Reporteros de guerra uruguayos: Luis Alfredo Sciutto “Wing” en el bando sublevado
Luis Alberto Sciutto, alias “Wing”, fue un jugador de fútbol y
periodista deportivo que cubrió la Guerra Civil española para el diario El Pueblo,
aprovechando que ya se encontraba en Europa pues acababa de cubrir las
Olimpiadas de Berlín de 1936. Fruto de esas vivencias es el libro Una aventura en España, publicado
nada más volver y ciando aún no había terminado la guerra. En este
libro leemos a un Wing cazando la noticia, “incrustado”, como se diría
ahora, ene le bando sublevado. Ello el llevó q ser uno de los pocos
periodistas que entrevistó a Franco nada más terminada la conquista del
Alcázar de Toledo, que evoluciona en su estancia en España desde
periodista con afán de objetividad a encandilado con la causa sublevada
por su heroísmo y espiritualidad, espiritualidad que él mismo llega a
vivir en monasterios burgaleses. Os dejamos a continuación el artículo
monográfico que Niall Binns, investigador y docente de la Universidad
Complutense de Madrid publicó en el número 5 de la revista Letral, en el año 2010:
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Aventura y aprendizaje en “Wing” (Luis Alfredo Sciutto). Un testimonio uruguayo sobre la Guerra Civil Española.
Niall Binns (Universidad Complutense de Madrid)
Aventura y aprendizaje en “Wing”. Un cronista uruguayo en la Guerra Civil Española (1)
Hay una fotografía, tomada en febrero de 1934, que muestra a Federico
García Lorca en el cementerio de Montevideo durante un homenaje a su
amigo muerto en 1929, el pintor Rafael Barradas. Entre los trece
personas que lo acompañan están el embajador de España Enrique
Díez-Canedo, varios intelectuales uruguayos y “dos personas sin
identificar” (Anderson 240). La persona sin identificar a la extrema
derecha de la imagen es Luis Alfredo Sciutto, un antiguo jugador de
fútbol y aspirante a intelectual que firmaba sus crónicas deportivas
como “Wing” y décadas más tarde se haría querido y admirado con otro
seudónimo, Diego Lucero. Ha dicho Jorge Valdano: “primero le prestó su
cuerpo al instinto para que el juego se convirtiera en una posibilidad
de disfrute. Cuando terminó de entenderlo con los pies pasó al terreno
de la reflexión, donde logró que la pasión fuera cómplice de la poesía” (2).
Luis Alfredo Sciutto (1901-1995) nació en Montevideo en una familia
de inmigrantes italianos. Se puso a trabajar a los nueve años de edad,
jugó como wing —o extremo— en Nacional y en la selección
uruguaya, y su militancia anarquista y luego socialista lo llevó tres
veces a la cárcel durante su juventud. A lo largo de su vida trabajó
como periodista en El País, El Pueblo y El Nacional de Montevideo y en Crítica y Clarín
de Buenos Aires, entrevistó a gente tan diversa como Lorca, Pirandello,
Mussolini, Goebells, Franco y Perón, y cubrió todos los campeonatos
mundiales del fútbol de 1934 a 1994, por lo cual recibiría, al final de
su vida, la Orden del Mérito Deportivo de la FIFA (3). En julio de 1936 El Pueblo, un diario de Montevideo cuyo dueño fue el propio presidente de Uruguay, Gabriel Terra, envió a su reporter
estrella, Wing, a las Olimpiadas de Berlín, donde tuvo tanto éxito con
sus crónicas, cargadas de anécdotas, y con sus alocuciones radiofónicas,
que el diario decidió aprovechar su estancia en Europa para mandarlo a
España como corresponsal de guerra. Wing cruzó la frontera vasca a
finales de agosto y pasó casi tres meses en diversos frentes, desde los
cuales envió largas crónicas, que se publicaban en El Pueblo en
primera página bajo un gran retrato del corresponsal y el lema “WING
NARRA”. El día 21 de noviembre de 1936, durante la batalla de Madrid,
fue capturado por soldados republicanos en la Casa de Campo y
permanecería en la cárcel —primero en la capital, luego en Valencia—
hasta finales de diciembre. La crónica que escribió al volver a Uruguay,
Una aventura en España, es casi desconocido, pero es uno de los libros más fascinantes que conozco sobre la Guerra Civil.
Literatura de testimonio en la Guerra Civil
Cuando en tiempos de guerra o de revolución la idea se hace dueña de
la escritura, cuando la teoría se antepone a la práctica, cuando la
visión del Partido o de la Iglesia sustituye a la compleja y
contradictoria experiencia personal, y la consigna doctrinaria al libre o
relativamente libre ejercicio de la palabra, el resultado es
previsible: otro libro más de inflamada retórica, candente compromiso y
vida en blanco y negro. En fin: ruido con más bien pocas nueces. La
pasión es ciega, dicen, y la pasión política no es una excepción. No es
sorprendente, por lo tanto, que desde la segunda década del siglo XX, en
los sucesivos encontronazos de la modernidad tecnológica (aviones,
tanques, armas de destrucción cada vez más masiva) con la modernidad
ideológica (utopías tan excluyentes e incontestables como las doctrinas
religiosas que pretendían suplantar), los géneros literarios más
eficaces hayan sido los testimoniales. Son géneros, en principio,
incompatibles con la ceguera: parten, precisamente, de lo visto con los
ojos y lo vivido en la propia carne del escritor-testigo. En ellos, el
drama colectivo se presenta a través del drama individual y el conflicto
ideológico no es sólo pensado y razonado —teorizado, incluso—,
sino sobre todo problematizado a partir de la compleja, muchas veces
contradictoria y casi siempre dolorosa experiencia personal. Es por eso
que Ernst Jünger exageraba, pero no del todo, cuando en su Tratado del rebelde
afirmaba que “no se tardará en reconocer que la parte más sólida de
nuestra literatura es la que nació de los objetivos menos literarios:
todas esas informaciones, cartas, diarios íntimos nacidos en las grandes
cacerías humanas, emboscadas y desolladeros de nuestro tiempo” (Cerda
111).
