Gestión cultural en Uruguay:
territorios que resisten, comunidades que crean
El relevamiento muestra que, aun en
condiciones de precariedad, la creatividad uruguaya se despliega con
fuerza. Esa creatividad está presente en cada ensayo, en cada feria,
en cada festival autogestionado, en cada banda juvenil que aprende a
tocar en un salón prestado, en cada teatro barrial que se ilumina
con esfuerzo propio, en cada proyecto cultural que emerge donde menos
se espera.
(escribe Sergio Pérez) La gestión
cultural en Uruguay transita un momento decisivo. Entre el legado
histórico de políticas institucionales, la expansión de nuevas
prácticas comunitarias y los desafíos que trae la digitalización,
el ecosistema cultural se mueve en un equilibrio delicado que revela
fortalezas profundas y fragilidades estructurales. Basta observar lo
que ocurre en los territorios para advertir que la cultura uruguaya
se sostiene gracias a una trama de actores que actúan muchas veces
en silencio, lejos de los centros de decisión y con recursos siempre
insuficientes.
Este artículo nace del cruce entre la
investigación académica en el marco de la materia Metodología y
Técnicas de la Investigación en Ciencias Sociales y Humanas del
segundo semestre de la Tecnicatura Universitaria en Bienes Culturales
de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de Udelar que
venimos realizando, la necesidad de aportar al desarrollo y
profesionalización de la gestión cultural y el relevamiento directo
de organizaciones culturales de distintos puntos del país, cuyos
testimonios ofrecen una radiografía precisa y humana de la gestión
cultural contemporánea. Las voces recogidas permiten comprender cómo
se construye cultura en Uruguay hoy, qué tensiones la atraviesan y
cuáles son las oportunidades que podrían abrirse si se
fortalecieran ciertos procesos clave.
Los cuestionarios aplicados revelan una
constante: la cultura se produce incluso en escenarios adversos,
sostenida por la convicción, la creatividad y el compromiso
comunitario. Una banda juvenil que funciona gracias al aporte de
madres y padres, un teatro barrial que se multiplica para llegar a
zonas periféricas, una cooperativa que ofrece servicios culturales a
costos accesibles, un festival de ilustración autogestionado que
genera redes entre artistas jóvenes, hasta coordinadores y
directores departamentales de cultura. Cada uno de estos casos narra
una forma de resistencia cultural que convive con dificultades
económicas, brechas territoriales y falta de reconocimiento
profesional.
La investigación documental aporta
otro plano de lectura. El Plan Nacional de Cultura 2015–2025, los
repositorios del Sistema de Información Cultural y los proyectos
emergentes del Sexto Plan de Gobierno Abierto trazan un mapa
institucional que, aunque valioso, no alcanza todavía a responder a
las desigualdades detectadas en el territorio. La ausencia de un
nuevo PNC actualizado deja un vacío estratégico que se percibe de
forma directa en la planificación local y departamental.
Los resultados del relevamiento
confirman lo que diversos autores han señalado: la cultura es una
construcción colectiva que depende tanto de las políticas públicas
como de las prácticas sociales que ocurren en la vida cotidiana. La
noción de “ecosistema cultural”, desarrollada por Gonzalo
Carámbula, se vuelve una herramienta útil para comprender cómo se
articulan —y a veces chocan— los intereses del Estado, de la
sociedad civil, del mercado cultural y de los territorios.
En definitiva, lo que aparece ante
nuestros ojos es un país culturalmente vibrante, sostenido por
personas que encuentran en la creación, la gestión y el trabajo
colectivo una manera de fortalecer sus comunidades. Este artículo
busca honrar esas experiencias, analizarlas con profundidad y poner
en valor su aporte a la vida cultural del Uruguay.
El relevamiento confirma que la gestión
cultural en Uruguay se apoya en estructuras múltiples y, en muchos
casos, frágiles. Una banda juvenil del interior relata que su
financiamiento proviene de aportes familiares, socios colaboradores y
apoyos puntuales de la Alcaldía o la Intendencia. “Los obstáculos
más importantes son locativos y económicos”, señala su
presidente, en una frase que se repite de manera casi idéntica en
distintas respuestas y que expone un problema estructural: la
precariedad en la base del sistema.
La carencia de recursos no impide el
impacto social. Incluso sin condiciones ideales, las organizaciones
culturales generan transformaciones reales en sus comunidades. En el
caso de la banda juvenil, el acceso a la música se convierte en una
herramienta de encuentro, contención y desarrollo para niños y
jóvenes, especialmente en lugares donde las opciones culturales son
escasas.
