viernes, 27 de enero de 2012

Hablando de bueyes perdidos

RECUERDOS DE UNA VISITA
A LA BODEGA
                                                                                                                           Ángel Juárez Masares

Una noche –dijo mi Amigo tirando unos tacos de madera al fuego donde se asaba un pedazo de borrego- unos amigos fueron a buscarme para llevarme a conocer una bodega.
Estaban apurados, pero aunque no encontré razones para ello, los vi tan entusiasmados que no quise contradecirlos y dejé lo que estaba haciendo para acompañarlos.
Al poco rato descendíamos por una escalera de piedras desprovista de pasamanos. Ya en la mitad del tramo percibí la frescura del lugar y el olor a humedad característico. Una sola lamparita colgaba en medio del recinto, y un aroma del queso me llegó hasta la pituitaria, enroscándose allí y llenándome la boca de saliva.
Una mesa de madera presidía el lugar, prometiendo una degustación digna del gourmet más exquisito;  algunos cuchillos y otros elementos de faena se veían colgados de las paredes, y los toneles donde el vino esperaba paciente la acción del tiempo estaban allí, tan al alcance de nuestra sed que daba ganas de estirar ese momento para hacerlo aún mas placentero. Y eso fue precisamente lo que hicieron los muchachos. Me mostraron todo sin permitirme tocar nada. Detalladamente me ilustraron acerca de la utilidad de cada artilugio; éste sirve para mover la cuajada, éste para quitar las impurezas, éste para colar, y éste molde para prensar “la forma” hasta que tome su punto. Eso sí –dijo uno ellos- el secreto consiste en apretar en la justa medida. Si uno se pasa de fuerza sacará todo el aire, y entonces… el trabajo será en vano-
-Lo mismo pasa con el vino- dijo otro de mis amigos- la cata debe ser moderada. Uno buscará sumergirse primero en los aromas, separando con el olfato los diferentes componentes contenidos en el vino. Hallará entonces la química presencia de la tierra que dio vida a la planta; el agua que le permitió crecer, el sol del mediodía y el frío de la noche que maduraron los racimos.
-¿Y como saben tanto?- dice mi Amigo que les preguntó a los hombres.
-Porque llevamos mucho tiempo trabajando en esto –respondió uno de ellos.
-También es verdad –agregó otro- que antes no sabíamos nada, pero un día vino un técnico a enseñarnos. Sabía mucho el hombre, por eso su Jefe lo mandó hasta acá, y de él fue que aprendimos cuando el vino está en su punto-
Mi Amigo toma un “pincho” y da vuelta el trozo de borrego rociándolo con una mezcla de sal y ajo que tenía en una botella. Con el mismo elemento, apaga el pequeño fuego que comienza a crecer sobre las brasas al derretirse la grasa de la carne, y llena otra vez los vasos de éste vino.
-Ahá- dice como tomando impulsos para reanudar el relato- se conoce que el técnico sabía mucho, porque los muchachos hacían muy bien su trabajo.
Usaban la cuchilla previamente humedecida, y en la tabla de trabajo bien podía caber un hombre encima. Para probar el vino tenían las copas adecuadas, y cada vez que escanciaban en ellas uno sentía sensaciones diferentes; al principio era como asomarse a un mundo inexplorado, luego daba la impresión de estar en un lugar ya conocido, y esperabas que de alguna parte surgiera la figura de tu hermano. Después… sentías que tu único vínculo con el mundo era la tabla…te aferrabas a ella con la esperanza de continuar en la bodega. De pronto eras un polizón descubierto en un barco pirata, caminabas la tabla sintiendo en tu espalda la punta del sable…cuando ibas saltar te quedabas sin aliento y volvías al tonel. Tosías, y la risa de los muchachos te llegaba como ajena, o desde muy lejos, casi como si no los conocieras.
Pero cuando ya te habías emborrachado, a los muy turros se les antojaba preguntarte cosas, sin tener en cuenta que entre tanto vino te habías olvidado hasta de tu nombre. Y ellos seguían…!dale que dale con el vino!...y vos terminabas vomitando mientras ellos reían con las copas vacías en las manos. ¡Hasta alguno se daba el lujo enojarse contigo porque habías perdido la memoria con tanta juerga!-
Al final te hacían probar “el blanco”…un tonel de blanco tenían allí…pero uno estaba tan borracho a esa altura del partido que apretaba la boca para no beber más. Además, ese vino era asqueroso, si tragabas un poco te raspaba la garganta y te hacía arder los ojos mientras los muchachos se divertían de lo lindo.
Mi Amigo hace una pausa y corta un trozo de carne que me alcanza en la punta del cuchillo.
-Mirá… a punto. Un golpecito más de brasas para “crocantearlo”, y comemos.
-Fuimos muchos los que visitamos la bodega, aunque no para todos fue bodega. Para algunos era un parque de diversiones, de esos que los juegos se parecen más a una tortura que a un divertimento. Por eso preferían el parque. Había quienes bajaban fascinados por un tobogán hasta caer en un lago de agua limpia llena de peces y mujeres desnudas; otros optaban por la montaña rusa, otros por el tren fantasma.
Todas esas locuras protegieron la cordura.
Quienes bajaron a la bodega y no dejaron su mente en el perchero, enloquecieron.
Una noche en la que me arrastraban totalmente ebrio escaleras arriba, me dio por preguntarle a los muchachos quien era el técnico que les había enseñado tanto del asunto.
Primero se hicieron “los cosos”, como si a mi me interesara aprender algo, pero un día uno de ellos me dijo por lo bajo:
-El hombre que nos enseñó como hacer este trabajo, se llama Dan Mitrione.

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