Los géneros testimoniales, que empezaron a proliferar después de la
Gran Guerra, se consagraron a partir de la Guerra Civil de España, que
atrajo las miradas de escritores de todo Occidente. Entre las grandes
obras de la Guerra Civil están las novelas de André Malraux y Ernest
Hemingway, está la poesía de César Vallejo y Miguel Hernández, pero
están también —tan centrales en el canon e iguales en su capacidad de
conmover al lector— los testimonios de George Orwell, Arthur Koestler y
Georges Bernanos. “Todo escrito testimonial es un discurso
autobiográfico diferentemente mediatizado”, afirma Martín Cerda: es “la
palabra de un individuo cuya vida está, de un modo u otro, dificultada,
apremiada o amenazada por el curso que, de pronto, toma la sociedad en
que vive, y que lo obliga, en consecuencia, a instituirla como ‘objeto’
de una introspección que le permita comprender y asumir cada suceso
vivido” (122). En efecto, los mejores testimonios de la Guerra Civil
suelen ser pequeños bildungsromans autobiográficos,
estructurados casi siempre de manera circular, que trazan la ida y
vuelta del intelectual extranjero, que viaja a España (o, en el caso de
Bernanos, ya vive en España) a comienzos del conflicto, radiante de
fervor utópico, pero que se ve paulatinamente transformado
—decepcionado, traicionado, traumatizado— por la experiencia bélica,
hasta tal punto que vuelve a casa al final como otra persona. Escritos a posteriori,
estos textos pretenden entender lo vivido, tanto la guerra en sí como
la alteración que ha provocado en el propio yo del escritor.
Son casi desconocidos los escritos testimoniales de autores
latinoamericanos que vivieron o lucharon en España durante la guerra,
con escasas excepciones como las crónicas truncadas del cubano Pablo de
la Torriente Brau, comisario político de El Campesino que murió en Majadahonda a finales de 1936, y las páginas dedicadas al conflicto por Pablo Neruda en sus memorias Confieso que he vivido. En Uruguay, como en Cuba y en Chile, la Guerra Civil despertó grandes pasiones. Los grandes diarios de Montevideo —El Pueblo, El Día, El País, La Mañana, El Debate y Uruguay— y los periódicos de la colonia española —El Diario Español, España Democrática, La Gaceta Española, España Moderna y España Nacionalista—
se volcaron en reportajes (tomados casi siempre de las agencias
internacionales de prensa) y artículos de opinión sobre la guerra. A lo
largo y ancho del país surgieron centenares de comités de apoyo a los
dos bandos y, entretanto, la llegada de cada ilustre visitante español
(Gregorio Marañón, Eugenio Montes, Manuel García Morente, Indalecio
Prieto) congregaba multitudes y provocaba virulentos debates en la
prensa. El gobierno de Gabriel Terra simpatizó abiertamente con Franco
desde el comienzo de la guerra y rompió relaciones con la República en
septiembre de 1936, después del asesinato en Madrid de dos hermanas del
vicecónsul uruguayo, Dolores y Consuelo Aguiar Mella Díaz. Fueron pocos
los intelectuales que respaldaron esta política del Gobierno. Los más
notables, quizá, fueron el poeta Fernán Silva Valdés (4), el ensayista Carlos Real de Azúa (5) y dos novelistas: el modernista de antaño Carlos Reyles, que dedicó un discurso de bienvenida a Marañón en marzo de 1937 (6), y Horacio Maldonado, recién llegado de Madrid, que publicó varios artículos sobre España en El Pueblo (7).
La mayoría de los intelectuales uruguayos, en cambio, mostró un rechazo
explícito a Franco, y la Agrupación de Intelectuales, Artistas,
Periódicos y Escritores (AIAPE) aglutinó a muchos de ellos en defensa de
la República. Fruto de esta movilización son dos antologías poéticas: Cancionero de la guerra civil española, con selección y prólogo de Ildefonso Pereda Valdés, y Poeta fusilado. Homenaje lírico a Federico García Lorca, prologado por Juvenal Ortiz Saralegui (8). Sin embargo, ningún intelectual uruguayo prominente visitó España durante la guerra y no hubo delegados uruguayos en el Congreso de Escritores Antifascistas
de julio 1937. Por eso, no hay en la literatura uruguaya textos
testimoniales sobre la guerra de los grandes escritores de la época. Los
tres testimonios que conozco son el pro-republicano Don Quijote fusilado (1940), del corresponsal de El País Alberto Etchepare, Porque luché contra los rojos
(1961, sic), del ultraderechista “Santicaten” (Joaquín Martínez
Arboleya), y este libro de Wing, incomparable con los anteriores en su
autenticidad y su carga emocional.
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Escribir la guerra
Una aventura en España, aunque incluye algunas crónicas enviadas a El Pueblo,
es más que nada la narración de una “aventura”. El personaje del
cronista está en el centro de todo y en cada momento predominan más sus
vivencias e impresiones que la exposición de sus ideas. No pretende
hacer propaganda; su labor se centra más en la idea de emocionar y
asombrar que la de adoctrinar. Lo reconoce Wing al referirse a los
“‘ases’ del periodismo universal” con los que convivía en un hotel de
Burgos: eran, dice,
“los dueños de la noticia que lanzándola a la curiosidad del orbe
pueden producir una catástrofe bolsística o una conmoción sensacional;
los que juegan con los nervios del hombre civilizado proporcionándole la
dosis leve del ‘rumor’ que deja suspenso el ritmo del mundo o la
violenta explosión de la noticia ‘bomba’ (Wing, Una aventura en España. 54)”.
En tiempos de guerra, eso significaba ir en busca “de la nota
espeluznante, de la anécdota heroica, del toque emotivo, de la pincelada
sentimental, del aspecto bello —si cabe— de la guerra, con lo que se
nutre el gran público del mundo” (99).
