viernes, 10 de junio de 2011

De cómo el dios hipnos abandona a aquellos que por sus acciones cotidianas no son merecedores de sus dones
Ángel Juárez Masares
                                                                                                                                                                       
Aún no amanece sobre la pequeña y lejana comarca de nuestros desvelos, pero ya una cohorte de sombras se desplaza envuelta en la niebla hacia la plaza de la aldea. Poco a poco más sombras van brotando de callejuelas adyacentes y se unen a la columna que se mueve lentamente y en silencio. Son “los indignados”. Son lo que sostienen la comarca con su trabajo y pagan rigurosamente sus impuestos; los comerciantes, los pequeños agricultores que aportan parte de su cosecha para el feudo, los artesanos, los maestros, los herreros, los que recogen la basura de las calles y el excremento de las caballerizas del Señor. También las mujeres de la aldea se han unido a la marcha, algunas con sus pequeños hijos en brazos. Los ancianos caminan apoyados en los hombres más fuertes, y los perros desconcertados se entreveran en el tumulto. No saben qué está ocurriendo, pero acompañan a sus amos, fieles a su condición de perros fieles.
Ahora son cientos los que llenan la plaza y comienzan a materializarse a medida que avanza la luz de día. No hay líderes, nadie que imparta órdenes, la multitud es un organismo vivo que se mueve bajo un mismo propósito: tomar el Palacio y hacer justicia.
El sol apenas se insinúa cuando el gentío lo rodea. Los más fuertes empujan las pesadas puertas. Todos a una. Una y otra vez. No llevan un ariete, sólo apoyan las palmas y empujan tantas veces como manos tiene el pueblo, y como siempre sucede en estos casos, las puertas ceden y la aldea invade los pasillos de Palacio. Nadie pronuncia arengas ni esgrime espadas, sólo algunas horquillas de segar se elevan disuasivas, son cuatro puntas filosas que lejos están siquiera de rozar los candelabros que cuelgan desde el techo.
Así va el populacho ingresando en los reales aposentos en busca de los asesores del Señor que -somnolientos y asustados- son expulsados a la calle en ropas de dormir.
La guardia ha sido arrinconada, y ahora avanzan hacia el dormitorio del Amo, quien ha sido alertado por el sordo rumor del gigantesco ciempiés que arrastra sus patas en la alfombra.
Ahora se yergue en su cama cubierta de tules de Turquía; cubierto de sudor busca su espada, y dispuesto a vender cara su vida sale al pasillo.
El silencio y la soledad reinan en las oquedades de Palacio. En un extremo, un guardia dormita apoyado en una lanza, y en el otro, una sierva barre inútilmente la alfombra persa cubierta de arabescos.
Otra vez la pesadilla ha interrumpido el descanso del Señor, que apoya la punta de su espada –tan inútil como la escoba de la sierva- en el piso del pasillo ante la mirada atónita del guardia, ahora puesto en alerta.
Hoy acudirá al Abad en busca de consejo, y a los médicos en procura de alivio a su mal sueño.
Moraleja:
              Quien por comodidad permita que sus acciones sean dirigidas por mediocres, no tendrá dioses que consuelen, ni doctores que alivien sus dolores.
 

1 comentario:

Alfredo Saez Santos (Charo) dijo...

¡Fuenteovejuna onírica!, versión del feudo de la Merced.