viernes, 16 de marzo de 2012


 José Edmundo Clemente

Arte y consumo son términos aparentemente opuestos, por cuanto “arte” da idea de liberalidad, y “consumo”, de exigencias sujetas a necesidades perentorias. Pero el arte contiene un mensaje con dirección determinada, y cuando esa trayectoria se cumple decimos que el artista “ha llegado”. A este llegar se lo llama “consumo”. La dirección a cumplir por el mensaje depende de la amplitud o de la fineza que se le haya impreso. Hay un arte llano, carente de profundidad, detenido en la superficie, que se expande como un fogonazo y –que como el fogonazo- es estruendoso pero fugaz. Otro hay de limitaciones, de angostura de público; llega sin estrépito y se hunde en el tiempo como testimonio de un espíritu que ha sabido resistir los artificios pasajeros de la moda. Es el arte de las minorías que se entregan al sacrificio y renuncia de las grandes pasiones. Se sabe resistido por la multitud y –lejos de arredrarse- se excita por esta resistencia que lo obliga a una actitud beligerante. Busca una belleza premeditada que lo escapa a la sensibilidad común, y la expone con hermetismo y lentitud, protegiéndola.
El arte popular, su reverso, llega a lo común de cada individuo; atiende al menor esfuerzo, a su emoción natural, con las repeticiones y asperezas de la naturaleza, y también con su espontaneidad. Es un arte apresurado; no confía en el porvenir, ni lo espera. Quiere el aplauso hoy, y por ello su trama es efectista: teatral. Sería interesante advertir que las palabras “aplauso” y “teatro” convergen a propósito de arte simple; tal vez porque el teatro requiere la inmediata comprensión del público. El escritor teatral y el actor –su eco- residen en la zona espectacular de la cultura. La cartelera ruidosa de los teatros saineteros no son un fenómeno inexplicable; tampoco la propensión de la juventud, nerviosa de éxitos, a la escena.
La digresión anterior no implica desmerecimiento; en verdad, arte y popularidad son términos complementarios; todo arte, a la postre, aspira a la popularidad. El peligro consiste en que una palabra fagocite a la otra, en hacer arte por el arte, o simplemente publicidad de pasiones gruesas y repetidas. El arte es para el pueblo, pero no se lo populariza con bajarlo al nivel de la mayoría, casi siempre inexperta. Hay que preparar a esa mayoría para ascender a todas las formas de la cultura; solo entonces tendremos un arte feliz y logrado.
Hay un arte de prosa comunicativa e inmediata; pero también hay a otro impopular, de matices delicados, cuya susceptibilidad escapa al lector-masa. Uno trasunta vagamente “el lugar común sentimental”, es apasionado e instintivo: tiene carácter, el otro en cambio, trasciende lo personal y deshumaniza sus sentimientos mediante una intelectualizada torsión del espíritu; es equilibrado y reflexivo, tiene estilo. El primero es de temática concreta; se remite a hechos y sentimientos domésticos y cotidianos, el segundo, requiere ecuación intelectual, “eliminación progresiva de los elementos demasiado humanos”, que dominan en la producción romántica y naturalista.
Tal vez esta clasificación pueda oponerse a que el arte –todo arte- manifiesta en definitiva la “sensibilidad natural” del artista; que no es posible “deshumanizarlo”. Cuestión de palabras. No podemos negar la raíz humana de las cosas hechas por el hombre. Solamente se pretende enunciar que hay un arte de mayor textura intelectual que otro, y se apartan las características salientes para distinguirlo, no para calificarlo.

* Extraído de  "Estética de la razón vital" de Ortega y Gasset, Ediciones La Reja, Buenos Aires, 1956.

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