De acuerdo con esta idea del periodismo, los retratos de los
personajes en el libro de Wing interesan más por lo pintoresco y el
detallismo psicológico, por su “verdad” —el único valor de su “modesto
relato” es, insiste, “el de ser reflejo de la más pura verdad” (5)— que
por el valor ejemplar buscado por otros cronistas. Es así tanto para
protagonistas de la guerra como Franco, Moscardó y El Campesino como
para el anciano jefe carlista que llega emocionado al mar cantábrico
(39), el herido marroquí Abd-el-Ami-Didian que fuma su pipa de opio (60)
o la dama francesa que llora al ver partir para el frente a su hijo
requeté pero luego, “un rato después”, se deja ver paseándose “por la
oscura alameda burgalesa enlazada su fina cintura por el brazo de un
gallardo oficial que retornó del frente” (55-56). El gusto por el
detalle se manifiesta en imágenes cargadas de lirismo —“el tren
madrugador va pitando su urgencia; certifica su paso por la vega,
dejando en el aire, su firma escrita en humo blanco”; o los álamos
nevados al borde de los caminos con su pinta de “extáticos frailes en
oración” (112)— y en descripciones vívidas en las que se palpa la
habilidad del periodista deportivo, como ésta de una pelea entre tres
cazas y un trimotor nacionalista, por un lado, y una escuadrilla de
cinco “churrinches” republicanos, por otro:
“Y a más de tres mil metros, contra el cielo de purísimo azul, se
entabla el combate. Van y vienen los aviones. Se buscan y se eluden.
Trazan veloces semicírculos; suben buscando posición para el tiro; bajan
vertiginosamente en tirabuzón para escaparle…
No puede hacer el hombre ni en la guerra, ni en el sport, ni en
cualquiera otra actividad, nada que supere a la emoción del combate
aéreo. Por momentos parece un juego, una puja de caballeros, la lucha de
pájaros que riñen tirándose andanadas de metralla…
Los cazas, ágiles en el pique, de cerrados gambeteos en los virajes,
deslizantes, filtradores, veloces, se ensañan con los pesados trimotores
que buscan la fuga. Y a pesar de que son dueños del ancho campo del
cielo, los cazas los cercan —como cercan los perros una presa— le
muerden los bordes de sus alas fugitivas, los destrozan a tiros…
De pronto, se rompe la belleza de la lucha; un avión se sacude,
pierde el equilibrio, tiene un temblor de pájaro herido de muerte. Y su
peso multiplicado en el vértigo de la caída, lo derrumba hacia la
tierra. Es un cometa luminoso que cae. Sus metales refulgen con el sol.
Busca un sitio cualquiera y ahí se estrella.
Los motores roncan en el aire su cansancio. Sienten la fatiga del
combate. Las escuadrillas se separan. Marchan cada una para su campo. En
la bandada de los churrinches rojos hay uno de menos (132)”.
Característicamente, aunque la viñeta termine con la victoria del
bando que apoya, el tono interesa más por su impacto visual y emotivo
que por sus efectos propagandísticos.
Otra constante en la crónica de Wing es la compasión, observable en
la forma en que el narrador parte de la descripción para reflexionar
—con resultados algo tópicos, quizá, pero ¿cómo eludir los tópicos en
una guerra?— sobre el horror, la pérdida y el sinsentido de la guerra,
como cuando observa desde el coche los cadáveres que bordean la
carretera:
“Cada uno de esos muchachos tendrá una madre que reza y espera… una
novia que aprieta su retrato y lo besa, o unos hijitos que piensan que
su padre volverá hecho un héroe algún día… Y la espiral del vuelo de los
cuervos sigue girando alrededor de la carroña. Hasta que los huesos
queden limpios, se dispersen y hechos polvo, se hundan en la tierra y en
ella se disuelvan (59)”.
El corresponsal como aventurero
El libro de Wing trata, en primer lugar, de la aventura de un
periodista en tiempos de guerra, con todos los riesgos y peligros que
éste debe enfrentar. La dedicatoria se dirige “a mis camaradas de
aventuras por los frentes de la guerra de España, obreros del más alto
sacrificio, que cada día, cada hora, en la ‘descubierta’ de un camino o
en el parapeto de una trinchera de avanzada, arriesgaban la vida por una
noticia o por el tema de un relato”, y sobre todo a los cuatro
españoles que fueron capturados con él en noviembre de 1936 y que “desde
hace 15 meses se pudren en las celdas de la Prisión Celular de
Valencia” (5) (9). Parte del encanto del libro de1 Wing
es su rica descripción de la vida de los corresponsales en el Hotel
María Isabel de Burgos, en el Hotel Jardín de Ávila y en los viajes al
frente organizados por el mando del ejército franquista. Comparten
juntos el peligro al entrar en la aún asediada ciudad de Oviedo (100),
sufren juntos el desdén de los soldados por ser “turistas” de la guerra
(99), gozan juntos de los banquetes espléndidos de la retaguardia —en
los que “Logroño sigue dando el néctar de sus cepas; las costas de
Galicia, sus plateados peces; las colinas de Castilla, el ganado;
verduras, las vegas y frescas uvas carnosas, los viñedos riscosos de
Cebreros” (143)—, pero también, en noviembre de 1936, aguantan juntos la
monotonía y la “condena de la quietud forzosa” en anticipación de la
conquista de Madrid:
“Doscientos periodistas con domicilio volante en Ávila, Talavera y
Toledo, con sus maletas al hombro, especie de ‘Judíos Errantes’ de la
información, aguardan en las carreteras provinciales, el momento de
entrar en la capital, febriles de impaciencia porque los días son
largos; la espera, angustiosa; el laconismo de los partes oficiales,
desesperante y la prohibición de ir al frente madrileño, inviolable
(142)”.