Otro entrevistado, coleccionista y
expositor, subraya que el mayor desafío es conseguir auspiciantes
privados. Su experiencia evidencia una tensión persistente: la
distancia entre las iniciativas culturales independientes y el sector
empresarial. La publicidad cultural, salvo excepciones, continúa
dependiendo de relaciones personales más que de políticas de
incentivo claras.
Un testimonio especialmente revelador
proviene de una gestora que administra un teatro en Las Piedras.
Relata que han recibido varios fondos y que han logrado
descentralizar actividades hacia los barrios. Sin embargo, advierte
dos tensiones significativas: la falta de coordinación con
autoridades locales y la dificultad para difundir actividades en una
ciudad extensa. La ausencia de políticas de formación de públicos
complejiza aún más el escenario, ya que limita el crecimiento
sostenido de la actividad cultural.
Las políticas culturales, para ser
efectivas, requieren continuidad. La gestora lo expresa con claridad:
“Necesitamos políticas establecidas más allá del cambio de
gobierno”. Su frase sintetiza una demanda recurrente entre los
actores consultados y dialoga con lo expresado en el Plan Nacional de
Cultura 2015–2025, cuya vigencia culminó sin que surgiera aún un
documento equivalente que diera continuidad estratégica.
Una organización civil sin fines de
lucro dedicada a actividades culturales destaca que sus proyectos
tienen impactos muy positivos, aunque enfrenta la limitación común:
la falta de presupuesto. Su pedido es simple y contundente: mayor
apoyo económico para sostener actividades que benefician a la
comunidad. La valorización del trabajo cultural sigue siendo un tema
pendiente.
Tatuteatro, un colectivo que se define
itinerante y autogestionado, ofrece una mirada distinta, casi
filosófica. Hablan de reciclaje, de energía renovable y de la
necesidad de “acallar el odio y estimular la convivencia”. En sus
palabras aparece una dimensión ética de la gestión cultural que
suele quedar fuera de las planillas de evaluación: la construcción
de comunidad a partir del arte. Su visión evidencia que la cultura
también es una forma de habitar el mundo y de resistir frente a
lógicas individualistas.
Una cooperativa de gestión cultural
aporta otro ángulo al problema. Relata que desarrollan actividades
comunitarias desde su área social y que suelen ofrecer servicios a
costos accesibles. Sin embargo, advierten una situación preocupante:
la competencia entre colectivos y municipios por la obtención de
apoyos públicos. La percepción de que el Estado prioriza unos
actores sobre otros genera tensiones que podrían evitarse con
políticas de cooperación más claras.
En contraste con esta competencia
indeseada, la cooperativa subraya un valor decisivo del ecosistema
cultural: el trabajo colaborativo. “Nos conocemos todos”,
afirman, reconociendo la fuerza de una red que, aunque informal en
muchos casos, permite sostener proyectos y circular saberes. La
colaboración, más que una metodología, se vuelve una forma de
sobrevivencia cultural.
La experiencia de los gestores
independientes dedicados a la ilustración ofrece un ejemplo
contundente del impacto social de la cultura. El festival Artist
Alley Uruguay surge como un espacio de encuentro entre jóvenes
creadores que, a través de la feria, construyen amistades, alianzas
y nuevas oportunidades creativas. A lo largo de los años, la demanda
creció y se multiplicaron las iniciativas derivadas. Esta expansión
demuestra que la autogestión puede generar ecosistemas creativos
potentes, aunque siempre dentro de los límites que impone la falta
de apoyos económicos estables.
Una de las frases más reveladoras de
esta organización resume un dilema central: “No podemos sostener
la actividad si no nos da un ingreso significativo por nuestro
trabajo como gestores”. La afirmación no expresa resignación;
expresa dignidad. La cultura uruguaya se sostiene por pasión, pero
también requiere trabajo digno para quienes la hacen posible.
Desde la Dirección General de Cultura
de Canelones se aporta una mirada institucional que dialoga con las
demás voces. Subraya que el mayor obstáculo es “el poco
conocimiento de la gestión cultural como profesión” y propone
fortalecer la formación y el reconocimiento del rol. Esta afirmación
es congruente con las recomendaciones de diversos estudios sobre el
sector cultural en Uruguay, y confirma la necesidad de incluir la
gestión cultural en agendas educativas y políticas.
Desde un centro cultural municipal
llega otra perspectiva valiosa. Su coordinadora observa que los
proyectos generan impactos positivos, pero subraya que cerca del
final del año los fondos se vuelven escasos. La fluctuación
presupuestal afecta la planificación y dificulta la continuidad de
actividades culturales que requieren tiempo, recursos y seguimiento.
