.
Wing. Una aventura en España. Montevideo: Imprenta Florensa, 1938.
—. Cartas de la guerra. Montevideo: Imprenta Florensa, 1939.


Extraído de: https://columnauruguaya.wordpress.com

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