Wing habla con orgullo de su “aventura” como periodista, que lo llevó
por Irún, Pamplona, San Sebastián, Burgos, Valladolid, Toledo, Sevilla,
Córdoba, Oviedo y Ávila, y más tarde, como prisionero, a Madrid y
Valencia. Cuando describe a los corresponsales reunidos en el Hotel
Jardín de Ávila, comenta que él “era el más modesto, el más oscuro, el
más joven entre todos, al que distinguían con su amistad llamándole el
‘uruguayito’” (121). No obstante, a pesar de este perfil bajo y a pesar
de ser, en realidad, un periodista deportivo, se ufana de ser
el cronista “que tenía más kilómetros recorridos buscando la nota
emocionante”, ya que —al no transmitir sus crónicas telegráficamente— no
suponía una amenaza “a los reporteros de las grandes agencias [que] se
veían obligados —por razones de competencia— a marchar solos a los
frentes para no descubrir el juego a sus rivales”. Por este motivo, él
“recibía diariamente invitaciones de los corresponsales que seguían la
guerra. Aceptaba cualquier invitación y con ellos marchaba a la
aventura” (150). Más aún: Wing se jacta de ser el “primero entre los
periodistas del mundo” en llegar al Cuartel General del Ejército
nacionalista que iba a la conquista de Guipúzcoa (21), y de ser el
primer sudamericano en hablar con Franco en el “solemne” momento de su
entrada a Toledo (65). Además, como señala con entrañable ironía, fue el
periodista que llegó antes que ningún otro (aunque preso) a Madrid:
“¿Y los elementos de la prensa internacional, que luchaban
afanosamente entre sí, para cuando llegara el momento de entrar en
Madrid, ser los primeros? Allí iba Wing, el más modesto, el más oscuro
entre el nutrido conjunto donde todos eran ‘ases’, entrando a la capital
el primero, hasta antes que los generales… (175)”.
El concepto de “aventura” conserva siempre un matiz de frivolidad, y
convive con incomodidad con la noción del periodista como un obrero.
Quizá, en el contexto de una guerra, ese trabajador que es el periodista
se convierte forzosamente en aventurero. Pero no es sólo eso. Wing
plantea su propia frivolidad desde el comienzo: viajar a España no es
sólo ir en busca de la aventura como corresponsal; es, además, ir en
busca de aventuras eróticas. El primer párrafo del libro ofrece un
sabroso retrato del cronista en el momento de su partida hacia la
guerra, un personaje muy diferente, hay que decirlo, del que volverá a
París, cuatro meses más tarde, al final de su “aventura”:
“París. Agosto de 1936. Un pequeño bar elegante en Champs-Elysees, a
media luz. La tarde cae. Marcelle y Minouche se han dado cita para
despedir a Wing que se marcha a España. A la guerra. Marcelle es
argentina. Hace muchos años pasea su señorial distinción por el París
noctámbulo, a la vez alegre y triste. De día no sabe andar por la maraña
de sus calles complicadas. Tiene los ojos verdes claros, la nariz
ligeramente curva, y una boca ancha y perversa que ríe permanentemente a
propósito para mostrar dos hileras de dientes alevosos. Se ha venido
tocada con un gran sombrero y un vestido de noche que abre el
atrevimiento del escote sobre blancuras de carne nacarada. Minouche es
francesa. Del Mediodía. Tiene el encanto inocente —por la forma natural
que se denuncia— de las mujeres que parecen venidas al mundo para
ofrecer al hombre, ojos, labios, caderas, muslos, brazos y piernas la
copa plena del amor. Wing es un periodista. Viene de lejos, del Río de
la Plata. Los tres son buenos amigos. Ellas tienen la vida muy
complicada en misteriosos enredos de la epidermis y el corazón. Él vive
sus días de París con una única ansia dominante: marchar. Marcelle ha
pedido su cocktail de jugo de tomate y gin; Minouche bebe su Martini y
el uruguayo viviendo la emoción de la partida hacia la guerra, pide el
champán, champán dorado, de corazón explosivo, el de las burbujas de las
situaciones solemnes, el de la etiqueta siempre legítima y el contenido
siempre falsificado. Un rato después, ya en pleno bulevar, los besos y
los abrazos de la despedida. Wing marchó en busca de su equipaje viajero
y a las dos mariposas se las devoró el vértigo luminoso de la noche
parisien (7)”.
Wing llega a la zona de guerra —el espacio masculino por
excelencia, se diría— como un periodista anhelante de noticias pero
también como un Don Juan seductor, excitado con la promesa de posibles
conquistas eróticas. Al intentar cruzar el puente de Irún, comenta:
“Caen balas perdidas. Las balas perdidas y las mujeres a punto de serlo,
dicen que son las más peligrosas” (10), y no tarda mucho en entablar
relaciones con una “señorita inglesa” del servicio diplomático, quizá
peligrosa, quizá una espía, una mujer de “silueta fina, ondulosa,
cabellera rubia, un rostro encendido por la gracia del sol y unas
piernas llamativamente hermosas, de las que han merecido el honor de ser
clasificados como ‘piernas intelectuales’, largas y lánguidas al andar,
como las de la garza” (15), con la que termina esa noche cenando en su
hotel con gran intimidad… hasta que aparezca inesperadamente su marido.
Siempre atento a la belleza femenina, Wing celebra más tarde a las
“lindas asturianas de los pueblitos”, que van “montadas en sus caballos
con tanta gracia como la más chic de las amazonas del Bois de Boulogne,
del Tiergarten berlinés o del Hyde Park londinense” (91) y simpatiza con
los soldados gallegos que persiguen a una camarera con “manos ansiosas,
que largas vigilias han tornado impacientes; manos trémulas que
obedecen al grito de la sangre afiebrada y sedienta…” (93). Su propia
ansiedad se calma cuando conoce a Beatriz, una de las cuatro hijas de
una familia acaudalada que aguardan en el Hotel Jardín de Ávila la
conquista de Madrid, y “la españolita y el americano” pronto se
convierten en la comidilla del hotel (125). Habría que señalar, por otra
parte, que Wing observa con perplejidad y espanto la autonomía de la
mujer en la zona republicana. Queda profundamente impactado ante la
imagen de dos milicianas muertas en el frente de Navalcarnero, “chicas
de la Nueva Sensibilidad que tomaron la guerra como un sport, como una
oportunidad más para convencerse que son libres, dueñas de su vida,
capaces de rivalizar con el hombre” (135). Más tarde, cuando una
multitud enfurecida rodea a él y sus cuatro compañeros presos en un
intento de linchamiento, la presencia de las mujeres le resulta
particularmente perturbadora: “el espectáculo de las mujeres pidiendo a
gritos nuestra muerte, era penoso. Jamás pensé que la mujer era hasta
ese punto, enemiga del hombre” (168).