Las fortalezas del ecosistema cultural
uruguayo aparecen en múltiples respuestas. Los actores mencionan la
fuerte institucionalidad cultural, la alta producción artística, la
profesionalización creciente, la identidad cultural asociada a
expresiones como el candombe y el carnaval, y la reputación positiva
del país en el exterior. Este conjunto de atributos constituye un
potencial estratégico que podría potenciarse mediante políticas
más estables y articuladas.
La digitalización aparece como un
horizonte posible, aunque desigual. Mientras algunos utilizan
herramientas de diseño, edición, redes sociales y plataformas
digitales, otros apenas incorporan tecnología básica por falta de
recursos o de infraestructura. La brecha digital atraviesa el sector
cultural del mismo modo que atraviesa otros ámbitos de la vida
social.
Las iniciativas del Sexto Plan de
Gobierno Abierto, como Abrí Cultura y Mestiza, introducen un eje
novedoso: el acceso a datos abiertos, la interoperabilidad y la
participación digital. Si estos proyectos logran consolidarse y
llegar efectivamente a los territorios, pueden constituirse en un
punto de inflexión para democratizar el acceso a la información
cultural.
El análisis articulado de estos
resultados permite identificar una tensión estructural: la distancia
entre la política cultural nacional y las prácticas culturales
territoriales. Mientras la primera avanza hacia la digitalización y
la apertura de datos, la segunda continúa lidiando con necesidades
básicas: espacios adecuados, financiación estable, formación
profesional y articulación institucional.
Esa distancia no implica contradicción;
implica desafío. La gestión cultural uruguaya podría fortalecerse
enormemente si lograra integrar ambas dimensiones: la innovación
tecnológica y la realidad cotidiana de quienes sostienen proyectos
culturales en localidades pequeñas, barrios periféricos o ámbitos
independientes.
La noción de ecosistema cultural ayuda
a iluminar esta situación. Los actores culturales se relacionan
entre sí, con las instituciones públicas, con los mercados
creativos y con los territorios que habitan. Cuando una de estas
dimensiones se debilita, las demás deben compensar. En Uruguay, la
compensación suele venir del lado comunitario: familias, colectivos
y organizaciones que trabajan sin descanso para sostener espacios
culturales que, en muchos casos, cumplen funciones sociales
esenciales.
Los relatos del relevamiento dejan
claro que la cultura no es algo que “ocurre” espontáneamente: es
un trabajo. Trabajo físico, trabajo emocional, trabajo técnico,
trabajo administrativo. Y como tal, requiere reconocimiento
profesional. La falta de remuneración adecuada no debería
naturalizarse como parte inherente de la tarea cultural. Cada uno de
los testimonios apunta hacia la misma necesidad: dignificar la labor
de quienes gestionan cultura.
A su vez, el análisis de políticas
culturales evidencia que la ausencia de un nuevo Plan Nacional de
Cultura genera incertidumbre. La planificación cultural no es un
ejercicio meramente administrativo; orienta prioridades, define rutas
y permite establecer criterios para la asignación de recursos. Sin
un marco estratégico actualizado, cada territorio debe interpretar
las necesidades desde su propia lógica, lo que profundiza las
desigualdades.
Los territorios del interior reflejan
esta situación con particular claridad. Allí donde la
institucionalidad es débil o inexistente, son los colectivos
culturales quienes sostienen la vida comunitaria. La falta de
infraestructura cultural adecuada se traduce en desafíos logísticos
permanentes que se suman a los problemas económicos. Aun así, los
proyectos se sostienen, crecen y transforman.
La cultura uruguaya tiene una fuerza
silenciosa que no siempre se ve desde la capital: la capacidad de
crear comunidad en lugares donde las opciones son limitadas. Esa
fuerza debería ser reconocida como un valor estratégico del país.
Las políticas culturales orientadas al
territorio suelen ser más efectivas cuando escuchan a los actores
locales. El relevamiento demuestra que las voces del interior tienen
diagnósticos claros y propuestas concretas: apoyo económico,
formación profesional, continuidad de programas, articulación
institucional y acceso a tecnología adecuada.
Esta claridad contrasta con la
inestabilidad de algunas políticas nacionales. Sin embargo, también
evidencia una oportunidad: la posibilidad de avanzar hacia modelos de
cogestión y de construcción conjunta de políticas culturales que
integren perspectivas desde múltiples escalas territoriales.
El relevamiento muestra que, aun en
condiciones de precariedad, la creatividad uruguaya se despliega con
fuerza. Esa creatividad está presente en cada ensayo, en cada feria,
en cada festival autogestionado, en cada banda juvenil que aprende a
tocar en un salón prestado, en cada teatro barrial que se ilumina
con esfuerzo propio, en cada proyecto cultural que emerge donde menos
se espera.
