viernes, 16 de septiembre de 2011

HABLANDO DE BUEYES PERDIDOS

La lección de piano
                                                                                                           

Ángel Juárez Masares


Una  madrugada me enfrenté una vez más -termo y mate a la derecha y pucho en mano-  al dilema que significa tener abierto un documento de Word en blanco, (antes era la hoja de papel, pero para el caso es lo mismo), en el que debía escribir un “Bueyes”.
Como suele ocurrir en esos casos, los recuerdos se amontonaron pugnando por salir de la parte del cerebro donde se esconden  obligándome a seleccionar algunos, lo que siempre tiene algo de aleatorio, y por lo tanto de injusto. Y también como siempre suele suceder, el disparador puede ser el ladrido de un perro que llega desde la calle; una puerta que se golpea en algún lado, o como este caso: la música.
Hace tiempo ya que descubrí, asumí, y agregué a mi larga lista de íntimos traumas la melomanía, y fue entonces que una serenata de Chopin  me puso una vez más en la carpintería de mi Amigo. Sostenía éste una tabla dispuesto a pasarla por la cepilladora, pero de pronto apagó la máquina y me preguntó: -¿qué es esto?- Conociéndolo supe que debía dar una respuesta obvia para “darle pié”, y así lo hice. –Una tabla- dije.
-Ahá- respondió mientras pasaba una mano por la superficie –una tabla que puede transformarse en un estante para poner libros, una repisa para colocar frascos y tarros en una cocina, o sostener en un patio macetas con helechos…tantas cosas puede ser esta madera. Hasta un piano puede ser.
Mi Amigo se sentó en un montón de otras maderas; puso la pieza de marras sobre sus rodillas, y con cara de Leonard Bernstein  comenzó a pasar sus dedos sobre el teclado  imaginario. Supongo que el hecho que jamás hubiera tocado el piano no era impedimento para que estuviera escuchando una bella melodía, y por esa razón no me atreví a decir palabra hasta que bajó “el teclado” de sus piernas devolviéndole su condición de materia vegetal.
-Una vez, allá en el Penal –comenzó a relatar- el cónsul de Inglaterra logró que a Miguel Ángel se le entregara un piano. Al recibirlo, el director de la cárcel lo hizo desarmar y le entregó el “teclado mudo”. Pero él digitaba sobre la tabla donde había dibujado las teclas y lograba rescatar de su memoria “conciertos” que –no sólo contribuyeron a que el hombre mantuviera su cordura- sino que demostró el poder de un par de manos.
Los pobres milicos se burlaban golpeándose los muslos con las palmas, y algunos apoyaron su índice sobre las sienes convencidos que haber logrado enloquecerlo, que era en realidad el objetivo.
Recuerdo que entonces yo acoté algo acerca de la madre del director de la cárcel, pero mi Amigo me interrumpió diciendo que un hombre que llegaba a hacer eso era digno de lástima, “que es lo peor que un ser humano puede provocar”.
-Además –dijo- estoy convencido que de alguna manera el “teclado mudo” de Miguel llenó de música el Penal… solo había que tener sensibilidad para escucharlo.


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