Los aprendizajes de Wing
Culto, embriagado con sus vivencias españolas, amante de la buena
vida y las mujeres, y nostálgico de Montevideo, de Gardel y sobre todo
de su madre, Wing se autorretrata de una forma curiosa en su crónica.
Hasta la página 57, y a partir de entonces de manera intermitente, el
narrador se refiere a sí mismo en tercera persona, como “Wing”, o con
expresiones como “el reportero uruguayo” (8) y “el cronista
sudamericano” (11). El distanciamiento funciona, sin duda, para dar un
aire de objetividad y veracidad a los acontecimientos descritos, pero
también permite que el uso del “yo” sirva, en su momento, para cargar la
narración de mayor implicación emocional. Tal vez sea significativo que
la primera persona entra en el texto primero en plural, cuando los
periodistas reciben la noticia de la toma del Alcázar, y sólo gira hacia
una voz singular cuando Wing experimenta uno de los instantes más
intensos de su “aventura”, al encontrarse con Franco a las puertas de
Toledo:
“Me acerco al auto. Lo saludo en nombre de la América Española. Soy
el único sudamericano presente en tan solemne momento. Los ojos del
General se animan, radiantes, cuando le cito al Uruguay. Me da la mano,
recia como la decisión de sus acciones, y me pide que transmita dos
saludos. Dos saludos, lacónicos como la orden en la batalla: sencillos,
para que el pensamiento, despojado de todo artificio, no lleve más
adorno que su sinceridad:
–A los americanos, el saludo más cariñoso; a los españoles, que tengan fe.
Javier Indart le nombra La Nación y la Argentina. Somos dos voces de
la América Española, de esa hija tan íntimamente ligada a las glorias y a
las desdichas de la Madre, que le llegan en el momento álgido de la
cruzada, en uno de los puntos decisivos de sus batallas, en el alto de
un minuto del duro camino que va recorriendo entre victorias.
Y ahí, ante la cita de los países de América, rodeado de sus
‘Tercios’ de hombres endurecidos en la guerra y de los ‘Regulares’, los
marroquíes de mirada mansa, al General Franco se le nublaron los ojos,
como si lágrimas de emoción agradecida y de coraje viril, pugnaran por
manifestarse en el resplandor de sus pupilas de iluminado (65-66)”.
Este es, indudablemente, uno de los hitos en la “aventura” de Wing
que lo van despojando de su inicial frivolidad. No se debería leer, me
parece, como un ejemplo al uso del culto a la personalidad del caudillo;
las crecientes simpatías nacionalistas del cronista (que tenía,
recuérdese, un pasado de militancia izquierdista) y el abandono de su
frivolidad se encuentran aquí, como en otras partes, justificados
(dentro del libro) por las experiencias narradas; en Wing, la idea es
siempre posterior a la vivencia, es fruto de la vivencia, y no es nunca
rígida o maniquea. Su entusiasmo ante Franco y la sensiblera
grandilocuencia de los párrafos citados son más que comprensibles en un
inexperto corresponsal que ha sido impresionado por el valor del
ejército nacionalista y que conoce, inesperadamente, a su líder, uno de
los grandes personajes históricos de su época.
Se puede medir la evolución o el “aprendizaje” de Wing en diversos
planos. Para empezar, a un nivel psicológico o emocional, los
sufrimientos vividos y testimoniados desencadenan un proceso de
deshumanización que resultará familiar a cualquier lector de los grandes
testimonios de la Guerra Civil (George Orwell, Laurie Lee, Pablo de la
Torriente):
“Ya a esta altura, después de haber pasado por campos donde las
huellas de la batalla reciente se presentaban en todo su horror, hemos
quedado insensibles a todo. Ya no nos emociona ni nos conmueve, el
espectáculo de la muerte. Recuerdo que en Toledo no podíamos resistir el
olor de los cadáveres. Y hoy, un mes después, hemos comido nuestra
merienda entre montones de muertos que atajaban nuestro paso. Las moscas
verdosas, pesadas, zumbonas, saltaban desde los cadáveres putrefactos
hasta el pan que teníamos en la mano. Se nos metían en la boca. Y no
sentíamos asco… (136)”.
Hay, por otra parte, un “aprendizaje” ideológico. Se ha visto arriba
el orgullo que sentía Wing al entrevistarse con Franco. Su creciente
simpatía por los nacionalistas se originó durante la lucha por Irún, que
puso fin a la inicial ecuanimidad de su postura. La primera
presentación de los simpatizantes del Frente Popular es positiva
(10-11), y la narración se carga de emotividad durante la desesperada
evacuación de la ciudad. Por otra parte, la descripción de la reunión en
Hendaya del 30 de agosto entre dos emisarios nacionalistas y dos
representantes del Frente Popular, para discutir la rendición de Irún,
resulta deliberadamente equilibrada. Los ojos de los cuatro
“relampagueaban amenazas” y eran iguales en su tono desafiante. Ante la
amenaza de bombardear la ciudad, “no la entregamos” respondieron los
republicanos; ante la de matar a los prisioneros requetés, “pues que los
fusilen” dijeron los nacionalistas. Hasta en sus prendas había
paralelismos, como si el cronista no viera más que la triste realidad de
hermanos y paisanos, en el fondo semejantes, empeñados sin embargo en
matarse mutuamente: “Una cinta roja, sostenida con ferrugiento alfiler
de nodriza, colgaba del hombro de los soldados que defendían Irún. Una
escarapela formada con cintas de España llevaban los requetés debajo del
capote, pegado al corazón” (13). Ahora bien, el comportamiento de los
republicanos en Irún va a ser determinante para Wing, cuya idea sobre la
guerra se ve afectada menos por la compasión que siente hacia los
refugiados que por el desprecio ante los milicianos que incendiaron la
ciudad:
“El espectáculo era neroniano. La ciudad ardía en su centro. Las 160
casas del aristocrático Paseo Colón, orgullo de la laboriosa ciudad
fronteriza, eran devoradas por el fuego rojo que el despecho rojo
encendió en cada puerta previo un riego consciente de gasolina. Los que
no supieron defenderla la destruían (17-18)”.