Las prácticas culturales del Uruguay
contemporáneo tienen una raíz común: la convicción de que la
cultura mejora la vida. Esa convicción no proviene solo del discurso
oficial; proviene de la experiencia cotidiana de quienes ven cómo un
taller, un espectáculo, una feria o un ensayo transforman una
comunidad.
Este artículo busca contribuir a esa
comprensión ampliada de la cultura. Comprender no es justificar;
comprender es empezar a construir soluciones. La gestión cultural
uruguaya necesita políticas más sólidas, pero también necesita
seguir escuchando las voces que la sostienen desde abajo.
Los datos recogidos muestran que el
ecosistema cultural es diverso y complejo. No hay una única forma de
hacer cultura en Uruguay; hay muchas. Cada una responde a su
territorio, a su historia, a sus posibilidades. Sin embargo, todas
coinciden en un deseo compartido: que la cultura sea un derecho y una
oportunidad para todas las personas.
Este deseo debe convertirse en una
brújula para las políticas del futuro.
ANÁLISIS DE RESULTADOS DEL MODELO
PLS-SEM
Con el objetivo de comprender las
relaciones entre los factores que condicionan la gestión cultural en
Uruguay, se estimó un modelo PLS-SEM que integró cinco constructos
latentes: Financiamiento (FIN), Obstáculos (OBS), Políticas
Públicas (POL), Tecnología (TEC) e Impacto Cultural (IMP), además
del constructo dependiente Formación y Desarrollo (FOR). La
estructura propuesta buscó modelar cómo los recursos económicos,
las tensiones institucionales, la articulación política y las
capacidades tecnológicas influyen en el impacto generado por los
colectivos culturales, y cómo dicho impacto se traduce
posteriormente en procesos formativos, creatividad e identidad dentro
de los territorios.
Los resultados obtenidos revelan un
modelo robusto y estadísticamente consistente. El coeficiente de
determinación del constructo Impacto Cultural (R² = 0,651) indica
que el 65% de su varianza puede explicarse por los factores FIN, OBS,
POL y TEC. Esta magnitud es considerable en investigaciones sociales,
donde la complejidad contextual suele reducir la varianza explicada.
Por su parte, el constructo Formación y Desarrollo alcanzó un R² =
0,559, lo que significa que más de la mitad de sus variaciones se
deben al impacto cultural generado por las organizaciones. Ambos
valores confirman la adecuación del modelo para describir los
procesos estudiados.
En cuanto a los efectos directos, el
predictor con mayor incidencia sobre el impacto cultural fue
Obstáculos (OBS), con un coeficiente positivo y muy elevado (β =
0,818). Este resultado, lejos de ser contradictorio, refleja un
fenómeno recurrente en el campo cultural: los desafíos
estructurales —económicos, locativos, tecnológicos o
institucionales— suelen activar respuestas creativas, estrategias
adaptativas y dinámicas colaborativas que fortalecen el impacto
hacia las comunidades. Así, las organizaciones culturales tienden a
intensificar su acción precisamente donde los recursos son más
escasos y las necesidades más apremiantes.
El constructo Tecnología (TEC)
presentó un efecto positivo moderado (β = 0,313) sobre el impacto.
Este dato coincide con los testimonios recogidos en el relevamiento:
la incorporación de herramientas digitales mejora la capacidad de
difusión, gestión, registro y profesionalización de los proyectos,
ampliando la llegada territorial y la diversidad de públicos. Aunque
no todas las organizaciones acceden a la tecnología en igualdad de
condiciones, quienes logran incorporarla tienden a mejorar su impacto
cultural.
Los constructos Financiamiento (FIN) y
Políticas Públicas (POL) mostraron efectos negativos sobre el
impacto cultural (β = –0,486 y β = –0,476, respectivamente).
Estos resultados sugieren tensiones estructurales dentro del
ecosistema cultural uruguayo. Por un lado, la dependencia de ciertos
tipos de financiamiento puede generar rigideces, incertidumbre o
sobrecarga administrativa que limita la capacidad de acción. Por
otro, la percepción sobre las políticas públicas actuales indica
que no alcanzan a potenciar el trabajo territorial ni a responder con
eficacia a las necesidades reales de los colectivos, lo cual se ve
reflejado en las respuestas cualitativas del relevamiento. Este
hallazgo dialoga directamente con las reflexiones de Jazmín Beirak
en Cultura ingobernable, donde se problematiza la distancia entre las
lógicas institucionales y las prácticas culturales efectivas.