El eco de otro perdedor que lloraba como una mujer lo que no supo defender como hombre
se hace inevitable. En vez del llanto, la destrucción indiscriminada.
El desdén del narrador, palpable en su uso, por primera vez, del
adjetivo “rojo”, responde a una toma de conciencia de que los dos bandos
no son del todo iguales, y desde luego no se comportan iguales en el
campo de batalla. Esta postura se acentúa en seguida:
“Qué cuadro deplorable ofrecían aquellos milicianos que cuando la
caída de Irún apareció como inevitable, habían preferido buscar refugio
en Hendaya, cruzando la frontera de la Francia acogedora y pacífica, en
vez de retroceder combatiendo hacia San Sebastián; después a Bilbao si
acaso… pero guerreando, defendiendo palmo a palmo aquella tierra que
decían suya, por la que habían prometido morir y a la que abandonaban
ante la primera amenaza de ataque y la primera sombra de riesgo!… Tres
días antes los habíamos visto con sus armas al cinto, llenos de
confianza y de orgullo, respondiendo a nuestras preguntas con altanera
fanfarronería, dando órdenes con tono de generales de zarzuela,
declamando con la teatral resonancia de los oradores de comité!… ‘somos
de la U.H.P.; o de la C.N.T.; o de la F.A.I., somos invencibles…’ y
ahora, ahí andaban, sin las armas que le fueron confiscadas al pasar el
Puente Internacional, doblegados, vencidos, mirando a todos con
mansedumbre, paseando sin objeto entre las mujeres cuyas lágrimas
parecían ser reproches a los que no habían sabido defenderlas…
–¿Por qué no seguisteis luchando? —le preguntaban con ansiedad los viejos vascos.
–Es que vamos a Barcelona. A Barcelona! A seguir defendiendo la República —respondían con teatral exaltación.
Pero Barcelona está a 500 kilómetros y San Sebastián sólo a 5.
–Más cerca podíais ir para defender la República, si es que eso os proponíais… —agregaban los viejos.
Muy pocos de ellos volvieron a la guerra (18-19)”.
El cambio de perspectiva temporal al final de esta cita es
sintomático de un acercamiento entre Wing el narrador y Wing el
personaje: el primero, desde una distancia de quince meses y muchas
experiencias vividas, aporta su idea ya formada sobre la guerra; en
efecto, nos dice (como ya empezaba a intuir el segundo, el periodista
recién llegado a España en agosto de 1936), la mayoría de aquellos
milicianos —así como sus caudillos, que terminarían en París “en la
compañía de las alegres chicas de Montmartre” (19), parecidas a sus
propias amigas Marcelle y Minouche— eran cobardes.
Esta incipiente simpatía con los nacionalistas sobrevive durante los
días que pasa Wing en una cárcel de Pamplona, bajo sospecha de
espionaje, y se intensificará progresivamente después de su encuentro
con Franco y su visita al Alcázar de Toledo, sobre todo cuando vea en el
frente cordobés montones de hombres y mujeres fusilados en los pueblos
recién abandonados por los republicanos (83), y cuando experimente de
primera mano la intervención soviética en la República al ser
interrogado –de nuevo como preso– por la secretaria rusa del embajador
Marcel Rosemberg, una mujer “pequeña, amarilla, magra, de ratoniles
ojos” pero de una “inteligencia viva como un lampo” (180).
No obstante, Wing no cae en el maniqueísmo. Su retrato ambivalente de
El Campesino es paradigmático al respecto (176), como lo es también la
manera en que evita hiperbolizar en la narración de sus días en las
cárceles republicanas. Él y sus compañeros pasan hambre en sus celdas,
pero él es capaz de reconocer que todo Madrid pasaba hambre en esa época
y que la poca comida que llegaba a la ciudad iba —lógicamente—
a los que más la necesitaban, los soldados en el frente (189). Otros
ejemplos pueden servir para mostrar el insólito equilibrio que mantiene
Wing en sus juicios. Para empezar, sigue señalando paralelismos entre la
violencia verbal y física de ambos bandos. Recién llegado como preso al
Ministerio de Guerra en Madrid, anota: “Grupos de milicianos, la
‘canalla marxista’ según Queipo de Llano, forman calle para ver pasar a
‘los perros facciosos’ según Largo Caballero” (179); y cuando comenta el
pánico que sienten él y sus compañeros después de oír tantas historias
sobre las checas madrileñas, es capaz de matizar su narración,
reconociendo que las actividades de éstas se habían intensificado a raíz
de los provocadores anuncios de Queipo sobre la Quinta Columna que
esperaba agazapada en la capital: “Entonces ‘La Checa’ madrileña se
lanzó a la caza de la 5ª Columna inexistente, y las detenciones y
fusilamientos —por la más leve sospecha— recrudecieron hasta el espanto”
(181).
La experiencia de la cárcel confirma para Wing la evolución en sus
simpatías que se inició en Irún. Siente una antipatía particular hacia
los comunistas, hipócritas a los que soborna para conseguir comida —“las
pesetas no habían dejado de ser apetecibles entre los comunistas que
odiaban el dinero”— y que hacen todo lo posible para impedir su
liberación (221); pero quizá el acontecimiento más instructivo para Wing
fue la interrogación a la que le sometieron unos “comisarios del
pueblo” en Madrid. Los describe con sorna: “Eran ocho, todos muchachos
muy jóvenes con aspecto distinguido, aire de la llamada ‘gente bien’.
Parecían estudiantes o titulados muy recientes, ‘niños góticos’ de los
que antes jugaban al comunismo en las ruedas ociosas de los cafés
madrileños”. Se vestían con elegancia, algunos fumaban en pipa, y “en
casi todos los rostros podía notarse la huella del masaje facial”
(184-185). La ironía de la situación no se le escapa a Wing:
“Varias veces me dijeron para justificar su posición de jueces:
–‘Nosotros los trabajadores…’ ‘nuestra causa es la de los trabajadores…’ ‘Nosotros los esclavos del trabajo…’
Yo miraba a aquellos jóvenes estudiantes o laureados recientes, de
aire señorial, que ostentaban el pomposo título de ‘Comisarios del
Pueblo’ y me hablaban de trabajo.
Me sentí obligado a reaccionar con tono firme mas no violento, que mi
situación no daba para eso. –‘Un momento señores!’ Me lo decían a mí
—ensayando un tono de reproche— que eran de la clase trabajadora; me lo
decían a mí, que un poco antes de tener nueve años tuve que dejar de ir a
la escuela para empezar a ganarme el pan amargo; me lo decían a mí, que
a los nueve años cargaba sobre mis hombros de niño, pesados cajones que
rompían mis pulmones y vencían mi esqueleto.
Me hablaban de trabajo, aquellos jóvenes de delicado aspecto. Y
estaba seguro que yo había trabajado más en mi vida que todos ellos
juntos. Pero ahí yo era el faccioso, el enemigo del proletario y ellos,
los que habían sufrido y luchaban por su redención!! (185-186)”.
En este “mundo al revés” Wing encuentra una prueba decisiva de la
hipocresía y la corrupción de esa “República del puño cerrado”, ya
convertida en una caricatura de lo que había pretendido ser. No
obstante, la raíz del cambio ideológico en Wing proviene de otra serie
de experiencias, y sobre todo de su reencuentro con la religión que
había abandonado en su infancia: “Cuando niño ayudaba misa en los
Redentoristas; después… la vida me endureció. Aprendí otro catecismo,
otras oraciones. Las de la lucha social. Predicaba el verbo socialista
en las esquinas montevideanas” (198). Se trata de un tercer tipo de
“aprendizaje” para el corresponsal, que habla de una conversión
religiosa que experimentó como preso, aunque las semillas estaban
sembradas ya desde sus primeros días en España, cuando recorrió los
monasterios burgaleses, sintiéndose conmovido por “la mística paz de su
sueño de piedra” (47). En diversos momentos reconoce sentirse impactado
por la religiosidad de los soldados nacionalistas, particularmente de
los que lucharon en Toledo. Carentes de fe, los milicianos habían huido
en desbandada en Irún, y fue precisamente la intensidad de la fe lo que
permitió que los defensores del Alcázar aguantaran tanto tiempo.
Wing se deja cautivar por esa religiosidad. Empieza a abandonar su
“liberalismo furioso” (178) cuando besa el anillo de amatista y recibe
la bendición de un arzobispo en Valladolid (57), y lo único que quiere
hacer en Sevilla es buscar en las tiendas de Triana una Virgencita del
Rocío para su madre: “Ante el precio que le fijó el alfarero, el
cronista quiso ensayar una protesta. –‘Pues no me pida rebaja que la
Virgen se enoja’ —se atajó el artista” (78). El día aciago de su captura
es el punto de inflexión en este reencuentro con la religión. El
cronista lo anuncia con solemnidad: “Se organizó apresuradamente el
viaje hacia las avanzadas y Wing comienza a sentir obrar a su alrededor
‘las terribles fuerzas del destino oscuro’ que empujan al hombre a los
caminos señalados por Dios” (149). Al verse apuntado por los fusiles de
los milicianos, piensa en su madre y en Dios (155), pero tanto él como
sus compañeros experimentan, en ese instante, la misma iluminación:
“Una luz que entró en nuestra alma y un pensamiento en Dios. En quien
hacía muchos años que no pensábamos. Todo se nos aclaró de pronto. El
alma entraba en un campo luminoso, donde extraña diafanidad le dio a las
cosas que nos rodeaban, un valor y dimensión desconocidas. Se reducían
las proporciones de algunas que nos parecían fundamentales y aumentaban
hasta el infinito otras que habíamos despreciado porque nos faltan ojos
para verlas (158)”.
Una serie de “milagros” confirma esta revelación. En primer lugar,
cuando estaban a punto de ser fusilados, “se obró el primer milagro de
nuestra salvación”: vino la contraorden de un capitán, que quería
interrogar a los presos. Matiza Wing: “pero puede ser que haya sido
también orden del cielo, orden del Gran Capitán que guía los pasos del
hombre desde la altura, porque igual milagro de evitar el fusilamiento
en el instante justo en que se va a producir, más parece cosa de lo alto
que cosa de la tierra”(158). Otras casualidades salvadoras también se
celebran como milagros: como cuando el Comandante Militar de Aravaca y
Pozuelo, que ha mandado fusilar a los cinco, resulta ser el hermano de
uno de ellos (165); o cuando la única persona en Madrid capaz de
ayudarlos aparece por azar en el Ministerio de Guerra, donde se
encontraban encarcelados (186). Por eso, Wing se une a sus compañeros
para rezar el Padre Nuestro —aunque no lo recordaba, inventaba uno
propio— y mientras ellos oran a la Virgen del Pilar, se dedica a
fabricar una pequeña imagen de ella.
Como descubrió Arthur Koestler en una cárcel de Sevilla, la
cautividad es propicia para las revelaciones metafísicas. En el caso de
Wing, su experiencia en Madrid y luego como “incomunicado” en la Prisión
Celular de Valencia lo acerca a la fe que había palpado antes en los
monasterios de Burgos:
“Recordaba mis días en Burgos, en tiempos de lo que yo llamaba ‘la
otra vida’. Con frecuencia iba a la Cartuja de Miraflores, el más bello
rincón del mundo para vivir su sueño de arte y su perfume místico.
Admiraba la vida suave de los cartujos; la placidez de su andar que ya
tiene algo de celestial; su obstinado silencio; la franciscana pobreza
de su celda; el pan de Dios, pasado a través del agujero de la puerta;
su ‘incomunicación’…
Y como la celda de la Prisión valenciana es igual a la de los
cartujos de Miraflores, la noche del 4 de Diciembre quedé convertido en
un cartujo laico (203-204)”.