Finalmente, el modelo confirmó la
relación central que estructura todo el estudio: el impacto cultural
ejerce un efecto directo, positivo y muy fuerte sobre Formación y
Desarrollo (FOR) (β = 0,742). Esto significa que las organizaciones
que generan mayor incidencia en sus comunidades —ya sea a través
de actividades, aprendizajes, vínculos o participación— son
también aquellas que impulsan procesos de formación, creatividad,
identidad y consolidación institucional. El capital cultural
producido retorna como fortalecimiento interno, dando lugar a un
círculo virtuoso entre acción e identidad colectiva.
Las cargas externas de los indicadores
oscilaron entre 0,70 y 0,91, valores adecuados que confirman la
validez convergente de los constructos. No se registraron problemas
de colinealidad que afectaran la estimación final.
En síntesis, el modelo PLS-SEM revela
un ecosistema cultural donde la creatividad y el impacto emergen, en
gran medida, de la tensión entre carencias estructurales y
resiliencia comunitaria. La tecnología actúa como un potenciador,
mientras que el financiamiento y las políticas culturales continúan
siendo áreas críticas que requieren revisión. El impacto, a su
vez, constituye el motor fundamental de los procesos formativos y de
fortalecimiento organizacional, mostrando que la cultura se sostiene
y se expande allí donde logra transformar la vida cotidiana de las
personas
El análisis PLS-SEM permitió
identificar con precisión los factores que estructuran la gestión
cultural en Uruguay desde la perspectiva de los actores
territoriales. Los resultados obtenidos muestran un ecosistema
cultural dinámico, activo y resiliente, pero atravesado por
tensiones estructurales que condicionan su sostenibilidad.
El constructo Impacto Cultural se
posiciona como eje central del modelo, explicándose en un 65% por la
interacción entre obstáculos, financiamiento, políticas públicas
y capacidades tecnológicas. Este valor, elevado para un fenómeno
social complejo, confirma la consistencia del modelo y su pertinencia
para comprender la realidad cultural del país.
Uno de los hallazgos más relevantes es
el peso extraordinario de los obstáculos como predictor del impacto.
Lejos de bloquear la acción cultural, los desafíos económicos,
locativos, tecnológicos e institucionales parecen activar procesos
de creatividad, solidaridad y adaptación en los colectivos
culturales. Este fenómeno coincide con la literatura iberoamericana
que describe a la gestión cultural como práctica de resistencia,
sostenida por redes colaborativas y trabajo comunitario.
En contraste, el financiamiento y las
políticas públicas muestran efectos negativos sobre el impacto. No
se trata de rechazar su importancia, sino de evidenciar que los
marcos actuales generan más fricción que impulso: burocracia,
discontinuidad, desigualdad territorial y falta de articulación con
las prácticas reales del sector. Esto confirma la brecha persistente
entre planificación institucional y vida cultural efectiva, una
tensión ampliamente problematizada por la teoría contemporánea.
La tecnología, aunque desigual,
aparece como un factor modernizador que amplifica el impacto cuando
está disponible. Las prácticas digitales, la edición audiovisual,
las redes sociales y la gestión en línea se consolidan como
herramientas indispensables para el desarrollo cultural.
Finalmente, el impacto cultural
demuestra un efecto decisivo sobre los procesos de Formación y
Desarrollo, explicando más de la mitad de su variabilidad. Esto
significa que allí donde la acción cultural logra generar vínculos,
participación, identidad y comunidad, también produce aprendizajes,
creatividad y fortalecimiento institucional. La cultura no solo
transforma el entorno: transforma a quienes la producen.
En conjunto, los resultados muestran
que la gestión cultural en Uruguay sigue siendo un campo sostenido
por la convicción y el compromiso social, más que por estructuras
formales. El fortalecimiento del ecosistema cultural requerirá
políticas más coordinadas, financiamiento estable, democratización
tecnológica y reconocimiento del gestor cultural como figura
estratégica del desarrollo territorial.
El modelo no solo describe una
realidad: sugiere un rumbo. Allí donde el impacto es más fuerte,
también lo es la capacidad de formar, sostener, imaginar y crear
futuro en los territorios.
Uruguay posee un ecosistema cultural
vigoroso, profundamente arraigado en sus comunidades y sostenido por
una red diversa de actores que trabajan con compromiso y creatividad.
Si las políticas públicas logran acompañar esa energía social con
financiamiento estable, reconocimiento profesional y herramientas
tecnológicas adecuadas, el país podrá proyectar un futuro donde la
gestión cultural sea un motor de desarrollo, cohesión y
construcción democrática.