Una aventura en España se concluye con un retorno al
comienzo que permite ver, con nitidez, los efectos del aprendizaje de
Wing. Encarcelado como sospechoso de espionaje en Pamplona, al comienzo
del libro, fue liberado por los propios nacionalistas cuando
reconocieron su inocencia; encarcelado por los republicanos, haría falta
la intervención del Encargado de Negocios de Estados Unidos —gracias a
los esfuerzos del presidente uruguayo Gabriel Terra y del presidente
Roosevelt— para superar los subterfugios de sus captores y liberarlo. Al
comienzo del libro, Wing visita la Cartuja de Miraflores como turista;
al final, después de su “conversión”, se ha convertido él mismo en
cartujo laico. Por último, si el libro comienza en París, con la
despedida entre Wing y sus dos amigas de nombre de cocottes, termina con
el cronista otra vez en París, sin amigas ni aventuras, a punto de
embarcarse para Uruguay, pero atado a España por el compromiso con sus
compañeros todavía en la cárcel y con la Virgen del Pilar:
“He buscado inútilmente a Marcelle y a Minouche en las vertiginosas
noches parisienses próximas al fin del año. Mi recuerdo se fue lejos,
atravesando el mar. Ya está decidido el embarque. Hay algo que me
entristece un poco. Estando preso en Madrid, cuando la tutela de la
Virgen del Pilar nos iluminaba con su esperanza, soñamos planes de
futuro. Mis compañeros de Zaragoza, le hicieron promesas a La Pilarica
si les salvaba la vida. Yo también hice la mía: llevar para siempre su
imagen sobre el pecho e ir a besar el manto de su estatua zaragozana,
después de caminar descalzo cinco kilómetros por las rutas de Aragón que
van hacia el Santuario de la amada Patrona (235)”.
Cierre
Wing, cuya experiencia en la cárcel lo convirtió en una estrella
mediática en los círculos gubernamentales uruguayos y entre los lectores
de El Pueblo, se encontró sin embargo con el repudio de sus
amigos intelectuales e izquierdistas de antaño: los que lo acompañaron,
durante la visita de Lorca en 1934, a la tumba de Barradas. Escaldado
por estas críticas, que se intensificaron después de la publicación de Una aventura en España,
Wing se atrincheró en su postura antirrepublicana y no resistió la
tentación de regresar a España y retomar su papel de corresponsal en la
zona franquista. A raíz de este nueve viaje, publicaría un nuevo libro, Cartas de la guerra,
prologado por el jefe de la Falange en Argentina Rafael Duyos, en el
que defendió la decisión de romper el juramento que había hecho —para
obtener la libertad— de no volver a España. Se mostraba, por otra parte,
dispuesto a aceptar “las consecuencias que tal impulso podía acarrearme
en Montevideo donde la incomprensión es señora y donde
—inexplicablemente— mi sinceridad y mi desgracia metamorfosean a mis
amigos en enemigos” (Wing, Cartas de la guerra 9).
Notas:
(1) Este trabajo forma parte del proyecto “El
impacto de la Guerra Civil Española en la vida intelectual de
Hispanoamérica”, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia de
España (HUM2007-64910/FILO).
(2) El texto de Valdano, publicado en la solapa de
la colección de Crónicas del viejo Montevideo (2008) de Diego Lucero,
sigue así: “Valoro la prosa, el humor y la solvencia de sus opiniones,
me sorprende la minuciosidad de orfebre para encontrar la palabra exacta
y nuestra, pero admiro, sobre todo, la capacidad para darle vuelo a sus
reflexiones sin despegar los pies del suelo. Mi homenaje al hombre, al
maestro y al símbolo”.
(3) Véase la detallada biografía de Atilio Garrido,
“La ilusión es más linda que la realidad. Luis Alfredo Sciutto, ‘Wing’,
Diego Lucero: una vida con guión de película”. (Lucero 2008: 227-268).
(4) Silva Valdés dedicó una “Milonga para Gregorio
Marañón” en uno de los banquetes de despedida al científico. (La Mañana,
26 abril (1937): 1).
(5) Al final de la guerra Real de Azúa, que poco
después se retractaría de su apoyo al franquismo, participó en el
homenaje falangista Evocación y recuerdo de José Antonio (1939:15-35).
(6) El discurso de Reyles, junto a los de Gregorio
Marañón y del ministro de Salud Juan César Mussio Fournier, se
publicaron en el libro Acto Académico realizado el 15 de marzo de 1937.
(1937).
(7) Véanse, entre otros, “Aspectos de la revolución
en España” (16 septiembre 1936), “Algunas escenas cómicas del drama de
España” (31 octubre 1936) y “Recordando los días en Madrid” (19 enero
1937).
(8) Para entender esta movilización de los
intelectuales uruguayos, véanse los artículos de Pablo Rocca: “García
Lorca: obra, símbolo y discordias en Montevideo” (Anderson 193-209) y
“En 1937: la poesía y el fuego (las antologías: otro campo de batalla)”
(Rocca 295-332).
(9) Cuando lo detuvieron en la Casa de Campo, lo
acompañaban en el coche Manuel Casanova, director del Heraldo de Aragón,
Miguel Marín Chivite, fotógrafo del mismo diario y el abogado José
Meirás Otero. El conductor era Miguel Zamora Vicente, maestro armero del
Parque de Artillería de Zaragoza. Véase el relato de Manuel Casanova en
su libro de 1941, Se prorroga el estado de alarma (memorias de un
prisionero).
Obras citadas
Anderson, Andrew A., ed. América en un poeta. Los viajes de Federico García Lorca al Nuevo Mundo y la repercusión de su obra en la literatura americana. Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía/Fundación Focus-Abengoa, 1999.
Casanova, Manuel. Se prorroga el estado de alarma (memorias de un prisionero). Toledo: Editorial Católica Toledana, 1941.
Cerda, Martín. La palabra quebrada. Madrid: Veintisiete Letras, 2007.
Lucero, Diego. Crónicas del viejo Montevideo. Montevideo: SUAT, 2008.
Rocca, Pablo. “En 1937: la poesía y el fuego (Las antologías: otro campo de batalla)”. En Gonzalo Santonja, ed., El color de la poesía (Rafael Alberti en su siglo). Madrid: Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, tomo I (2004): 295-332.
VV.AA. Evocación y recuerdo de José Antonio. Montevideo: s.e., 1939.
Wing. Una aventura en España. Montevideo: Imprenta Florensa, 1938.
—. Cartas de la guerra. Montevideo: Imprenta Florensa, 1939.
Extraído de: https://columnauruguaya.wordpress.com
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